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Opinión

13 de Febrero de 2015

Los Carlos, los poodle, las tetas: La falta de poesía

Entre el bombardeo de la contingencia y mis propios fantasmas, se me vienen tres cosas a la cabeza: el club Penta (aunque no niego el placer de rata que me genera el morbo del poder castrado), los perros chicos de casa con chapes y las vedettes encubiertas. ¿En qué se parecen las tres imágenes? Supongo que en la obscenidad.

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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conpenta
No sé si será el calor santiaguino, el exceso de luz, la noche corta y pegoteada, que me hacen pensar en lo feo y el hastío.

Entre el bombardeo de la contingencia y mis propios fantasmas, se me vienen tres cosas a la cabeza: el club Penta (aunque no niego el placer de rata que me genera el morbo del poder castrado), los perros chicos de casa con chapes y las vedettes encubiertas. ¿En qué se parecen las tres imágenes? Supongo que en la obscenidad.

En los tres casos pienso en la violación como modelo moral. Respecto de “los Carlos”, se trata del poder vuelto un absoluto impúdico que juega al amo, que le mete la puntita de su deseo al otro cosificado. Quizás por eso la vergüenza ajena que provoca el tono de sometimiento sodomizado de los mails de los políticos súbditos.

El perrito siútico de casa, por su parte, abandona su dignidad perruna para convertirse en el objeto fetiche de su amo. Y luego el pobre animal abusado hace el simulacro –no tan distinto de los políticos pedigüeños– de andar chillando a los transeúntes, como si tener un lugar privilegiado respecto a los de su especie les diera una cierta superioridad moral.

Y en el caso de las tetonas, la violación está en someterse con una sonrisa falsa a la erótica de macho prepotente. La notera hot de matinal, que anda mostrando las tetas a una tropa de babosos que en el fondo aborrece, hace la parada, al igual que el político y el perro enchulado, de tener un lugar aventajado en el establishment. Tal como la vieja pinochetista gritona de los noventa (esa sería una cuarta imagen que podría agregar a mi lista caprichosa).

Todos están obnubilados en una estética excesiva, donde más es mejor, donde todo se trata de someter o someterse a la estética de lo potente y lo fálico: un gran poder que brilla, pero tanto que encandila y no permite ver. Como el sol de mediodía que satura. Es la ética del porno, que concentra todo en un primer plano, que permite quitarle humanidad a la imagen y así consentir la violencia.

Se llamará esto moral del capitalismo salvaje, o posmodernidad, lo que sea, pero no voy a andar con hueás, porque la mayoría –me incluyo– transitamos por esta fealdad. La verdad es que también me pongo vulgar en diversos momentos: cuando me sobra la plata, cuando quiero ser otra en las redes sociales, cuando muevo el culo para conseguir algo, cuando no soporto el silencio…
Pero el exceso de excesos se siente feo. Y ubicaría ahí la angustia. A diferencia de lo que suele pensarse, la angustia no es por algo que falta –aunque la farmacología nos tiente con esa idea– sino por algo que sobra. Quien conozca la angustia sabrá que la sensación que se experimenta es la de tener un alien adentro, que no tiene cómo salir.

Lo que bloquea la estética del porno generalizado es la posibilidad del vacío para encontrar un lugar donde alojarse. Por eso algunos la han descrito como “miseria simbólica”, lo que da para hacer esos chistes mal intencionados sobre los pobres: que pueden no tener luz, pero sí unas zapatillas caras. Pero también se lo ve en el otro extremo, en ese afán de los millonarios por comprar arte y objetos bellos, como sí así pudieran redimir algo de su exceso. Lo cual, por cierto, está lejos de llevarlos a la experiencia de la sublimación, que intentaré desarrollar.

Voy con una anécdota absolutamente manflinfera, a ver si doy con el punto de la necesidad de vacío. Casualmente descubro que una sensación que tengo desde niña tiene nombre: ASMR. Respuesta sensorial meridiana es el nombre rimbombante que se le da a una sensación relajante, algo hipnótica y placentera que ocurre con ciertas cosas, como tonos de voz, o algunos gestos. A mí me ocurría con la voz de una tía. No importaba lo que decía, sino cómo lo decía. Hoy me entero que en Internet está lleno de videos que prometen esa especie de orgasmo cerebral.

Lo interesante es que ahí, en la cadencia, en la delicadeza de esos sonidos/actos, hay algo que se parece a lo que ocurre con la música o la poesía. Ese escalofrío que saca suspiro. Ese suspiro, como de un “por fin respirar”.

Hay algo en esa experiencia de una belleza particular: no de aquella que se contempla sin pasión, sino de aquella que involucra, de la cual uno se hace parte con una experiencia. Esto es lo que en psicoanálisis llamaríamos sublimación. Que por supuesto, no se trata de hacer homenajes a Lemebel en Facebook sino que de incorporar la poesía a la vida. A lo erótica, a la política, a los lazos múltiples. Experimentar algo que se parece a los silencios que le dan dignidad a los dichos, al pudor que erotiza, a la escucha que permite que otro habite conmigo.

No sé bien qué es la poesía, pero me quedo con las palabras de una poeta que recién nos dejó, Guadalupe Santa Cruz: “No sé escribir, hago jardines (…). Cuando no escribo, al dejar de escribir –blanco en el blanco de los cuadernos–, las cosas, como animales, me tiran la ropa, me rasguñan”. Vaciar algo que de otro modo se convierte en monstruo.

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