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Opinión

10 de Diciembre de 2014

Columna: El Caso Ampuero

Cuando rugían las protestas y las marchas los empresarios contrataron a Alberto Mayol para qué les explicara que estaba pasando en Chile. Ahora que la protesta se convirtió en gobierno, los empresarios contratan a Ampuero a contarle como era la RDA hace 25 años. El gesto es sintomático del estado de perplejidad en que vive […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
Por

Roberto Ampuero A1

Cuando rugían las protestas y las marchas los empresarios contrataron a Alberto Mayol para qué les explicara que estaba pasando en Chile. Ahora que la protesta se convirtió en gobierno, los empresarios contratan a Ampuero a contarle como era la RDA hace 25 años.

El gesto es sintomático del estado de perplejidad en que vive la elite empresarial. Hace tres años no sabían que estaba pasando con Chile, ahora contratan un escritor para que les explique lo que ya pasó al otro lado del mundo. Hace tres años querían diagonósticos, cuadros estadísticos, pruebas, teorías, ahora necesitan leyendas, cuentos de hada, historias para mantenerse despiertos mientras pasa el temblor. Hace tres años escucharon que el modelo se acababa, ahora piensan que ya se instalo el comunismo y que es su deber agasajar su propio Soljenistyne. Un Soljenistyne que del gulag sólo conoció el plato de nombre parecido, abundantemente servido en las casas de algunas de las bellezas bien relacionadas que el disidente Ampuero solía coleccionar.

La presencia de Ampuero en la ENADE prueba que cuando el empresariado necesita más allá de razones, convicciones, recurren a los únicos que pueden entregársela: Los escritores. Lamentablemente la derecha política chilena no ha logrado en treinta años de hegemonía cultural encontrar un escritor que pueda interpretar plenamente lo que Carlos Peña llama su subjetividad.

Escritores de derecha no sobran pero hay. Su derechismo tiene que ver con cierto cuidado al lanzar desnuda y sin abrigo esa subjetividad salvaje que los empresarios necesitan para convencerse que la guerra fría se recalentó. Los escritores chilenos de derecha son escritores escépticos, que pertenecen a la derecha por una filiación de clase, o una serie de lealtades familiares. Son liberales que lloran viendo Machuca en el cine, o escriben desde la mente de una mujer torturada que se pasa al otro bando. Son cultos, generalmente, escriben libros que a los empresarios les cuesta leer, no porque su prosa sea compleja sino porque generalmente incorporan en su trama y su prosa los dos lados de la moneda, porque ponen en cuestión no sólo la creencias de la izquierda sino muchas veces las suyas.
Para encontrar un escritor panfletario, un escritor que no le hace asco a las exageraciones, un escritor de tiempo completo que esté al pie de cañón hay que ir a buscar en la izquierda chilena. Sólo en la clase media de izquierda la literatura es una forma de triunfo social (y no un hobby vergonzoso). Sólo en la izquierda que conoció las privaciones y el exilio, los escrúpulos son menos poderosos que el hambre. Sólo la izquierda chilena pudo crear un Luis Sepúlveda. Sólo la desesperación de la derecha chilena pudo encontrar en los bajos fondos del puerto de Valparaíso un Luis Sepúlveda de derecha.

Escribidores de novelas más o menos policiales, exhumadores de mitos y leyendas de la izquierda de los sesenta, especialista en prosa descuidada, los dos han hecho de su propia biografía la mejor de sus ficciones, quizás porque para Sepúlveda como para Ampuero, la ficción es más que una profesión, una forma de sobrevivir. Es difícil culparlo, cuando silban las balas, o se acerca el interrogatorio. El escritor suele salvarse justamente por su carácter de bufón inofensivo. Un loco lindo, un poeta sin lazo en la tierra, a la hora de la batalla no hay mejor escudo que la literatura.

En su defensa ante el ataque de Carlos Peña, Ampuero volvió a esgrimir este argumento: Los empresarios al contratarlo como escritor sabían que todo lo que diría no tenía porque tener ni un solo rasgo de objetividad. Lo contrataron para que hablara de lo que sentía, de lo que le estaba pasando a él y sólo a él. Podía decir que una manada de elefantes rosados estaban cayendo sobre Santiago, o que el profeta Elías bajaba sobre el Santa Lucia en su carro de fuego, daba lo mismo porque ser escritor lo exculpaba de la necesidad de probar nada, de definir nada, de explicar nada.

No es raro que los ferreteros, los panaderos o los enterradores piensen así. Lo extraño es que un escritor, doctor en literatura, premiado por todas partes y ministro de cultura piense que la literatura no tiene nada que ver con la verdad. La suya carece, singularmente también de imaginación. Su gracia estriba en que sus deseos, sus observaciones, sus lecturas (o la falta de ellas) coinciden con las de su público. Singularmente no la expresa ni con más brillo, ni con más eficiencia que ellos.

¿Por qué habla él entonces si ni siquiera “habla bonito”? ¿De donde nace el singular honor de inaugurar su encuentro de empresario? No dice nada que su público no piensa, no lo dice con más brillo, pero lo dice desde la izquierda en que vivió y lo dice sin tener que atarse a cifras, resultados o hechos.

Esa libertad, la de hablar desde la biografía sin sujetarse a los datos es lo que desde tiempos inmemoriales se les ha reprochado a los escritores. En la mayor parte de los casos esa libertad y esa subjetividad es sólo aparente. En los buenos escritores los hechos y los datos objetivos bailan a la perfección con esa subjetividad logrando una imagen más completa de la realidad. Da lo mismo. Lo que importa aquí sin embargo no es la buena literatura, ni la mala. Lo que importa aquí es el extraño momento histórico que lleva a los empresarios a pedirle a un escritor que haga justamente lo que suele reprochársele a los escritores: Hablar de sus cosas, convertir sus recuerdos e intuiciones en materia de debate publico.

Llama la atención que al mismo tiempo el gobierno de centro de izquierda castre cualquier asomo de subjetividad, cualquier atisbo de lirismo, cualquier voz que no hable desde la expertise. No hay escritores ni para amenizar los cócteles de la Nueva Mayoría. No se los invita ni para hablar de cultura. En ese extraño mundo al revés son los empresarios los que viven en una extraña nostalgia por la guerra fría. Son ellos los que piden leyenda, cuentos, autobiografía, mientras es la izquierda que quiere silencio, finlandes, economistas que hablen de educación y más paper de doctorado que nos explique como todo lo que vemos no existe.

En el Chile del 2014 los empresarios ya no quieren cuentas sino cuentos, mientras el gobierno ha elegido para si el más árido de los géneros literarios: La tesis doctoral con que cree poder doctorarse y quedar libre de los vaivenes de la academia.

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