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Mundo

18 de Diciembre de 2014

Especial Cuba: El chileno que salvó la revolución

Jacques Lagas llegó a ser capitán de la Fuerza Aérea Rebelde de Cuba y formó parte de la Brigada de Bombardeo Ligero que combatió en abril de 1961 contra la fuerza invasora de exiliados, apoyados por Estados Unidos, que atacaron las costas cubanas. Fue declarado héroe pero terminó purgado de las FF.AA. por inconsistencias ideológicas, y su vida se transformó en un infierno que terminó solo con su regreso a Chile. En 1971, murió en un accidente de avión. Su aventura en Cuba está las “Memorias de un Capitán Rebelde”, una joyita injustamente olvidada que se editó en 1964. Aquí, un extracto de una de las ocho misiones que Lagas realizó ese día.

Por

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Por Jacques Lagas.

Tenía orden de atacar y hundir los barcos que se encontraban en la Bahía de Cochinos y en Playa Girón. Sin bombas ni rockets. Era cosa de locos, y yo era más loco que todos por intentarlo. El corazón aumenta su ritmo, siento que golpea fuertemente dentro del pecho. Siento un gusto amargo y desagradable en la boca y el sudor corre abundante por la frente. Los nervios tensos como las cuerdas de un violín agarrotan mis manos. Miro hacia abajo y cuento los barcos. “Trece en total”. ¿Será buena o mala suerte?… ¡Bah! Esas son cosas de viejas conventilleras. Dos destroyers se deslizan raudos por el mar, dejando una larga estela que indica su alta velocidad. Maquinal y mentalmente la calculo entre veinticinco y treinta nudos. Una corbeta también inicia maniobras tácticas de evasión. “Deben de ser yanquis”, pienso alarmado, pues bien sabía que esos tipos de barcos no podían ser tripulados por personal improvisado. “¿Y qué diablos hacen los gringos aquí? ¿Nos habrán declarado la guerra?”
Mi mente es un torbellino. No comprendo lo que está sucediendo. “La verdad es que esto está del carajo” es mi conclusión. Ya no podía echar pie atrás. Estaba en el macho y tenía que amansarlo. Veo un barco descargando camiones Comando. “Ese es mío”. Le indico al sargento mecánico que vigile los instrumentos; reduzco presión a 35 pulgadas y lanzo el avión en una virtiginosa y pronunciada picada… 320 millas por hora, indica el velocímetro. Blanco en la mira…”Dispara estúpido. ¡No. todavía no!… Más cerca… Más cerca…” El viejo avión silba por todos lados por efectos de la enorme velocidad. Cual potro salvaje trata de encabritarse y tengo que dominarlo con mano firme. Miro el velocímetro… 430 millas por hora; reduzco potencia y levanto un poco la nariz del avión. Nuevamente tengo el barco en la mira. De pronto, una ce-rrada cortina de fuego antiaéreo oculta momentáneamente mi presa. Presiono fieramente el gatillo de las ametralladoras; el avión tiembla como un potro nervioso, vomitando metralla por sus seis ametralladoras, que entonan un himno de muerte.

Las balas trazadoras de las ametralladoras del barco y las mías, se encuentran en el espacio. Sigo con el dedo apretado como garra sobre el gatillo, entusiasmado al ver mi puntería de novato, transformado de improviso en veterano de guerra; cuyas balas caían de lleno en ese barco inmóvil, cual ballena moribunda. Violentamente tiro del bastón y paso rozando los mástiles del barco… ¡¡Maldición!!… Había cometido el imperdo-nable error de pegarme a la mira, sin darme cuenta que de haber seguido así, fracciones de segundos más, me habría estrellado irremediablemente contra el barco enemigo.

El avión inicia una pronunciada trepada. El variómetro indica una razón de ascenso superior a los seis mil pies por minuto. Coloco nuevamente toda la potencia a los motores y miro la velocidad: 240 millas por hora, disminuyendo. Por los costados del avión pasan miles de lengüetas de fuego, que parecen lamer las alas. El enemigo, en un desesperado esfuerzo por derribarme, dispara con todo lo que tenía a mano.

Saco un cigarrillo y lo enciendo con mano firme y segura. Una sonrisa ilumina mi rostro al darme cuenta que había pasado la prueba suprema de un hombre en la vida: reírse de la muerte en sus mismas barbas. Era extraño, pero me sentía feliz. Feliz de haberme demostrado a mí mismo que, a pesar del intenso miedo que había sentido en los primeros momentos, había logrado vencerlo y pasaba la prueba, sin un rasguño siquiera.

Empiezo un giro cerrado para atacar de nuevo a la presa herida. Bajo ligeramente la nariz del avión para aumentar la velocidad y así enfriar las ametra-lladoras, que se disparan solas por el calentamiento producido con las ráfagas tan prolongadas. Vuelvo la cabeza para ubicar el barco y diviso unas barcazas que desesperadamente tratan de ganar la playa. Apunto con tranquilidad y disparo a menos de trescientos pies de distancia. Era un blanco seguro…
El mecánico golpea nerviosamente mi hombro, a la vez que me indica con la mano un punto en el horizonte. Era un B-26 enemigo, volando exactamente sobre el pueblo de Playa Girón, rumbo a Playa Larga. Sin pensarlo dos veces, mecánicamente tiro fuertemente del bastón para tomar altura, iniciando a la vez, un cerrado giro ascendente para colocarme a la cola del avión enemigo. Coloco máxima potencia en los motores, que rugen en señal de protesta. El avión inicia un prolongado y pronunciado ascenso, que me permite situarme arriba y atrás de mi adversario. Tengo el sol a la espalda, y fuertes rayos me envuelven como un manto protector, impidiendo al artillero de cola del otro avión, avistarme y derribarme con su mortal y efectivo fuego. Me acerco velozmente acortando distancia. Diviso perfectamente las franjas azules en sus alas. El avión enemigo sigue volando tranquilamente, efectuando pequeños giros sobre la carretera, aparentemente ametrallando el camino, pues el artillero no me presta ninguna atención. En ese momento yo era una presa fácil para él.

Mil pies de distancia me separan solamente del B-26 enemigo. Es un blanco fácil. El dedo se crispa sobre el gatillo y tengo que hacer un esfuerzo supremo para no disparar… 800 pies… “Ya, dispara, flaco… No, todavía no… Aguanta un poco y acércate un poco más, cobarde – me insulto mentalmente-. Pero si el artillero nos ve, nos acribilla, jetón”- me grita el otro yo, casi con desesperación y angustiosamente… 600 pies… El sudor empapa mi rostro… 500 pies. Tengo otra vez la boca amarga como la hiel y la lengua se me pega el paladar… 400 pies… 300… 200… En ese momento el enemigo ladea las alas para iniciar un giro y veo la cara del piloto que mira espantado mi avión. Mi dedo se crispa y presiona automáticamente el gatillo y sin darme cuenta las ametralladoras lanzan una ráfaga corta y dispareja. Veo las trazadoras incrustarse en el espinazo del B-26 ; donde las alas hacen cruz con el fuselaje. Saltan pequeños pedazos de sus alas y luego… silencio. Un silencio aterrador que crispa mis nervios…

¿Por qué la sinfonía macabra se había detenido? ¿Qué había pasado con mis ametralladoras? Furiosa y desesperadamente tiro el bastón, pasando peligrosamente cerca del otro avión. ¿Por qué el artillero no me disparó? ¿Acaso había muerto a consecuencia de los impactos que había hecho en el avión? Sea lo que fuere, jamás podrá contar a nadie cómo fue derribado. Aumento potencia en forma brusca y los motores rugen con desesperación. Inicio un giro de ciento ochenta grados cerrados y ascendentemente hacia la izquierda; las puntas de las alas dejan un halo blanco y el avión tiembla como un perro mojado. Aflojo un poco el bastón y gano altura rápidamente, mientras el B-26 enemigo, levantando la nariz, dispara una larga ráfaga con sus ametralladoras de nariz y ala. Un chorro de balas pasa peligrosamente por arriba de mi avión. Comprendo que el enemigo no puede mantener ese ángulo de trepada tan pronunciado, y en vez de descender para huir a las balas, empujo todas las llaves hacia adelante, aplicando el máximo de potencia a los motores, que pueden soportar por tan sólo dos escasos minutos. Trepo hasta que el avión vuelve a encabritarse por falta de velocidad. Bajo suavemente la nariz, nivelo y reduzco potencia. Giro y miro hacía atrás; ahí estaba el enemigo cual perro de presa que no quiere dejar escapar, algo que ya consideraba como seguro. Pero… el motor izquierdo va dejando una larga y espesa nube de humo negro y gris claro; está averiado, mortalmente herido. El piloto en su afán de derribarme, no se da cuenta del peligro que corre al tratar de darme caza con su avión averiado. Era un hombre valiente.

Bajo con rabia y desesperación la nariz de mi avión para tomar velocidad; giro en noventa grados inclinando peligrosamente las alas. Otra ráfaga pasa por los costados de mi avión, y otra más pasa lamiendo las alas. Tiro violentamente del bastón iniciando un nuevo giro, a la vez que mentalmente empiezo a insultarme: “Imbécil, estúpido, en la que me he metido por puro gusto… ¿En qué habíamos quedado, animal? ¿No sabías que no tenías ni una posibilidad en cien? Si ese artillero de cola hubiese estado más alerta, ya estarías muerto”. Mi otro yo se desquitaba con saña y cruel insistencia… Muerdo los labios con rabia y desesperación: “Acabarse las balas cuando más las necesitaba”. Había sido presa fácil, era mío; y ahora tenía que correr como un cobarde, para salvar mi cochino pellejo.

Aumento la potencia a 2.550 revoluciones por minuto y aplico 45 pulgadas de presión…Velocidad: 320 millas por hora. Hago otro giro cerrado a la izquier-da y pico nuevamente el avión para tratar de sacarme de la espalda a mi tenaz perseguidor. Mi viejo caballo de guerra tiembla y se sacude con rabia al pasar de su máxima velocidad permitida. Suavemente tiro el bastón, ayudándome con el estabilizador, ya que estaba muy pesado de comandos por la excesiva velocidad. “Se pueden desprender las alas –pienso instintivamente; pero otra ráfaga que pasa muy cerca, me hace exclamar -: “!Al diablo las alas! Tiro del bastón con las dos manos, sabiendo que lo único que podía salvarme era la razón de ascenso de mi avión, ya que era mucho más liviano que el B-26 enemigo. Vuelvo a girar y miro hacía atrás. Veo con alegría que el B-26 se dirige rumbo a la pista de Playa Girón. El motor izquierdo larga bocanadas de humo y la hélice prácticamente está detenida. Regresa como un animal herido que agotó sus últimas fuerzas en una persecución imposible. El piloto desesperadamente intentaba un aterrizaje de emergencia en esa pista. Deseé tener aunque fuera un par de balas en mis ametralladoras para liquidar de una vez por todas el asunto. Pensé, incluso, bajar el tren de aterrizaje de mi avión, para destruir con las ruedas la hélice de su único motor que funcionaba. Pero en ese momento escucho una voz conocida por los audífonos. Era el Teniente Alberto Fernández, que volaba en la zona piloteando un T-33. Lo llamé por radio dándole la posición y situación del avión enemigo, que estaba en ese momento con el tren de aterrizaje y los flaps fuera, listo para aterrizar en la pista de Playa Girón. Vi cuando el T-33 se lanzó sobre esa nave herida. Largas líneas de fuego salieron de sus ametralladoras para incrustarse justamente sobre la cabina del piloto del B-26. El avión se estrelló y quedó envuelto en una enorme nube de llamas. Ante mis ojos nuevamente veía a la muerte cobrar su sangriento tributo. Era una victoria que dejaba un sabor amargo. Por radio comuniqué las alternativas de mi pri-mera misión. Un barco ametrallado, tres barcazas hundidas y un B-26 mortalmente herido y, luego, derribado.

Al aterrizar en la Base Aérea de San Antonio de los Baños, toda mi gente rodeó el avión. Estaban embargados de una loca alegría; me abrazaban y felicitaban por mi primera hazaña. En un jeep me trasladaron a la Oficina de Operaciones, en donde Fernández, que ya se encontraba de vuelta, el Capitán Álvaro Prendes y el Teniente Ernesto Guerrero – bravo piloto nicaragüense – se sumaron a los elogios del Comandante Raúl Guerra Bermejo, el Capitán Raúl Curbelo Morales y el Capitán Luis Bu Travieso.

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