Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

21 de Octubre de 2014

Columna: El retorno de los reprimidos

El alcohol y el trasnoche, tampoco han quedado invictos. Si bien, hay medidas que parten de lo sensato -por ejemplo la tolerancia cero de la conducción con alcohol– toman vuelo hacia lo caprichoso e imposible de la intolerancia cero al goce. El cierre de botillerías y locales nocturnos a un horario, que favorecería el orden, y la vuelta temprano a casa, son la nueva ingeniería de la administración del deseo humano de hacerse un poquito mierda. De ese goce, que no sirve para nada, pero el cual no se escapa de la ecuación vital de nadie. Todo con esa arma que se llama discurso de la salud.

Constanza Michelson
Constanza Michelson
Por

indoor marihuana bunker

Una de las clínicas más difíciles es la de adictos, no tanto por el potencial adictivo de las sustancias, como por el abordaje del problema. Quizás, la alta tasa de recaídas se deba a que la oferta que se les hace a estos sujetos huele a fusta vieja: una intervención con rostro de salud, pero con cuerpo de moral. Vi muchas veces como, aquellos que se asumían en su condición de adictos, se entregaban de manos atadas a sus familias o terapeutas para que dispusieran de sus vidas a su antojo; sometiéndose con ese rasgo de las mascotas: sin ambigüedad alguna.

El diagnóstico de adicción tiene la particularidad de permitir que un sujeto sea declarado interdicto en su deseo, porque es tratado como un enfermo moral. En el fondo, la idea es anular hasta el hueso en estos desgraciados el conflicto humano permanente entre ley, deseo y exceso. Ese enredo con el que todos hacemos malabarismo a lo largo de nuestras vidas.

Pero ese conflicto es irreductible -siempre y cuando a uno no lo planchen a punta de psicofármacos- y retornará de algún modo. Todavía –menos mal– la condición humana siempre termina por imponerse. Y aquello que es reprimido siempre retorna. Todo vuelve a volver, dicen por ahí, aunque sea con un semblante distinto. De ahí que Freud decía que gobernar, educar y psicoanalizar eran tareas imposibles. Ya que no es posible domesticar a un ser humano vía imposición de una ley, de un saber o de un control: siempre habrá un punto de fuga.

Aunque a porrazos algo hemos aprendido, y la represión como mecanismo de control está bastante desacreditada. Frente a esta frecuencia social -del repudio a la represión- el abordaje de las adicciones parece ser un resabio de un disciplinamiento pasado de moda. Sin embargo, hay algo de esa modalidad que hace algunos años está tomando fuerza: el control moral por la vía de lo sanitario. Por ejemplo, con el tabaco. El fumador hoy se ha convertido en un corrupto, ya que no sólo se daña a sí mismo, siendo un lastre para el Estado; si no porque también dañaría a otros, en esa figura del fumador pasivo. Ese que antes podía intercalar una comida, conversación y unas fumadas con otros; hoy se para solo, en una intemperie social a aspirar, como si fuese un enfermo. No sólo se le prohíben los espacios cerrados, también se plantea alejarlos de lugares abiertos donde puedan ser vistos por niños. Habría que proteger a los chicoquitos de estos nuevos degenerados del goce oral. Cuestión que ha pasado a vista y paciencia de todos aquellos que han defendido la despenalización de la marihuana, también en su uso recreacional. ¿Y cuándo esta propuesta libertaria se alcance, dónde podrá ser consumida? Porque la moral del cigarrillo no apunta a dejar sectores donde socializar el consumo –como cafés para fumadores–, si no que atrinchera al consumidor a la categoría de escoria que debe ocultarse y vivir su vicio en lo privado.

El alcohol y el trasnoche, tampoco han quedado invictos. Si bien, hay medidas que parten de lo sensato -por ejemplo la tolerancia cero de la conducción con alcohol– toman vuelo hacia lo caprichoso e imposible de la intolerancia cero al goce. El cierre de botillerías y locales nocturnos a un horario, que favorecería el orden, y la vuelta temprano a casa, son la nueva ingeniería de la administración del deseo humano de hacerse un poquito mierda. De ese goce, que no sirve para nada, pero el cual no se escapa de la ecuación vital de nadie. Todo con esa arma que se llama discurso de la salud. Que hoy parece cada vez más –no una propuesta para una vida placentera– si no que una programación de la vida para evitar la muerte. Administrar la carne para vivir y vivir como sea. El miedo a la muerte es un gran mecanismo de control social.

Curiosamente queda fuera del cedazo de esta asepsia moral, la raja pelada de vedette de matinal de cada día. La gramática del porno a la luz del día, parece no representar un escándalo para los padres de familia. Quizás porque se trata de un goce solitario en la privacidad del hogar. Sin gritos, ni humo, ni ruido que moleste al prójimo. Porque hoy la salud apunta cada vez más a la segregación: que nada del goce del otro me contamine. Paradigma de la salud privada.
En fin, siguiendo la tesis de que nada desaparece, todo se transforma, la sospecha es que algo de lo subversivo del goce humano encontrará su camino de salida. Ojalá no sea como en los adictos, donde todo retorno es más feroz y menos canalizado que el primero.

Notas relacionadas