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Mundo

22 de Agosto de 2014

Crónica: Los palestinos esconden su dolor bajo las ruinas y los escombros de Gaza

En la penumbra de una estrecha habitación de una escuela-refugio de la ONU, Mohamad Mutair Lahijla prepara la prótesis ortopédica que sustituye su pierna izquierda para levantarse de la cama y acercarse, sin traspasarla, a la puerta del habitáculo. Entre preguntas sin contestar de su madre Hala y uno de sus hermanos, Mohamad, de alguna […]

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conflicto gaza EFE

En la penumbra de una estrecha habitación de una escuela-refugio de la ONU, Mohamad Mutair Lahijla prepara la prótesis ortopédica que sustituye su pierna izquierda para levantarse de la cama y acercarse, sin traspasarla, a la puerta del habitáculo.

Entre preguntas sin contestar de su madre Hala y uno de sus hermanos, Mohamad, de alguna manera, se acomoda en una silla, baja la cabeza y espera.

“Intentamos abandonar varias veces (el barrio de) Shuahiye sin éxito. Al final, lo conseguimos”, cuenta Hala a Efe.

Desde entonces, un mes y un día atrás, esta escuela de Ciudad de Gaza se ha convertido en su nuevo hogar.

El médico que trata al joven y a otras dos mil personas en el colegio, Alaa Al Nijna, explica que durante su huida la familia de Mohamad le trasladó en brazos hasta una edificación cubierta por una placa de metal sobre la que retumbaba el sonido de la metralla al impactar. Él no cesaba de gemir.

“Presenta un shock postraumático. Entiende lo que pasa a su alrededor pero sólo piensa en el fin del conflicto (…) Reacciona con miedo ante cada sonido, está nervioso. Un día supo que bengalas usadas por el Ejército israelí para iluminar las áreas a atacar cayeron en el patio del colegio y rompió a llorar”, narra el médico.

Mohamad perdió su pierna y el brazo derecho en 2008, durante la ofensiva israelí “Plomo Fundido” sobre Gaza. Salió al mercado a comprar velas y las esquirlas de los misiles le sesgaron los miembros.

Le costó reponerse, recuerda su madre. Dejó la escuela, no quería conocer a nadie, pero poco a poco se esforzó por hacer una vida normal, especialmente tras obtener desde Eslovaquia una prótesis para su pierna ya prácticamente inútil porque su cuerpo, al contrario que su mente, empeñada en mirar atrás, sí ha avanzado durante este tiempo.

Mientras su madre ruega por alguien que le ayude a sacar a su hijo de Gaza para que reciba el tratamiento que necesita, la mano de Mohamad rehace una y mil veces el mismo camino. De la pernera a la manga, de la manga al pantalón, buscando sin descanso ese brazo y esa pierna que ya no están.

“Este conflicto ha despertado en él el trauma de lo que vivió. Rememora sin descanso lo ocurrido y necesita con urgencia tratamiento especial, en un lugar que él sienta seguro. Lo único que yo puedo hacer es crear una rutina para él: hablar, caminar… Pero nunca abandona su habitación porque está aterrado”, cuenta Al Nijna.

Derdah Al Shaer, experto en salud mental, argumenta que el problema está en que “la gente en Gaza ha sufrido tres guerras en pocos años, no han podido descansar. Las personas afectadas por conflictos anteriores no pudieron terminar sus terapias”.

“Aquí están viendo cómo la gente muere, sus casas son demolidas, los vecindarios son destruidos… son grandes experiencias de las que no puedes salir bien”, prosigue en un guardería vacía en el campo de refugiados de Shaati, en Ciudad de Gaza.

Según el especialista, la situación de emergencia impacta especialmente en mujeres y niños, despojados del espacio de protección que eran sus hogares -lo más duro del conflicto, apunta Al Shaer- y arrastrados a una convivencia forzada, donde la privacidad es engullida por otros miles que padecieron la misma suerte.

“Los más perjudicados son los niños. En una vida ‘normal’ reciben cuidados de sus padres. Pero ahora a la falta de cuidados se suma la de la casa”, prosigue el doctor, remarcando que la población de Gaza está compuesta casi en un 60 % por menores de 18 años.

“Un alto porcentaje de ellos ha experimentado bombardeos, pérdidas… Están afectados a nivel físico, mental y emocional. A todos los niveles. Casi todos tienen miedo, más durante la noche, y se asustan con los ruidos más cotidianos, como las puertas o los coches. No pueden estar solos, demandan atención continua”, lamenta.

Al Shaer enumera la larga lista de secuelas del conflicto: pesadillas, hipertensión, falta de control de sus esfínteres, enfermedades cutáneas, aunque remarca que la más generalizada es la depresión, tanto en adultos como entre los menores.

“Los adultos”, diferencia, “notan aún más la pérdida, porque se sienten responsables pero al mismo tiempo impotentes, inútiles. Frustrados”.

En general, señala, si no se ataja mediante tratamiento, muchos de los traumas devendrán en futuros problemas, como el de la violencia “aprendida del entorno, porque la violencia se aprende, no es innata”.

Tras 43 años sobre el terreno, Al Shaer sostiene que “en términos de salud mental, la población de Gaza no va por buen camino. Han pasado por mucho, pero como dato positivo diré que van aprendiendo de ello. Cómo encarar los problemas, cómo afrontarlos, a conocerse a si mismos…”.

Reitera en numerosas ocasiones que poco o nada puede hacerse hasta que el conflicto no termine y se den las condiciones de calma, física y psicológica, necesarias para que los tratamientos sean efectivos.

“Todo depende de parar la guerra. Si esto sucede, los sentimientos de la gente cambiarán y también los efectos”, sentencia minutos antes de que un nuevo bombardeo rompa de nuevo el curso de la vida, para algunos por segundos, para otros para siempre, a dos calles del lugar.

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