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Opinión

30 de Septiembre de 2014

Las otredades literarias de Mersán, Solano y Recasens: Sangritando los transpolvos

Al margen del canon y de los premios nacionales, sin conocerse entre ellos ni hacerse muy conocidos, tres escritores de Chile pudieron determinar quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Consternación en las aulas: la crisis posmoderna del sujeto ya estaba resuelta.

Mario Verdugo
Mario Verdugo
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Andrés Recasens Salvo (1931)
Se lanzó como poeta a fines de los 60. Para Cinco nocturnos, su ópera prima, recurrió a una combinación de pentasílabos y tridecasílabos que parecían prefigurar los altibajos del indie noventero o las arremetidas lingüísticas de Súper Taldo. Antes de concentrarse en la antropología, Recasens publicó otro par de poemarios: Epístolas espaciales y Oratorio para observador, hombre exhausto y coro de astronautas. El primero fue recibido por la crítica como una obra épico-cósmica en el linaje que pronto alargarían Kubrick y George Lucas, pero que aquí se complejizaba por medio de alusiones a una probable guerra nuclear y también a la conveniencia del sexo con amor (justo cuando los lectores –según advirtiera un comentarista colombiano– empezaban a aburrirse de tantas morbideces y símbolos fálicos). El Oratorio, por su parte, confirmó la capacidad de Recasens para dar cuenta de la historia palpitante e inclusive para prever su rumbo futuro, como si entrelíneas bosquejase ya nuestro mundo envilecido por las drogas, los tecnócratas, Facebook y Al Qaeda. Hacia 1971, este drama sci-fi fue estrenado por una orquesta en la Iglesia San Francisco de Quito, iniciando aquel comercio interdisciplinario que habría de consolidarse gracias a la actriz María Cánepa, quien se encargó de interpretar un monólogo que Recasens redactara a partir del Evangelio de San Mateo.

La faceta académica del autor tuvo quizá su punto cúlmine con Las barras bravas, un trabajo que se desarrolló no sólo en bibliotecas sino principalmente sobre el tablón o azotándose contra las rejas del Nacional –codo a codo con Los de Abajo y sus bombos y sus petacas de pisco–, donde el etnógrafo pudo tomar conciencia de los valores litúrgicos asociados al fútbol. Junto a esa investigación in situ (combinada con oportunas reflexiones acerca de Francia 98, la FIFA y los árbitros saqueros), convendría mencionar acá los estudios que Recasens ha ido produciendo respecto a temas como las subculturas, la Isla de Pascua y los pueblos del Maule y el Biobío, algo mancillados, estos últimos, por la presencia de alcaldes ineptos y de crueles cazadores de conejos. En cuanto a su interés por la fauna –canarios y delfines en un momento temprano, palomas y abejorros después–, nada más ilustrativo que su reciente volumen recopilatorio: Eco-poemas y otras ecologías, del 2011.

Divel Mersán (c.1940)
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Como terapeuta y especialista en yoga consiguió extender su vigencia hasta la actualidad. Introducido por Miguel Serrano al salutífero conocimiento de lo hindú, Divel supo convertir aquello que resultaba inasible, o extraliterario, en un libro con numerosas ediciones: El pequeño yogui, D. Signo y el hombre de cristal, por cuyas páginas desfilaban piños de cabras, inquietos jóvenes de provincia y ancianos semitransparentes o con túnica, útiles en cualquier caso para representar las vicisitudes de la Gran Ley y de la Nueva Era. Todos nosotros –dijo Mersán en párrafos lúcidos– hemos sido buenos y malos, negros y blancos, machos y hembras; todos debemos rehuir las puertas falsas y acomodarnos enseguida a las envolturas físicas, astrales y causales de nuestros cuerpos. Enriqueciendo dichos juicios con elementos de apiterapia y filoterapia, y pensando en pacientes aquejados de hernias, osteoporosis o diabetes, el escritor ofrecería más tarde una serie de talleres y charlas en el centro de Chillán.

Hay que decir, sin embargo, que el meollo de la literatura mersaniana se gestó mucho antes de que naciera el pequeño yogui. Su labor en poesía incluyó la sucesiva publicación de El altar de mis senderos, Tres y Misangrital, así como la postulación de un lenguaje totalmente desconocido hasta entonces: el “neocreacionismo”. Se basaba en la creencia de que el diccionario era insuficiente para contener la diversidad de las emociones y que por lo tanto hacía falta inventar vocablos mixtos, como “transpolvo” (transformación en polvo), “ojueños” (ojos risueños), “sangritando” (grito de la sangre) o “silmoruna” (silenciosa mariposa nocturna). Divel –o Miguel Rodríguez, su nombre civil– no dejó de reconocer que la propagación de su invento podía volverse en extremo lenta, y lo cierto es que no se han registrado más aplicaciones que las del propio Rodríguez en Queda estrictamente prohibido, novela escrita a medias con Juan Radrigán y protagonizada por un insufrible artista que se burlaba de la gente común. Tampoco se han puesto bajo el escrutinio crítico los parentescos entre Divel y Huidobro, ni el componente satánico observable en Divel, ni la posibilidad –sugerida también por Divel– de que los autores fracasados fueran los auténticos genios.

Nilas Solano (c.1970)
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De por sí un fantasma, Solano se materializó ante el público con sus Relatos chilenos de miedo y neblina, en 1996. Paradójicamente hacía allí un reclamo a favor de la narrativa “verídica”, o sea: fiel a los hechos y a las circunstancias, aun cuando se tratase de hechos vampíricos y de circunstancias ultraterrenas. Casi siempre bajo un ominoso manto de camanchaca, tales relatos solían acontecer en el norte del país y tener como héroes a camioneros y mineros. El problema de la identidad individual (una cabra que devenía chancho y luego toro, un grupo de niños-zombis, una madre con el rostro borrado) unificaba el universo cuentístico y, de paso, provocaba un interminable y desagradable catálogo de síntomas, si no en el lector, al menos en quienes cometían el desatino de bajarse de su Ford o de su Pegaso. No era extraño por ende que se multiplicaran los erizamientos de pelo, las dilataciones de carrillos, los paroxismos y las pérdidas de aliento.

De Solano nunca más llegaron noticias. Nadie lo entrevistó ni le concedió una reseña. Los vacíos de su biografía, no obstante, podrían comenzar a llenarse si se establece una conexión con otra pluma heterodoxa, otro paladín de la otredad, otro-otro. Hace tres años, Editorial Catalonia presentó en Santiago Travesía a Vulcano, corpulento ensayo que especulaba sobre la evolución de la sociedad terrícola hacia la filosofía del señor Spock. En su temario se apretujaban los clones, el neocórtex y el cambio alimenticio. Entre sus influencias destacaban Carl Sagan y Carlos Castaneda, aunque su autoría no era atribuible sino a la perspicacia de Nolberto Salinas, abogado, candidato a magíster y “ex pensador mágico”. Como Solano, Salinas tenía un personaje llamado el Loco Feña. Como Nilas, Nolberto venía de Tocopilla y asumía su viejo gusto por lo fantástico. Ambos estilos revelaban trucos comunes y ambos nombres figuraban en un mismo blog. ¿Mera coincidencia o nueva máscara identitaria? Acaso no seamos –se lee en la Travesía trekkie– sino un producto de nuestra imaginación, acaso no seamos más que un simple juego intelectual.

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