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Cultura

4 de Diciembre de 2014

Columna: Latinos a porrazos

El año pasado, a propósito de los 40 años del Golpe, once escritores latinoamericanos contaron la historia reciente de sus países, tratando de echar luz sobre los golpes que sufrió –y de los que aprendió– el continente durante estas cuadro décadas. El resultado fue Crecer a golpes, un libro que por fin llega a Chile y cuyas crónicas se parecen menos entre sí de lo que uno podría anticipar. Por lo mismo, forman un conjunto indispensable para actualizar la pregunta sobre qué tenemos en común desde 1973 hasta la fecha.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
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El día 11 de septiembre de 1973, el escritor venezolano Boris Muñoz tenía cuatro años y escuchó por primera vez a su madre decir improperios, además de expresiones extrañas como “golpe de Estado” o “imperialismo yanqui”. A la misma hora, el novelista cubano Leonardo Padura regresaba de un partido de fútbol con sus compañeros del preuniversitario, cuando un vendedor de diarios grabó para siempre una frase en su memoria: “Mataron a Allende, vaya, mataron a Allende”. Esa noche, en la calle Corrientes de Buenos Aires, el escritor Martín Caparrós gritaba amenazante junto a una multitud: “Atención, atención, toda la cordillera va a servir de paredón”. Tres años antes, en una carretera al noreste de Estados Unidos, el padre del periodista Jon Lee Anderson había parado el auto para decirle: “Hijo, esto es histórico”. Las radios locales anunciaban el triunfo de Salvador Allende en Chile.
Nunca fuimos más inolvidables para el mundo que aquel 11/09, aunque para decepción de los vencedores, sólo lo fuimos porque un gris dictador latino había derrocado el primer socialista elegido por las urnas. Sin embargo, y para agrandar la herida de los vencidos, la importancia de ese día se agigantó con los años. Pinochet simbolizó la violencia inexplicablemente cruel que trajo a Latinoamérica la Guerra Fría, pero también el fin de las utopías socialistas y el comienzo de la ola neoliberal que cubriría más tarde casi toda la región.

Por eso, cuando vio venir los 40 años del Golpe, el periodista argentino Diego Fonseca –cuyo padre también salió a protestar la noche del 11, en el pueblo Las Varillas de la pampa cordobesa–, convocó a escritores y/o periodistas de 11 países latinoamericanos (además de Estados Unidos y España), para que contaran qué pasó y qué cambió durante estas cuatro décadas. “Crecer a golpes” le llamó al proyecto, título que el libro defiende bien: a la luz de lo que éramos en los 70 y los 80, hemos crecido mucho en lo económico y en lo político; pero si vemos qué ha pasado desde los 90 hasta acá, se notan demasiado las huellas –democracias truncas, economías desiguales– de que ese crecimiento fue a golpes.

Pero el verdadero atractivo de Crecer a golpes no es contar “la tragedia común de un continente en sus distintas versiones”. Lo que descubrimos al pasar de una crónica a otra es que no ocurrió lo mismo en todos lados, porque no fue la misma historia la que se interrumpió en cada país. En nada se parecen los años 70 de Allende y Pinochet a los de una Venezuela en su esplendor económico y político, con sus cafés donde los intelectuales exiliados del sur se amanecían y con el consumo de whisky per cápita más alto del mundo. Al tiempo que en Perú, bajo la dictadura de izquierda de Velasco, los generales del alto mando se dejaban halagar por un suboficial tan mediocre como ambicioso llamado Vladimiro Montesinos, quien luego sería el hombre más poderoso del país para terminar en la misma cárcel –mandada a construir por él mismo– que Abimael Guzmán, el terrorista de izquierda más siniestro de Sudamérica. Mientras en la Cuba de la Revolución –donde los triunfos de Allende y Velasco impusieron el folclor andino, cuyos intérpretes se derretían bajo sus ponchos al sol del Caribe– jóvenes periodistas como Padura eran enviados a luchar en Angola, o remitidos a trabajar en pueblos fantasmas si mostraban indicios de independencia periodística. Por no hablar de El Salvador o Guatemala, en la orfandad cultural desde siempre y con sus guerras civiles llevando la sed de sangre hasta delirios impensables, posta que tomaron luego los carteles de la droga, muchos de ellos plantas de reciclaje de los ejércitos y guerrillas de la Guerra Fría.

Los autores de estas crónicas vivieron los peores años de sus países, pero muchos de ellos siendo niños. Y como escribe Boris Muñoz, “quizás la infancia termina cuando comienzas a entender que las cosas que pasan cerca de tu casa pueden cambiar dramáticamente tu vida”. Mucho de eso hay en el libro. Esos niños, siendo ya jóvenes, entendieron dónde habían crecido, y ahora que lo cuentan siendo adultos, buscan el contrapunto íntimo, cotidiano, de las historias políticas que les estaban cambiando la vida. Qué pasó en México o Chile, pero también cómo vivían los mexicanos y chilenos bajo aquellos procesos que los superaban. A Patricio Fernández le toca escribir desde Chile y contar la historia que gatilla el libro, pero su retrospectiva del Golpe y de la dictadura también es la de un par de generaciones que hicieron vidas normales antes y después. Un abuelo de derecha y los inquilinos de su fundo, viviendo en una aparente armonía donde Fernández, el niño que pasaba ahí los veranos, no podía distinguir la semilla de un conflicto a muerte. En Melipilla, entre Lonquén y Tejas Verdes, un Chile heredado de la Colonia miraba los días pasar. Tiempo después de los cambios sociales que siguieron a Lonquén y Tejas Verdes, esa Melipilla ya no existía.

Si t quisiera dejar algunas claves para interpretar el crecimiento y los golpes, la primera que salta a la vista es que, cuando la violencia dejó de ser noticia y la vida ajena dejó de tener valor, siempre estuvieron detrás –sin importar mucho la ideología del caso– el nacionalismo y el caudillismo, juntos o por separado. Incluso cuando no se tradujeron en crímenes, siempre ayudaron a sus países a ser un poco más estúpidos, o al menos eso piensan quienes escriben en este libro. Imperdible es el retrato que hace Álvaro Enrigue del México de los 70, autosuficiente en su nacionalismo patético, y que veía en los comunistas chilenos exiliados unos peligrosos intrusos “parecidos a los nazis”. Siendo que los verdaderos nazis, constata Enrigue, llegarían desde el México más profundo, con los narcos. Muy recomendable, también, es la crónica que escribe Sergio Ramírez desde Nicaragua, país perseguido durante toda su historia por la utopía de tener su propio canal interoceánico para salir de la pobreza por decreto, y donde el caudillo sandinista Daniel Ortega, de vuelta en el poder, ha cedido la concesión del canal a un dudoso empresario chino que si llega a ejecutar la obra, va a convertir en un pantano al lago que abastece de agua a los nicaragüenses.

Los pasados de la región son distintos y sus presentes también. Mientras Centroamérica se debate hoy entre resabios de inestabilidad política y la tragedia de los narcoestados, Sudamérica se las arregla con sus democracias variopintas, economías que caminan y unos focos de violencia política mucho más moderados. ¿Significa que estamos bien? Aunque este libro no pretende responder esa pregunta, en varios de los cronistas se percibe un ánimo común: los porrazos de los 70 y 80 nos hicieron crecer, pero no como queríamos; las peores brutalidades quedaron atrás, pero lo que tenemos ahora sigue siendo, en buena parte, lo que heredamos de los brutos. Y en eso estamos.

Crecer a golpes
Editor: Diego Fonseca
Penguin, 325 páginas.

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