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Cultura

19 de Marzo de 2015

Frederick Wiseman o el deporte de hacer cine

Al igual que el grueso de su filmografía resuelta a narrar el mundo a través de sus instituciones, con cerca de tres horas de duración su última película, "National Gallery", compone una reflexión sobre "el arte de contar historias" con naturalidad desarmante, para huir de una "mirada preconcebida" y contagiar al espectador de su propio proceso de búsqueda.

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Cronista de lo contemporáneo y uno de los padres del documental, a sus 85 años Frederick Wiseman explora en “National Gallery” la vida íntima de la pinacoteca londinense, última parada de una obra que, revela el cineasta a Efe, nace de una pasión: el “deporte de hacer películas”.

En “National Gallery”, Wiseman -al cabo de dos meses de rodaje y 170 horas de material- inspecciona un templo de la cultura mundial con la misma mirada que hace unos años ya le acercó a las rutinas de un gimnasio texano en “Boxing Gym” (2010).

Las imágenes del documentalista estadounidense, que escribe, produce y monta sus propios filmes, conectan con la rudimentaria pureza del primer cine y el sueño de los pioneros hermanos Lumière: mostrar cómo son las cosas.

Es la estrategia que iluminaban sus recientes “At Berkeley” (2013), retrato intestino de la universidad californiana, y “La danse” (2009), indagación en la Ópera de París, pero también el grueso de su filmografía, más de cuarenta títulos resueltos a narrar el mundo a través de sus instituciones.

“Quiero rodar lo máximo sobre el mayor número posible de temas, hago películas de nuestro tiempo y elegí las instituciones como pretexto”, confiesa Wiseman, cuyo trabajo germinó en “High School” (1968) y “Hospital”(1970), donde desmenuzaba, respectivamente, la educación y la sanidad de su país.

Con cerca de tres horas de duración, “National Gallery” compone una reflexión sobre “el arte de contar historias”, tanto las que enmarcan los lienzos como las que los vinculan a un visitante que, absorto, vagabundea por las salas.

“Fue accidental, la idea surgió en el rodaje y, como me sucede siempre, la concreté en el montaje”, admite Wiseman, quien enfoca al cuadro y al observador como si se tratase de un diálogo para, acto seguido, detenerse en las conversas de los restauradores que, rodeados de niños, transitan el museo.

Porque aunque el natural de Boston dice filmar lugares, en el fondo su cámara busca los rostros varados ante las obras y dotados de una naturalidad desarmante que asombra incluso al propio documentalista: “No pongo en escena, no hablo previamente con ellos y nunca he tenido ningún problema”.

Dice el único documentalista que ha sido galardonado con el León de Oro en Venecia que aún “hago cine para aprender”, para huir de una “mirada preconcebida” y contagiar al espectador de su propio proceso de búsqueda: “La idea es que mis películas se parezcan a la experiencia de llevarlas a cabo”.

Bajo sus imágenes late a menudo un relato colectivo que -“aunque no ideológico-” adquiere cierta dimensión política y hunde sus raíces en una profunda reivindicación de lo público, de la escuela a los museos.

“Mi primera obligación es hacia la gente que aparece en mis películas”, dice.

Wiseman descubrió el cine en un partido de fútbol. Entonces era un profesor de Derecho que rondaba la treintena -“lo detestaba, sólo buscaba evitar la guerra de Corea”- y que, tras dar por azar con un reportaje deportivo, se hizo con una cámara para acabar alumbrando una filmografía mayor en la historia del cine documental.

“Era el primer momento del sonido directo -relata-, los cables habían dejado de ser un obstáculo y el mundo se convertía de pronto en un lugar abierto, todo era posible”.

Antes, en los años 1950 y tras los pasos de Scott Fitzgerald, Wiseman pasó una temporada en París: “Lamentablemente, no escribí nada pero al menos sí fui mucho al cine”.

Fue en Francia donde incubó la que iba a ser su carrera artística para, de vuelta en Estados Unidos, comenzar el único deporte que le mantiene en forma, “hacer películas”, un ritmo que apenas le deja tiempo para las retransmisiones televisadas de tenis o la lectura de su admirado Saul Bellow.

“No veo nada, solo leo”, reconoce, antes de recomendar la decimonónica “The Confidence-Man”, de Herman Melville: “Una novela que describe nuestro tiempo, los excesos del poder, los banqueros que humillan y roban a los pobres…”

Ante la inevitable pregunta, Wiseman sacude la cabeza: “No, yo sólo hago cine documental, necesitamos que un gran director de ficción ruede esa película”.

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