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Opinión

4 de Noviembre de 2014

Columna: Impaciencia cultural

* La Feria Internacional del Libro de Santiago 2014 vuelve a encender el tema del libro y la lectura. Chile país de contrastes. Mientras los medios se saborean con los miserables indicadores nacionales de lectura y escritura, estigmatizando a niños de Básica, una nueva FILSA demuestra que hay miles de personas dispuestas a buscar, comprar […]

Pablo Chiuminatto
Pablo Chiuminatto
Por

FILSA

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La Feria Internacional del Libro de Santiago 2014 vuelve a encender el tema del libro y la lectura. Chile país de contrastes. Mientras los medios se saborean con los miserables indicadores nacionales de lectura y escritura, estigmatizando a niños de Básica, una nueva FILSA demuestra que hay miles de personas dispuestas a buscar, comprar y, por qué no, leer libros.

La globalización y la tecnología han impuesto a la cultura, y en consecuencia a lectores y autores, un horizonte inesperado. Voces entusiastas y apocalípticas –como de costumbre– se toman la discusión pública respecto del futuro. La categoría de autor, dada por muerta por algunos, es resucitada por otros. El mundo libresco está cambiando, pero no es tan claro su curso ni destino. Puede que se resuelva en una conversión hacia campos plenamente digitales o, simplemente, pasamos por un momento enrarecido, en la pendiente hacia una nueva meseta que fusionará, tal como hoy, textos impresos, electrónicos, imágenes, audio, video y redes sociales.
Sin embargo, la exasperación y el rechazo de parte de algunas voces intelectuales se ha vuelto habitual. Frases como “es que el chileno no lee” o “los jóvenes hablan cada día peor” apuntan a ese huérfano cultural que siempre es otro y no ellos mismos, pese a que el índice lector ha bajado, precisamente, entre aquellos que históricamente han tenido acceso y no solo entre quienes recién se integran a las estadísticas culturales. Criticar es parte de la distancia que te salva del barro del analfabetismo funcional. Un sistema social dispuesto a lamentarse, reprochar y reprender, pero no a buscar nuevos acuerdos y recursos para una solución. Una queja que insiste en discutir cómo le trasplantamos el cerebro a las nuevas generaciones, para que sean como “ese chileno” soñado que lee a Shakespeare en la micro, que no cechea, y que en sus ratos libres aprende inglés para leer a Pound.

Cuesta reconocer que nunca antes en Chile ha habido más personas que sepan leer y escribir y que lo practiquen. El tema es que leen lo que ellos quieren y no lo que se les impone; leen en sus teléfonos, lo hacen cada vez que van al cine o ven una serie (los subtítulos no son pocas páginas) y, claro, los diarios gratuitos y los populares también son parte de un menú multicultural. Nunca habíamos sido tantos y tan distintos. Es así, se acabó aquella ilustración única, asociada a ciertos autores y textos, de los que podíamos hablar como si se tratara de familiares. Todo un mundo abierto a nuevos géneros (que solo son nuevos para quienes piensan que lo que ellos leen, es lo que “hay que leer”) está ya en las librerías, en las ferias y también en la web. Las aprensiones ante los nuevos formatos no son más que formas de impaciencia cultural, una intranquilidad por resolver estos momentos de transformación, que parecen lentos para quienes siguen el ritmo de los cambios tecnológicos, y demasiado rápidos, para otros, si consideramos cómo se ha transformado Chile en los últimos cincuenta años.

Ánimo, que cada nueva FILSA y sus miles de visitantes son una esperanza, pero también una exigencia para que la educación y la oferta cultural no se transformen en un proceso que nos mate las ganas de leer, ni menos aún, las de transformarnos en autores.

*Académico UC y miembro del Observatorio del Libro y la Lectura.

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