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Opinión

12 de Junio de 2014

Eliana Salinas, terapeuta, 42 años: El doctor me decía “ahora venís a juntar las piernas”

Este testimonio forma parte de un reportaje de Verónica Torres para la revista The Clinic del 27 marzo 2008, donde se reunieron cinco experiencias de distintas mujeres que se habían practicado un aborto en Chile.

Archivo The Clinic
Archivo The Clinic
Por

Yo-aborté-ELIANA-SALINAS

FOTOS ALEJANDRO OLIVARES

“Cuando me casé tenía la cabeza llena de pájaros y dieciocho años. Estaba tan enamorada que creía que el matrimonio era para siempre. Mis papás estuvieron casados por treinta años y antes de morir, mi papá le tomó la mano a mi mamá para decirle que la amaba. Yo no tuve tanta suerte y cuando me separé la gente me decía ¿por qué si tu marido es tan bueno? Era la pura cáscara: le gustaba carretear y me engañaba. Tuvimos dos hijas y yo me quedé con ellas viviendo en una villa de Conchalí. Cosía ropa y sacaba diez lucas para el mes. Apenas comprábamos el pan. Mi marido no me daba pensión y más encima quería que me fuera de la casa porque era de él. Lo pasé pésimo, pero entre medio conocí a un cabro más chico y me enamoré. Como me veo más joven, enganchamos y quedé embarazada.

Me había sacado la “t” y estaba con pastillas, pero como no tenía plata, no tenía pastillas. La noticia me angustió y cuando le conté a este cabro se aterró. Es que era muy joven y no sabía cómo enfrentar la situación. Me quedé sola. No sabía qué hacer. Porque ¿qué hacís cuando estai sola con dos hijas, ganando 10 lucas, con una casa que mantener? ¿Qué hacís con una guagua que requiere pañales, leche, remedios, cuidados cuando tenís que trabajar? Entonces, se me acercaron unas viejas que conocí en el almacén y me hablaron del aborto. Ellas habían abortado en sus épocas. Se habían metido palillos, ramas de perejil y habían tomado un brebaje de cerveza hervida con aspirinas. Yo les dije que esos métodos me parecían terribles y ahí me hablaron del misopostrol, que era un medicamento caro que una de ellas podía conseguir.

“Recuerdo que lo tomé y al día siguiente expulsé algo. Tenía un olor fuerte como a pescado y me salía un líquido verdoso. Llegué al hospital con fiebre y convulsiones. Me pasaron a una sala donde había tres médicos. Uno de ellos era rubio, alto, grueso, blanco, de ojos azules. No recuerdo su nombre, pero su cara no se me olvida porque se puso a gritar: “esta yegua debe haber abortado”. Fue terrible porque hablaba de mí como si no estuviera escuchándolo y me decía “¿te pusiste un alambre, yegua? Te vamos a meter presa”. Yo estaba tirada en la camilla y apenas me salía la voz. Me sentía basureada y sólo pensaba en mis dos cabras chicas. Le negué lo del aborto para que me dejara tranquila, pero no sirvió porque me hicieron un raspaje y como tenía convulsiones y temblaba, las piernas se me juntaban y él me las abría, bruscamente, y me decía: “ahora venís a juntar las piernas”. Me acuerdo ahora y me da rabia, porque yo debería haberle dicho que lo iba a demandar, que no podía tratarme así, pero estaba tan asustada. Por suerte, había otro doctor, uno morenito, más del pueblo, que le dijo que me dejara en paz y me preguntó cómo me sentía y después dijo que me iba a recomendar una psicóloga porque él entendía que lo que había pasado era fuerte para mí.

Al llegar a mi casa me vino una pena condenada. Me sentía culpable por el bebé porque la sociedad te culpa. A veces me pregunto si habría sido niño o niña. No me torturo con eso, pero me lo pregunto. Eso sí, no siento dolor porque sé que abortar fue una decisión sabia en ese momento. Ahora estoy embarazada de cinco meses y este bebé tampoco estaba contemplado, pero cuando me hicieron la ecografía y vi a la guagua, grande, moviéndose, me dio una ternura que dije “se queda”. Es que ahora mi situación es distinta: tengo un trabajo, una estabilidad emocional, soy una mujer plantada en mis pies, con una lucha política, con una pareja maravillosa. Siento que mi vientre está cálido y estoy feliz que mi bebé venga porque va a ser un amador de la vida como yo. Porque para mí no fue fácil pensar que venía un hijo y yo lo mataba. Lloré mucho, pero la verdad es que con ese hijo, posiblemente, no habría alcanzado este momento. Habría trabajado en una empresa de costura catorce horas al día, sacándome la cresta para ganar una porquería, sin estudios, sin una lucha. Yo no habría sido feliz y eso es muy importante porque hay demasiado guacho en este país, demasiados niños que nadie quiere, que viven en orfanatos o que están con sus padres, pero que pasan en la calle expuestos a la pasta base, a la pedofilia, a ser abusados por quien tenga un auto y se los meta arriba, y eso yo no lo quería para mi hijo. Eso sí que no puedo.

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