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Opinión

29 de Agosto de 2014

Las aventuras del narco sin pistola

Brian O’Dea dio sus primeros pasos en el contrabando de drogas gracias a la ayuda de un narco chileno y terminó encabezando la mayor venta de marihuana en la historia de Estados Unidos (75 toneladas compradas al ejército vietnamita). Aquí habla de sus proezas y de la película sobre su vida que preparan en Hollywood.

Andrés Nazarala
Andrés Nazarala
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Nadie sospecharía que Brian O’Dea, el gringo sonriente que se pasea por los pasillos del Centro Cultural San Martín, fue uno de los narcotraficantes más buscados por la policía estadounidense durante los 80. “¿Ves? Soy un tipo normal. El cine suele presentarnos como malos”, bromea tras acomodarse en un sillón.

Nacido en Canadá en 1948, vino a Buenos Aires para ofrecer una conferencia centrada en cómo burló a la policía durante décadas y, principalmente, cómo construyó un imperio millonario a través de la venta de drogas. “Nadie puede negar que soy un gran emprendedor. Este negocio no es fácil”, agrega sin perder la sonrisa.

Pero vamos por parte.

“En los 70 yo era un adolescente común y corriente. Me gustaba el rock y era manager de bandas locales, mientras estudiaba en una universidad de Nueva Escocia”, recuerda O’Dea. “Me encantaba la marihuana y me gasté toda la plata que tenía en pitos. Cuando quedé pobre, le pregunté a mi dealer si podía darme algo y yo le pagaba después. Aceptó. Entonces la corté en pequeños pedazos y empecé a vender dentro de mi grupo de amigos. Ese fue el punto de partida”.

El incipiente negocio del dealer accidental chocó con la realidad cuando fue arrestado en el año 1972. Pasó 19 meses en la cárcel.

“Fue una experiencia traumática”, señala. “No había baño ni agua. Nos daban unos baldes para que cagáramos. Era asqueroso. Cuando salí, un amigo me pasó a buscar y me llevó al aeropuerto rumbo a Bogotá. Ahí realmente comenzó mi historia”.

El contacto chileno

O’Dea aterrizó en Colombia con algo de miedo. No conocía a nadie y tampoco hablaba español. “Me di cuenta que las cosas no iban a ser fáciles cuando traté de comprar una cerveza en un bar”, recuerda. “Me costó mucho pedirla. Nadie me entendía”.

Su único comodín era una tarjeta de negocios que alguien le había dado en Montreal. Esta pertenecía al restaurant “El Rincón de Chile” y llevaba escrito un nombre: Benny.

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“Cuando llegué al restaurant me encontré con que ya no funcionaba. Estaba cerrado. Sacudí la reja insistentemente hasta que salió un hombre de unos a 80 años que me dijo que no conocía a Benny. Escribí los datos de mi hotel y le pasé la tarjeta”.

Al día siguiente. O’Dea fue visitado por un chileno que traía un diario bajo el brazo y una pistola escondida.

“Venía muy elegante, de traje”, destaca. “No pudimos comunicarnos porque yo no hablaba español y él no sabía inglés. Regresó más tarde con un colombiano que había vivido muchos años en Miami como traductor. Me preguntó qué hacía en Bogotá. Le dije que me gustaría conseguir algo de cocaína. Quería saber cuánto dinero tenía y le contesté que 500 dólares. Se rieron en mi cara. Le conté que acababa de salir de la cárcel y que necesitaba ayuda. Finalmente me dio 50 gramos. La metí en una cajetilla de cigarros y me fui al aeropuerto”.

En policía internacional, O’Dea tuvo su primer gran obstáculo. Fue minuciosamente revisado pero no soltó los cigarrillos. Nacía un gran estratega.

“Abrieron mi maleta pero nunca se les ocurrió buscar en la cajetilla”, explica con una carcajada. “Yo me hice el ofendido mientras fumaba. Finalmente, pasé sin problemas. Cuando llegué a Canadá vendí los 50 gramos por 5 mil dólares. Después regresé a Bogotá y empecé a comprar cocaína en mayor cantidad. Allá me pasaban maletas con doble fondo. En ese tiempo no eran comunes, por lo que resultaban perfectas para transportar drogas”.

Así, poco a poco, el canadiense fue convirtiéndose en un profesional del narcotráfico, un vendedor metódico cuyo rigor se vio a veces amenazado por el rock and roll.

“Me gustaban los excesos”, señala. “En un viaje de contrabando a Miami, me tomé una botella de aguardiente colombiana hasta quedar inconsciente. Fui irresponsable. Cuando el avión aterrizó, me sacaron en una silla de ruedas. Desperté en una sala. Por suerte, la maleta estaba conmigo. No descubrieron la cocaína”.
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Después de cinco años, O’Dea ya era un narcotraficante consolidado. Había hecho millones y miraba hacia nuevos mercados. Así, un marihuanero fanático como era, llegó a un lugar que para él funcionaba como tierra santa: Jamaica.

“Tenía un contacto muy bueno en Kingston. Era un dealer al que le decían The Preacher (El Predicador). Le cambiaba cocaína colombiana por marihuana. Para trasladar la droga, usábamos camiones del ejército con hombres que parecían soldados. Cerrábamos calles y parábamos el tráfico. Cargábamos los aviones y despegábamos. Y listo”, simplifica el canadiense con una sonrisa de orgullo.

Con la ley en los talones

O’Dea asegura que lo que lo diferenciaba de otros vendedores de drogas es que nunca en su vida usó una pistola y que fue siempre pacífico. Estaba completamente alejado de la violencia que imperaba en Colombia. Pero no fueron los carteles los responsables de su inseguridad, sino que la policía local.

“Eran más corruptos que los narcos”, denuncia sin tapujos. “Una vez un oficial de la calle me extorsionó y tuve que pasarle todo el dinero que llevaba encima. Por eso decidí mudarme a Los Angeles. Conocí a una chica que se convirtió en mi novia, tuvimos un hijo. Desde entonces pensé que, por motivos de seguridad, no debía volver más a Colombia. Empecé a hacer pequeños contrabandos entre México, Estados Unidos y Canadá. Hasta que conocí a unos tipos que traían marihuana del Sudeste asíatico. Empezamos a trabajar juntos. Planeamos lo que la policía estadounidense bautizaría como “la mayor transacción de marihuana de la historia”.

Esta consistió en comprar 75 toneladas de marihuana al ejército vietnamita y transportarla a través del Pacífico, hasta desembarcar en un puerto de Washington.

“Teníamos 120 hombres trabajando para nosotros, cuatro barcos, camiones de carga, galpones, dinero en Europa y en Hong Kong, una flota de pesca en Washington y contactos repartidos en todo el mundo”, asegura O’Dea. “El problema es que hicimos un trato en beneficio del trabajo bien hecho: nadie en el equipo podía consumir cocaína. Pero el tipo que me introdujo en el grupo estaba mal, jalaba todas las noches, andaba en limusinas con prostitutas haciendo escándalos. Nos dio miedo de que nos atraparan por su culpa. Le ofrecimos plata a cambio de que se retire. Finalmente lo hizo pero le contó todo a los agentes de la DEA (Drug Enforcement Administration)”.

Fue así como O’Dea y los suyos pasaron a estar en la mira de las autoridades, lo que no impidió que siguieran adelante con el plan.

“La policía nos vigilaba todo el tiempo”, recuerda el ex dealer. “Teníamos los botes con la marihuana escondidos estratégicamente en Alaska. Gracias a un ex agente de la DEA que trabajaba para nosotros, nos enteramos de que había un gran operativo para cazarnos. Entonces se nos ocurrió traspasar toda la droga a una embarcación que conseguimos y partir hacia Washington. Luego pusimos los botes de Alaska a la vista y llegaron helicópteros, aviones, lanchas y más de 100 policías. Revisaron las embarcaciones y sólo encontraron donuts y cafés. Se volvieron locos. No podían creerlo”.

Muerte y resurrección de un fugitivo

Tras construir un imperio millonario, Brian O’Dea dejó el negocio de la droga en el año 1986, no por las presiones de la DEA, sino porque se había transformado en un drogadicto terminal. De golpe se dio cuenta que su peor enemigo era él mismo.

“No es recomendable consumir la droga que vendes”, aconseja bajando la voz. “Yo me hice adicto a la cocaína y tuve un ataque al corazón por sobredosis. Fue en el día de mi cumpleaños número 48. Me declararon muerto y me tuvieron que revivir. En el hospital decidí dejar los vicios. Entré en rehabilitación y después me quedé trabajando ahí como voluntario, ayudando a las personas que querían salir de la adicción ”.

Pero la apacible nueva vida de O’Dea terminó un día del año 1991 cuando tocaron el timbre de su departamento: eran ocho policías que venían a encarcelarlo.

“Fueron muy violentos. Me llevaron a un cuartel para interrogarme. Me dijeron que me encerrarían para siempre si no hablaba. Pero yo no delaté al resto. Mantuve mi silencio”, asegura.

El contrabandista pasó una década tras las rejas en Seattle y en Canadá. En estos años de cautiverio, escribió el libro “High: Confessions of a Pot Smuggler”, que fue publicado por Random House en el año 2006 y ganó el Premio Arthur Ellis (especializado en literatura negra) en la categoría de “No ficción”. “Escribí más de dos mil páginas. Por eso demoré tanto en editarlo”, cuenta. “Fue una buena terapia para enfrentar lo que estaba viviendo”.

O’Dea salió de la prisión en el año 2001 y trató de ganarse la vida en el mercado de valores. “No me fue bien”, reconoce. “Estaba muy deprimido. Recuerdo que un día le dije a mi esposa “¿quién mierda va a contratarme? Lo único que he hecho es vender drogas”. Ella me contestó: “A ver, tuviste a 120 personas trabajando para ti en todo el mundo, manejaste flotas, camiones, ganaste millones y todo esto fue en secreto. ¿Y dices que no puedes hacer nada? ¡Siéntate y escribe un currículo!””.

A él se le ocurrió una idea mejor: publicar un clasificado en el “National Post” buscando trabajo.

“Ahí contaba que soy un contrabandista de drogas que acaba de cumplir una sentencia de 10 años por vender 75 toneladas de marihuana y que buscaba el camino legal para mantener a mi familia. Una de mis referencias fue el abogado que me metió en la cárcel. Recibí más de 600 propuestas de trabajo, incluso de la policía”.

Finalmente optó por convertirse en productor de televisión, trabajando en series exitosas como “Creepy Canada” y “Redemption Inc.”. Apareció también en el documental “How to Make Money Selling Drugs”, que se estrenó hace dos años en el Festival de Cine de Toronto.

Ahora, el libro “High” será llevado al cine. “El guión se empezará a desarrollar en noviembre y esperamos filmar en 2015”, cuenta O’Dea, quien oficiará de productor. “Estamos en conversaciones con grandes nombres. Ryan Gosling podría interpretarme”.

-El actor de moda…
-Sí. Y es canadiense como yo.

-Después de todo lo que viviste ¿cuál es actualmente tu postura frente a las drogas?
-Creo que hay que legalizar y controlar todas las drogas, no solo la marihuana. La represión genera más violencia. Ahora bien, en la cárcel me di cuenta que muchos crímenes se cometen bajo la influencia del alcohol, que es una droga aceptada. Vuelve loca a la gente y nadie se opone. Hay mucha ignorancia aún.

-Lo tuyo era la marihuana. ¿Por qué no vendiste otro tipo de drogas?
-Porque no me gustaban. Probé la heroína y la odié. La cocaína al comienzo me encantaba. Era bastante entretenida. Pero, con el tiempo, empecé a darme cuenta de que algo cambió. Dejó de ser divertida para todos. Al principio, íbamos a clubes, lo pasábamos bien. Después ya nadie salía. Estaban todos en sus casas jalando. Todo el mundo se aisló.

-¿Hay algo que extrañes de ser un narcotraficante?
-Sí. Mira, ahora estoy en la industria de la TV y es básicamente lo mismo. Se trata de sacar adelante un proyecto común con plazos establecidos. Son personas trabajando para un mismo propósito. Además, en el narcotráfico hay valores que se han perdido en la sociedad como son la amistad y la confianza en el otro. Yo sabía que me podía dar vuelta y que no me iba a pasar nada. Me sentía protegido. Y eso era maravilloso.

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