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Opinión

15 de Diciembre de 2014

Editorial: El acomodo

Políticamente, este ha sido un año largo. Bachelet llegó con un intenso programa de cambios: una reforma tributaria que aspiraba a ser la más profunda desde el regreso de la democracia, reforma que pretendía reunir tres puntos del PIB más de lo que hasta entonces recaudaba el Estado. Su razón de ser: financiar una reforma educacional que transformara de raíz el sistema actual, donde las posibilidades de un niño están groseramente determinadas por la realidad de sus padres.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Editorial-anuario
Políticamente, este ha sido un año largo. Bachelet llegó con un intenso programa de cambios: una reforma tributaria que aspiraba a ser la más profunda desde el regreso de la democracia, reforma que pretendía reunir tres puntos del PIB más de lo que hasta entonces recaudaba el Estado. Su razón de ser: financiar una reforma educacional que transformara de raíz el sistema actual, donde las posibilidades de un niño están groseramente determinadas por la realidad de sus padres.

Lo cierto es que nunca durante la campaña, ni tampoco en las movilizaciones estudiantiles que la antecedieron, el tema fue la educación propiamente tal. Jamás se habló del tipo de ser humano al que aspiraba nuestra comunidad. La lucha por la calidad se entendió siempre como una pretensión de igualdad. Los enemigos eran la segregación, el condicionamiento económico, la falta de oportunidades, y no la ignorancia.

Bachelet arrancó también con la promesa de una nueva Constitución. El ánimo que rondaba entonces era el de una puesta al día, un nuevo pacto. A fines de la dictadura, el grito callejero era “¡Pan! ¡Trabajo! ¡Justicia y Libertad!” Cada una de estas palabras en su sentido primordial, no metafórico, desprovisto de sutilezas y sofisticaciones. Veinticinco años después se imponían demandas más ambiciosas: mejores condiciones para los empleados (reforma laboral), justicia más allá de su versión judicial (equidad), y libertades que no se oponen a la opresión, sino al poco respeto por toda individualidad.

El grito que antes era literal, ahora encierra matices difíciles de concretar. Antes cambiábamos lo que teníamos por lo que fuera. Eso fue lo que me contestó un amigo cubano cuando le pregunté por los riesgos del reemplazo: “”Chico, no me importa, cualquier cosa es mejor que esta condena”. No es que el castrismo sea el más satánico de los males, pero al cabo de 50 años, dan pocas ganas de temerle a algo peor. No es el caso de Chile. Acá, generaciones enteras que salieron de la pobreza saben que este no es el más espantoso de los mundos. Lo saben fehacientemente. Ellos crecieron en poblaciones con piso de tierra, y hoy tienen hijos universitarios, por los que pagan y se endeudan en mensualidades asfixiantes. Según las últimas encuestas, la mayoría de ellos reconoce grados aceptables de felicidad y esperanzas. Habría que concluir: quieren cambios, pero no revolución.

En Chile, no ha sido fácil el diálogo entre la voluntad de transformaciones y la experiencia acumulada. Nunca es fácil, en realidad. A pesar de haber gobernado ya una vez, Bachelet encarnó la demanda por esos cambios. Asumió el tono de los movimientos sociales más que el de las elucubraciones estratégicas, el entusiasmo más que el cálculo. Era la única que podía hacerlo sin caer en la demagogia, porque la respaldaban partidos políticos. Articuló una coalición que era la misma y otra. Roxana Miranda le llamó “La Nueva Pillería”. Hasta llegar al gobierno, sin embargo, Bachelet se entendió directamente con las masas y, en la modesta capacidad de un ser humano, con los individuos. Recogió sus planteamientos. Ya nadie usa la palabra “masa” para referirse a una multitud que marcha.

A la masa sin líder se le llama “movimiento social”. Es un fenómeno que trasciende fronteras. Su razón de ser habría que buscarla en el enorme cambio tecnológico que ha experimentado la humanidad en el último tiempo. Los cambios tecnológicos, es cosa sabida, transforman hondamente la cultura. Apenas ayer nació la internet, las redes sociales y, y recién comenzamos a navegar los cursos profundos de la historia a que todas esas cosas darán lugar. No solo en Chile, la palabra que vuelve a escucharse es “Igualdad”.

El país termina este 2014 con una discusión muy distinta a la que acontecía cuando comenzó. Toda América Latina ha sufrido un proceso de desaceleración económica importante. Es tema recurrente en los foros continentales. En Chile, se le ha sumado la inquietud que producen los cambios estructurales. No estamos en crisis, pero cunde la preocupación. Algunos la gritan, mientras en la calle todavía cuesta verla. Ha bajado la inversión y aumentado la inflación. La vida está carísima.

Por motivos que se me escapan, el empleo ha caído menos de lo esperado. Dicen que la explicación hay que buscarla en los trabajos informales. El gobierno, sin lugar a dudas, requiere un acomodo. Al final de todo primer año de gobierno se puede decir lo mismo: las ilusiones que siembra una campaña se estrellan con la realidad. Y la realidad es el reino de la política. “Querer” no es “poder”, como piensan los ingenuos. Aquí los deseos siguen en pie, pero el poder está débil. Ese requiere un ajuste, un plan, una estrategia eficaz. Una dirección que calme a los que temen, y que, sin sacrificar el rumbo, dé garantías de estabilidad. Será el reto para el año 2015, si no queremos adentrarnos en una noche de desvelos.

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