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Mundo

25 de Marzo de 2015

Cuba ahora

Nadie podría insinuar siquiera que el sueño cubano coincida con el del imperio. El deseo de apertura convive con el temor de verse arrasados. No por nada la figura de José Martí, que asoma en plazas, escuelas, y donde sea que se vuelva la mirada, sigue mereciendo un respeto unánime. Es frecuente escuchar en las conversaciones sobre el futuro del país, el miedo a convertirse en Puerto Rico. La actual pesadilla cubana no es el capitalismo, sino la pérdida de la identidad.

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Mientras cenábamos en el paladar La Catedral, ubicado en la calle 8 esquina de Calzada, pleno barrio el Vedado, Leonardo Padura comentó: “al parecer, el socialismo es el camino más largo entre el capitalismo y el capitalismo”.
Lo dijo mientras analizábamos la gran cantidad de restaurantes que se estaban abriendo en La Habana, algunos de ellos con chefs sofisticados y un público muy diferente al de cualquier comedor de las zonas más densamente pobladas. Lo de los boliches a los que sólo algunos acceden no es nuevo en la capital de la Revolución.

Los miembros de la nomenclatura siempre tuvieron los suyos.

En La Finca, ubicada en el exclusivo barrio de Siboney, Erasmo le preparaba a Fidel guisos con moringa, un vegetal africano al que se le conceden cualidades fantásticas y energéticas, que fascinaban al comandante. Actualmente, Erasmo atiende en el Mamá Inés, un restorán inaugurado hace poco en plena Habana Vieja, a pasos del Jardín de Diana, así llamado en honor a Lady Di.

Lo novedoso es que ahora se trata de emprendimientos privados, con inversiones importantes en infraestructura y decoración; ni paladares ni oferta turística, sino boliches pensados para extranjeros residentes, una emergente burguesía, y cierta vieja clase que reaparece. Ahí no es frecuente ver gente de color, cuando un poco más allá la mayoría son negros.

Cuba está viviendo cambios sorprendentes. Comenzaron, dicen acá, cuando Fidel cedió el gobierno a su hermano Raúl, quien había permanecido al mando de las Fuerzas Armadas desde que los barbudos llegaron al poder. Tras el 17 de diciembre de 2014, sin embargo, cuando Obama y “La China” –como burlescamente llaman algunos a Raúl– declararon su voluntad de restablecer relaciones, el asunto se aceleró.

Son pocos los que dudan que se trata de un proceso irreversible. Ya no es raro encontrarse con cubanos recién retornados de Miami que mantienen negocios en ambos lados. Si todavía hoy volar a Florida –viaje que dura 40 minutos– sólo es posible en chárteres administrados por agencias turísticas estatales y tiene un costo superior a los U$400, ejecutivos de American Airlines aseguran que para mediados del 2015 está planificado un puente aéreo de más de diecisiete vuelos diarios y una baja en los boletos a menos de la mitad.

Es solo en las zonas turísticas donde pervive el folclor revolucionario. En estos nuevos recintos, dependiendo de su estilo, prima el jazz (de larga tradición en la isla), la fusión, o las baladas latinas estilo Enrique Iglesias o Alex Ubago en el caso de los bares y discotecas con jineteras (putas). La música en Cuba juega un rol protagónico y últimamente ha explotado en manifestaciones diversas, tantas como pueden caber en una tierra condenada geopolíticamente a ser encuentro de culturas.

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La Fábrica de Arte, construida sobre las ruinas de una antigua factoría de aceites vecina al río Almendares, de propiedad estatal y administración privada, se ha transformado en el centro de la movida artística contemporánea. Con materiales reciclados –contenedores, puentes de fierro, bocinas industriales– configuraron un complejo de galerías en las que exponen pintores, fotógrafos, diseñadores y videistas de vanguardia, salas de teatro, y un galpón para conciertos.

El miércoles 25 de febrero dio ahí una conferencia de prensa y tocó algunos temas la banda The Dead Daisies, compuesta por músicos de Guns and Roses, Mink, Rihanna, Ozzy Osbourne y The Rolling Stones, más John Corabi, la voz de Motley Crue. Ahí también escuché días más tarde cantar al gestor e ideólogo del lugar, el rockero X Alfonso, una canción que decía “muchacho qué tú haces mirando para atrás. ¡Esta es mi ciudad!”. La Fábrica de Arte luce limpia y cosmopolita. Podría existir en Berlín o Nueva York.

Esta modernidad que comienza a surgir en El Vedado y Miramar, raramente se adentra en los otros barrios. En esa joya arquitectónica que es La Habana, hay mucha pobreza encubierta, vidas poblacionales al interior de los palacios, cables llenos de ropa tendida en salones que hasta finales de los años 50 fueron esplendorosos.

En la azotea de un departamento que mira al puerto y al morro, hoy dividido artesanalmente para tres familias, me encontré con una cincuentena de gallinas enjauladas y su dueño, Reinaldo, aceitando bajo las alas un gallo de pelea. Ese domingo lo llevaría a batirse en “El Calvario”, en la zona de La Palma, donde habaneros tatuados pasan la tarde apostando y tomando cerveza. Las peleas de gallos son una tradición cubana de larga data, que si bien fue prohibida a fines de los 60, ha sabido arreglárselas para no desaparecer. Fue en una valla de gallos donde el 24 de febrero de 1895, en la ciudad de Bayamo, un grupo de patriotas dio el grito de Libertad –conocido como el Grito de Oriente- que inició la Segunda Guerra de Independencia. La tercera, habría que decir, la inició Fidel Castro en Santiago de Cuba. En los cuartos traseros de algunas casas, en pleno casco histórico de la ciudad, hay quienes todavía crían chanchos. Hoy son muy pocos, pero años atrás fueron tantos, y sus berrinches tan molestos, que un médico de la plaza ofrecía enmudecerlos operándoles las gargantas.

El almacenamiento de agua es una de las preocupaciones de sus habitantes. Si tienen un tanque grande de repuesto en una esquina de la sala de estar, lo presentan con orgullo, y lo mismo hacen si han reemplazado las viejas cerámicas con dibujos preciosos que cubrían el suelo, por pisos plásticos más limpios y fáciles de lavar. El trabajo del historiador Eusebio Leal por rescatar el patrimonio de La Habana es tan admirable como infinito, y ahora que la llegada del dinero fresco se avecina y la compraventa de propiedades –siempre con un cubano firmando como comprador, así sea la careta de un inversionista extranjero– comienza a agilizarse, cuesta predecir hasta dónde llegarán sus esfuerzos. Desde Víbora al Malecón y de Guanabacoa –zona de músicos y santeros– al Laguito, hay una inmensa historia urbana que apenas se mantiene en pie.

La Habana está en el medio del mundo. Serán muchos los intereses que pasen por ahí una vez que termine su bloqueo, tanto de adentro hacia fuera, como de afuera hacia adentro. “En lo que a construcciones se refiere –me dijo un arquitecto que nunca ejerció– lo mejor de la revolución fue que no hizo nada”. Son muy pocos lo edificios inaugurados después del año 1959. Los únicos de verdad altos que existen en la ciudad –El Focsa, el Hotel Riviera, el Habana Libre, el Seguro Médico y unos pocos más–, con excepción del Cohiba, fueron todos construidos en la segunda mitad de los años 50. Los grandes complejos habitacionales levantados con posterioridad, como Alamar, son bloques soviéticos desprovistos de todo encanto y emplazados en las afueras, ajenos a la gloria de “La Llave del Nuevo Mundo” o “Ciudad de las Columnas”, como Alejo Carpentier llamó a La Habana.

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En el Teatro Bertold Brecht, otro lugar de encuentro rockero, Luis Ángel, entre rones, me dijo: “está muriendo el socialismo”. De hecho, es una palabra que ya se escucha poco, y si alguien en la calle la pronuncia es más bien con ironía. Los cubanos han ido perdiendo el miedo a decir lo que piensan. “¡Digan la verdad! ¡Digan la verdad!”, gritó en la esquina de la calle 23 con Av. Presidentes el chofer de un “almendrón” –nombre genérico para los Chevrolet, Playmouth, Olds Mobile, Pontiac y Dodge que dan a La Habana ese aire de set cinematográfico– a un grupo de peatones que eran entrevistados para un programa de la tv. Recién ayer dicha escena era impensable. Ya no dicen sin decir, como indicaba el temor y la costumbre, aunque todavía nadie osaría referirse a Fidel con una agresión desmedida. Tampoco a Raúl. Se critica suavemente, quizás con la complicidad de quien anhela cambios sin ruptura. Nunca escuché a nadie hablar de transformaciones políticas o demandas institucionalmente democratizantes. Lo que se vive, en cambio, con mucho afán, es la evolución económica.

La generación de los viejos generales que lucharon en la Sierra Maestra sigue al mando del gobierno. La que los sucede –la de Carlos Lage, Robaina o Pérez Roque–, de algún modo también la de Padura, nunca conquistó el relevo. Los menores de 70, que apostaron sus almas a la revolución cortando caña en la Zafra y sacrificando cualquier ambición personal, hoy se vuelven abuelos sin nunca haber dejado de ser soldados al servicio de una causa que no triunfó. Peor aún: ellos vieron cómo sus sueños se degradaron. Deben sufrir incluso la indignación, por estos días, al ver regresando desde Miami a los que expulsaron humillados. Es el caso de Hugo Cancio, que dejó la isla entre los “marielitos” (Tony Montana en la película Caracortada), haciéndose pasar por homosexual, y vuelve tres décadas más tarde convertido en exitoso empresario y cargado de proyectos para realizar en su tierra natal. Él tampoco llega como un opositor indignado al régimen del que escapó. Llega a participar de una apertura, no a luchar contra los responsables de la cerrazón. Es curioso el fenómeno. Algo parecido suele marcar el tono de treintañeros y cuarentones que prefirieron quedarse. Incluso Yoani Sánchez, para los medios internacionales la quintaesencia del anticastrismo, ha dicho muchas veces que de Fidel prefiere no hablar, porque su tema es el futuro, “y no ese personaje del que algún día su hija le preguntará quién diablos es”. Por el momento, “El Caballo” –Fidel Castro– sigue siendo el toldo de una época que ya empezó a terminar. Sus viejos compañeros de gesta han decidido que serán ellos los encargados de cerrar el ciclo que abrieron. De pronto asoma Díaz-Canel como una carta de recambio, pero entre los que siguen de cerca el proceso, no pocos lo consideran un fuego fatuo. Según otros, podría ser. Casi todos, sin embargo, reconocen que Alejandro Castro Espín, el único hijo varón de Raúl con Silvia Espín –una de las principales dirigentes de la Revolución–, sí que ronca en el gobierno. Es militar, igual que su padre.

Mientras tanto, en la calle Monte, entre Prado y Carlos III, sus habitantes han abierto algunos cuartos hacia la vereda y empezado a desarrollar pequeños negocios, devolviéndola misteriosamente a sus orígenes, cuando era la zona comercial de los polacos. Desde espacios que todavía conservan el ambiente doméstico, venden pernos y desechos mecánicos, pintan uñas, cortan pelo, se oferta café, jugos y dulces, o pizzas y platos calientes. Este desencadenamiento de capitalismo primario comenzó hace dos años, cuando se liberó el oficio de “cuenta propista”, eufemismo que inventaron en la nomenclatura para no hablar de libre mercado. Hasta hace poco, quizás haya que recordarlo, todo el mundo trabajaba para el Estado.

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Este año, se supone, será liberado el acceso a la web. Cualquiera que pueda comprar el servicio podrá tenerlo. Hoy no es así; son contados quienes poseen autorización: los hoteles, las oficinas de gobierno, prensa, comunicaciones, y pocos más. Es cierto que algunos se las arreglan para pasar por encima de la ley, pero aún no es frecuente. Son más quienes acceden al “paquete”, una especie de programación de contenidos computacionales que circula vía pendrives, distribuidos por motoristas misteriosos que nadie sabe a qué organización responden, pero de quienes, tras el pago de una suma, se reciben series norteamericanas completas y películas recién estrenadas, además de otro montón de material que en el resto del mundo se encuentra online, aunque siempre poniendo cuidado en no ofender más de la cuenta los valores socialistas. El control, ese vicio estalinista por excelencia, al menos en el ámbito de la información, sufrirá un golpe mortal. Hoy en Cuba ningún diario tiene páginas policiales. El Granma y Juventud Rebelde, periódicos cuyas portadas son diseñadas en la misma oficina gubernamental, con frecuencia comparten sus titulares. La televisión es ridícula. Su principal programa cultural aún es Mesa Redonda, un panel de conversación nacido en 1999, a raíz de la campaña para traer de vuelta de EE.UU. al niño Elián González, inventado por Fidel en persona como parte de lo que denominó “La Batalla de las Ideas”. Ahí nadie tiene permiso para disentir. El noticiero más confiable sigue siendo “la bola”, es decir, el rumor. La liberalización de la web en un país sin prensa real implicará un cambio de proporciones.

El domingo recién pasado (15 de febrero), Roberta Jacobson, por los EE.UU., y Josefina Vidal en representación del gobierno cubano, iniciaron la tercera ronda de conversaciones entre ambos países con el objeto de reabrir sus correspondientes embajadas y restablecer las relaciones diplomáticas rotas desde 1961. El objetivo es que la plantilla de acuerdos esté lista para el 10 de abril, fecha en que Obama y Raúl Castro debieran encontrarse en Ciudad de Panamá, donde se realizará la Cumbre de las Américas. Si bien estos diálogos se mantienen en completa reserva, son muchos los convencidos de que lo importante ya fue acordado, y que aunque pueden faltar detalles, la preocupación del momento es decidir el ritmo al que estas medidas se irán publicitando y llevando a cabo. En ambas partes, el fin de esta larga historia de enfrentamiento cuenta con opositores enconados. Entre los cubanos en Miami hay quienes ven como un triunfo de los Castro cualquier tipo de apertura hacia ellos, así como al interior de la isla, el mismísimo Fidel se ha encargado de transmitir que estas son cosas de su hermano, porque lo que es él, no confía en los gringos.
Son principalmente los jóvenes de ambos lados los que celebran la noticia. Para ellos, se trata de una guerra ajena que ha marcado sus vidas de manera absurda. Los más desprejuiciados se encargan de recordar que uno puede saber el clima que hará en La Habana escuchando los pronósticos para Miami, que ahí también el deporte nacional es el béisbol, aunque le llamen “pelota”, que la palabra “guajiros” (campesinos cubanos) viene de “war hero”, y que el lanchón en que llegaron los revolucionarios a cambiar la historia no se llama “Patria o Muerte”, sino Granma, o sea, “abuela” en inglés. Son muchas las costumbres y las tradiciones que los emparentan, aunque casi seis décadas se hayan encargado de ocultarlas y hasta desaparecerlas. Dentro de poco, sin embargo, el parlamento cubano volverá a instalarse en el Capitolio, edificio “copiado piedra por piedra del Capitolio de Washington” –según recuerda García Márquez en el prólogo a Hemingway en Cuba de Norberto Fuentes, con quien más tarde se peleó a muerte– tras el encargo del “dictador Gerardo Machado, entonces (1928) en el apogeo de sus delirios faraónicos, sustentados por los últimos esplendores de un auge azucarero reciente, y por el padrinazgo de los Estados Unidos”.

Nadie podría insinuar siquiera que el sueño cubano coincida con el del imperio. El deseo de apertura convive con el temor de verse arrasados. No por nada la figura de José Martí, que asoma en plazas, escuelas, y donde sea que se vuelva la mirada, sigue mereciendo un respeto unánime. Es frecuente escuchar en las conversaciones sobre el futuro del país, el miedo a convertirse en Puerto Rico. La actual pesadilla cubana no es el capitalismo, sino la pérdida de la identidad. Es cierto que hay quienes temen, con la llegada del mercado y la competencia, verse aplastados por la fuerza de fortunas incontestables, pero parecen ser todavía más los que ven en esto una fuente de posibilidades. Lo que no transan los cubanos es una dignidad que por momentos bordea el orgullo, una extraña sensación de superioridad que les impide “agachar el moño” incluso cuando piden propina u ofertan sexualmente a sus novias. Dicho sea de paso, los hombres se consideran a sí mismos los mejores amantes del planeta, y sus mujeres no parecen dispuestas a negarlo. Quizás por eso ni siquiera los insegurice prostituirlas. La cubana es una comunidad maravillosamente sexualizada. El sexo, dicen unos, es la única diversión que tienen al alcance de todos. El influjo del catolicismo no consiguió disuadirlos al respecto, y la santería, mucho más fuerte que la iglesia romana, no se inmiscuye en esos territorios. Es más fácil encontrar cabezas de corderos o patas de gallos –utilizadas en ceremonias de sanación– junto a los basureros, que orantes piadosos en las iglesias.

El bar del hotel Capri, conocido como El Bar Rojo, debe ser por estos días el prostíbulo más grande del mundo. Cerca de 500 mujeres preciosas habitan ese gran teatro sin butacas, repleto de pasadizos y mesas pequeñas, y hombres que las buscan, las invitan y les hablan en distintas lenguas. Bienvenidos, welcome, willkommen, Benvenuti, dicen desde el escenario. Un buen porcentaje son italianos que hace rato dejaron la juventud, pero no su sed de ella. Con frecuencia uno encuentra en Cuba romanos de pelo blanco besando mulatas de veinte, y lo más extraordinario es que ellas los acarician, los regalonean y les sonríen como encantadas.

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En la playa de Santa María, a pocos kilómetros del centro histórico de la ciudad, donde algunos de estos extranjeros van a comenzar sus historias de amor, conocí a Mayelín, una crespa escultural a la que le ofrecí matrimonio antes de que nadie nos presentara. Ella me contestó: “yo, chico, no me quiero casar”. Segundos más tarde volvió a tenderse en la arena junto a su hermana. En eso se les acercó un viejo con muletas que se recostó al lado. Más tarde supe que era veneciano. Se quedó con ellas hasta que cayó la tarde. Yo buscaba un taxi en la calle más próxima a la playa, cuando vi a las dos hermanas avanzar hacia un auto que las esperaba, empujando la silla de ruedas en que iba el veneciano. Mayelín se rió a carcajadas cuando le hice un gesto escandalizado, me tiró un beso, y cerró la puerta.

No es fácil explicarlo: en Cuba conviven lo deseado y lo inaceptable. A los almacenes no se va a comprar lo que se quiere, sino lo que hay. Los niños no corren tras el último juego de video, sino tras sus amigos de juego. Desde hace años que el crecimiento poblacional está estancado. A fines de febrero llegaron las papas, ausentes el resto del año, y frente a los mercados aparecieron las colas para comprarlas. Pero en La Habana tienen tiempo. Son pocos los apurados, porque apenas se trabaja. Los que se enferman, pueden no tener medicamentos, pero por muy pobres que sean no tienen que esperar para que un doctor los atienda. La educación es igual para todos los hijos de esa tierra. Hay almas a las que les cuesta respirar, pero todavía se puede fumar en todas partes. Dan ganas de decir que no es necesaria tanta cosa, pero ¿quién es uno para decidir los deseos del otro? Alguna vez creímos que se podía, cuando avanzaba la década de los sesenta y el fantasma del comunismo recorría el mundo. Hoy, otro fantasma recurre Cuba, el del capitalismo. Aunque ya pocos creen en fantasmas.

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