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Opinión

9 de Enero de 2015

Columna: El daño que hace el dinero

En toda sociedad se dan siempre altas cuotas de hipocresía a la hora de debatir asuntos públicos en los que hay comprometida una dimensión moral importante, pero la nuestra se lleva las palmas. Hasta que se aprobó la ley de divorcio, los sectores conservadores se ufanaban que en Chile no existiera divorcio, aunque todos sabíamos […]

Agustín Squella
Agustín Squella
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En toda sociedad se dan siempre altas cuotas de hipocresía a la hora de debatir asuntos públicos en los que hay comprometida una dimensión moral importante, pero la nuestra se lleva las palmas. Hasta que se aprobó la ley de divorcio, los sectores conservadores se ufanaban que en Chile no existiera divorcio, aunque todos sabíamos que teníamos un régimen de nulidad matrimonial que conseguía el mismo efecto que el divorcio, aunque siempre en perjuicio de la mujer casada. A los sectores conservadores les costó tragarse la palabra “divorcio”, como les costará ahora asimilar la palabra “aborto”, aun cuando este último se limite a causales bien precisas y razonables.

El caso Penta no me sorprendió. Tampoco me sorprendió que en un comienzo los afectados -especialmente el Presidente de la UDI, Eugenio Silva- hablaran primero de “rumores”, luego de “filtraciones”, ahora de “errores”, pero nunca de “delitos”. Nadie es formalizado por “errores”, pero nuestra dirigencia política es groseramente predecible: cuando se trata de fallas de adversarios, se las califica de inmediato de delitos; pero si las faltas son propias, se las presenta solo como “errores”, “desprolijidades” y otras maneras tan eufemísticas como hipócritas.

El daño que este caso y otros de su especie hacen al país es enorme, muchísimo más que el que causan ciertos delitos más frecuentes para los que el tipo de involucrados en el caso Penta suele pedir cada vez penas más severas. Los neoliberales chilenos -que tienen mucho de “neo” y poco de “liberales”- intentan hacernos creer que solo el poder político, o sea, el Estado, tiene capacidad de dañar a los individuos, pero ocultan decir cuánto daño pueden causar otros poderes, por ejemplo, el de carácter económico.

De una vez por todas se debería prohibir las donaciones políticas de empresas, y en general de personas jurídicas, y limitarse fuertemente el gasto electoral. ¿Qué necesidad tenemos los ciudadanos de ver antes de una elección decenas y decenas de palomitas juntas de un mismo candidato, una tras otra, en las que lo único que hay es un nombre, una sonrisa, o acaso una patética imagen del candidato con la familia y hasta con una mascota? ¿Qué necesidad tenemos de ser interrumpidos a cada rato cuando escuchamos radio por candidatos ansiosos que parten diciendo “Soy fulanito…”? Hay que tener en cuenta lo mucho que distorsionan el voto escándalos como el de Penta y el gasto tan excesivo como innecesario en materia de publicidad electoral. Pero la verdad es que siempre hemos tenido distorsión por un sistema binominal que todavía no somos capaces de desechar. El dinero envilece no solo las campañas, sino la actuación posterior de los parlamentarios electos que reciben visita, llamados telefónicos o mensajes de texto de quienes fueron sus financistas.

A pesar que desde el 2003 tenemos una mejor legislación sobre el financiamiento de la política, es cosa de ver cómo se la echan al bolsillo una parte de los mismos que entonces la aprobaron. Hay que mejorar esa legislación y disminuir lo más posible la influencia del dinero en la elección de cargos de representación popular. Algunos de nuestros empresarios, ante el solo anuncio de la más mínima reforma, se quejan de incertidumbre, lo cual es raro, porque la incertidumbre es inseparable de los negocios. ¿Pero cuánto malestar e incertidumbre les produce un caso como el de Penta?

Colusiones en venta de fármacos, pollos y otros bienes de alto consumo, manejos bursátiles abusivos a costa de la fe pública y de pequeños accionistas, continuo tráfico de influencias y uso de información privilegiada, elusión tributaria por medio de sociedades de papel o de boletas extendidas por las cónyuges u otros familiares de gente muy rica, elusión también pidiendo factura en el restaurante en el que se ha comido con la mujer y los hijos o en el establecimiento en que se hace el supermercado para descontar más tarde el IVA, financiamiento fraudulento o al menos no transparente de la política. ¿Cuánto daño hace todo eso a un país cuyo prestigio exterior parece depender cada vez más solo de lo que afuera hagan nuestros talentosos futbolistas?

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