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Opinión

3 de Julio de 2014

El Estado de las Reformas

Es un hecho, las reformas están en un lío. Creo percibir el problema de fondo: este gobierno ha despreciado más de la cuenta el saber y la cultura. Su interés ha estado puesto más en la fuerza que mueve que en la complejidad del objetivo. Se han rodeado de entusiasmo más que de prestigio. No […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL
Es un hecho, las reformas están en un lío.

Creo percibir el problema de fondo: este gobierno ha despreciado más de la cuenta el saber y la cultura. Su interés ha estado puesto más en la fuerza que mueve que en la complejidad del objetivo. Se han rodeado de entusiasmo más que de prestigio. No se trata solamente de una opción por el recambio, sino también de un desprecio desmedido por la experiencia y el arte.

Las reformas planteadas son inmensas. Muy ambiciosas, diría, pero a tono con la ciudadanía existente. Era de esperar, por lo mismo, que la Tributaria estuviera escoltada desde un comienzo por los economistas más destacados del sector en lugar de aparecer repentinamente como una paloma de mago. Eso hubiera querido decir que se trataba de un trabajo serio y reflexionado.

En estos asuntos, no sirven los trucos. Habrían chocado visiones, intereses y alternativas técnicas en un grupo reunido en torno a un objetivo prefijado. Ese objetivo, supongo, es reunir la suma necesaria para dar respuesta, en la nueva medida de lo posible, a las demandas representadas, cobrándole más a los que han recibido más, para incorporar al tren del progreso a los que tienen menos.

Quizás no fue mala idea poner un plazo de cien días para resolver interrogantes que requieren harto más, para discutir con los carros en movimiento y así evitar que nunca se les eche a andar.

La democracia, para tranquilidad de las mayorías, ha funcionado y su sabiduría se está imponiendo. Las conclusiones atolondradas comienzan a caer por su propio peso. Parece que las reformas ya no serán iguales a como las imaginaron sus primeros presentadores. El acuerdo existente respecto de ellas, en todas sus bases medulares, es tan alto en la sociedad chilena, que sería ridículo destruirlo por terquedades.

El gobierno pagará su costo –quizás no, sino muy por el contrario- y habremos avanzado mejor que lo ilusionado. Por supuesto que las cosas podrían ir en el otro sentido, y que los discursos heroicos se impongan por encima de los reflexivos, pero no creo, no hay ambiente para eso, la ciudadanía no está para batallas campales.

Mañana puede mutar el signo de sus urgencias. Lo grueso ya está instalado, ya lo saben moros y cristianos: dar un fuerte giro al camino de la desigualdad. Yo no entiendo que la reforma educacional no tenga cerca algunos premios nacionales, filósofos connotados y estudiosos del asunto, y no como tipos consultados, sino involucrados de lleno. La República de Chile no merece estos desdenes. Esos de la derecha que todavía militan en la revolución neoliberal, son piezas de museo. Habría que reunirlos en congresos eternos con los soldados de la revolución socialista.

Apuesto que se divertirían, mientras la sociedad avanza por el lado. Pessoa tiene un poema que habla de eso: de dos jugadores de ajedrez que solo piensan en su próxima movida, mientras en las colinas vecinas viven y mueren los soldados. El gobierno debiera procurar que estas reformas recuperaran su sex appeal.

Que entre sus críticos quedara clara el agua que separa a quienes quieren perfeccionarlas de quienes no se atreven a reconocer que en verdad no las desean. Recuperar la complicidad de quienes las cuestionan para mejorarlas, en lugar de defenderse más de la cuenta, haciendo que sus amigos se confundan con sus enemigos. Todavía es tiempo. Yo recomendaría sumarles respetabilidad. Lo diría de otro modo: peso intelectual.

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