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Opinión

18 de Marzo de 2015

La faraona del abanico abierto

Un par de años atrás, caminando por el Central Park, me dijiste que no podías dejar Chile. Yo te animaba diciéndote que ya eras un escritor consagrado y que podrías escribir desde cualquier parte del mundo. Que me haría muy feliz que te vinieras por un buen tiempo a Nueva York. Pero tú mirándome muy fijamente me dijiste: “¿Tay loca, Ivana? ¿Y dónde voy a dejar a mis huachos del Santa Lucía?”. Y nos pusimos a reír a carcajadas, para luego prender el ultimo pito que nos quedaba y seguir caminando por ese inmenso parque.

Iván Monalisa Ojeda desde Nueva York
Iván Monalisa Ojeda desde Nueva York
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La-faraona-foto-Mario-Vivado-(cortesía-Galería-D21)
Seguro que fue durante alguna primavera de principios de los noventa. Una fiesta en La Florida o quizás Ñuñoa. Santiago se escuchaba a lo lejos. Ya nadie bailaba, y muchos estábamos echados en los sofás, cansados de tanto vino y marihuana. De pronto una voz me despierta del letargo.

–¡Ivana!

Sé que es tu voz.

–¿Qué pasó, Pedro?
–Mira Ivana. Si tienes el valor de llevar el abanico, y de llevarlo siempre abierto, tendrás que pagar el precio de quedarte sola.

Pasaron años para que recordara ese momento. Hasta que viendo la película “Vereda Tropical”, en una escena, la Puig sentada frente a su máquina de escribir le dice a la foto del Ché: “Oye, tú sabes que a mí la literatura no me interesa. Lo que yo quiero es un marido”.

Es que acaso el escribir no es más que esa especie de consuelo. El telar de Penélope esperando la llegada de Ulises. Quizás por eso tanto bordado en tu escritura.

¡Ay, muñeca! Varias veces te vi enamorada. Y sé que a las deidades más de alguna vez intercambiaste algún cuento/obra maestra por unos besos de amor. Como la Rafael de Molina, esa la de La Bien Pagá, que en una entrevista para la televisión española después de años de exilio en Argentina, con unos aretes de plata que le colgaban de los lóbulos como frutos de las ramas, decía ante las cámaras: “Cómo quisiera irme volando con todos esos jóvenes, por los aires, volando con ellos hacia el cielo”.

Y es que somos enamorás pues mi Pedro. Amamos el amor. Y el amor nos hace pintar espacios con historias.

No por nada los teatros se llenaban de gente ansiosa por escucharte. Y en los últimos meses bastaba solo con verte, pues tu voz ya había trascendido a la acústica y se había instalado en el aire, en los oídos de un Chile que sí tiene memoria, y que a pesar de todo no ha perdido el humor ni el amor.

El amor que trataron de destruir a tus diecinueve primaveras, a principios de los setenta, en el tiempo de la cosa Peace and Love, cuando tú decías que las maricas pasábamos piola con tanto pantalón ajustado a la cintura terminado en forma de campana, collares y pelo largo. Hasta que llegaron las botas militares pisoteando todo lo que encontraron. Y a pesar de ese oscurantismo que nos invadió por años, yo sé que te seguiste enamorando. Amores de rincones, cada vez más clandestinos. Quizás a mí las botas militares me patearon lejos el corazón, y por eso cuando pienso en Chile y en el amor, siempre hay un dejo de tristeza. A ti no. Eras valiente. Nada te importaba. Llevabas el abanico abierto.

Recuerdo las tantas veces que, ya de madrugada, salíamos del departamento de la Carmen (Berenguer) en Plaza Italia. Nos íbamos caminando por la Alameda hasta La Moneda, donde te tomabas la micro que te llevaba a Gran Avenida, y yo seguía solo hasta Concha y Toro.

En esos recorridos nos dedicábamos a hablar de uno que otro chico que nos quitaba el sueño. Siempre enamoradas, siempre hablando de las miradas que nos dieron, interpretando las escenas como si fueran capítulos de una telenovela.

¿Habrás escrito lo que una vez me contaste? Que con un pedazo de espejo roto jugabas desde tu balcón, poniéndolo hacia la luz del sol para enviarle destellos al chico que te gustaba que vivía en el edificio del frente. Nunca me llegaste a contar si el chico en cuestión recibió los destellos. Repito. Éramos enamoradísimas. Enamoradas del amor.
¿Te acuerdas cuando nos encontramos por casualidad en el Parque Forestal, cerca del museo? Yo estaba triste.
–¿Qué te pasa, Ivana?
–Es que me enamoré –te respondí.

Y te quedaste en silencio. Sabías que los amores a los que estamos destinadas traían su dosis de dolor. Yo aún estaba muy joven para entenderlo. Hoy me doy cuenta de que era puro masoquismo. Sí, no te rías. Estaba joven, o era inmaduro, aún no había dejado las faldas de la Cordillera de los Andes. Tú nunca las quisiste dejar.

Un par de años atrás, caminando por el Central Park, me dijiste que no podías dejar Chile. Yo te animaba diciéndote que ya eras un escritor consagrado y que podrías escribir desde cualquier parte del mundo. Que me haría muy feliz que te vinieras por un buen tiempo a Nueva York. Pero tú mirándome muy fijamente me dijiste: “¿Tay loca, Ivana? ¿Y dónde voy a dejar a mis huachos del Santa Lucía?”. Y nos pusimos a reír a carcajadas, para luego prender el ultimo pito que nos quedaba y seguir caminando por ese inmenso parque.

Seguíamos hablando de los amores. Te contaba que ahora veía el tema de forma diferente. Que desde que había aparecido Monalisa, nada era igual. Que la Monalisa me había traído suerte en el amor. Eso sí, olvidé decirte que Monalisa no me daba nada gratis. Que todo tenía su precio y que a veces ese precio era bien alto. Y te volviste a Chile. Fue la última vez que te vi.

Hace unas semanas recibí un mensaje por Facebook diciéndome que te habías muerto.

Esa noche vinieron a mi mente todas las anécdotas que nos tocó vivir. Me acordé de la Miss Popper, de la Palestina, de la Pavez. Me dormí sonriendo. Más tarde vi por internet videos de tu velorio y funeral.

Me emocionó ver a la Carmen parada junto a tu ataúd. Me dio orgullo ver a los chicos de las Juventudes Comunistas acompañándote como ángeles guardianes en tu partida. Vi como la gente tiraba flores en tu camino al cementerio.

Vi como ese Chile que nunca quisiste dejar te despedía fiel, entre lágrimas y aplausos. Pensé en los chicos que se buscan su dinero por la Plaza de Armas. Seguro que más de alguno caminó también en tu cortejo, anónimo en nombre de todos ellos.

Sí pues, mi querido Pedro, porque a pesar del abanico tú no te quedaste sola. Te fuiste más que acompañada, y vitoreada por tal multitud que esa tarde, a la Lola Flores, le fue arrebatado el título de La Faraona.

*Escritor transgénero.

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