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Opinión

26 de Marzo de 2015

Editorial: Reinvención o Muerte, ¿Venceremos?

No es catastrófico lo que está sucediendo en Chile. Podría ser incluso esperanzador si lleva a corregir este turbio contubernio entre riqueza y política, si el empuje de las reformas modernizadoras recupera su origen, y en lugar de ser vistas como el capricho de una presidenta con carisma, vuelven a encontrar su razón de ser en la demanda colectiva. Intuyo que ya no hay ministros intocables, y que fue una suerte no hacer antes el cambio de gabinete. Hoy el gobierno está obligado a replantear su estrategia y diría que incluso su manera de ser.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Todos-los-hombres-de-Ponce-Lerou
Para poner las cosas en su sitio, vale la pena recapitular. Hace 27 años comenzó a reconstruirse la democracia chilena desde sus cenizas. Los dineros de las fuerzas concertacionistas venían muy mayoritariamente del extranjero. El pulmón económico de la izquierda eran las ONGs. Las había por montones y gestionaban la solidaridad mundial.

Muchas fundaciones y partidos progresistas de occidente financiaron la lucha contra la dictadura y, hasta fines de los 90, parte de las candidaturas próximas a su sector. Nadie cuestionaba el origen de esas platas, así provinieran del poco pulcro Bettino Craxi, la socialdemocracia alemana o Sadam Husein. A un cierto punto, los filántropos internacionales dieron por cumplida su tarea en Chile, y comenzaron a atender causas más urgentes en otras latitudes.

Para sus campañas, Pinochet había contado con la máquina del Estado, y la derecha, a continuación, encontró en los empresarios locales a sus naturales financistas. Hasta la elección de Lagos, en los comandos todo se pagaba en efectivo. Los billetes circulaban en maletines. Campeaba la plata negra. Para entonces, a más de diez años del Plebiscito y habiendo transcurrido un período de excitante crecimiento económico que consolidó las fortunas nunca cuestionadas nacidas a la sombra del régimen militar (cuando las empresas públicas se privatizaron de espaldas a la ciudadanía y quedaron todas en manos de sus partidarios), las trenzas del poder ya se habían complicado. Tipos como Ponce Lerou, con un prontuario empresarial harto cuestionable, expandieron sus redes más allá de las propias convicciones ideológicas.

Es cosa sabida que varios empresarios optaron por financiar candidaturas de distintos credos con miras a darle estabilidad a sus posiciones comerciales y abrir canales de influencia entre quienes se suponía eran contrarios a sus posturas desregulatorias. La política de los acuerdos no solo pasaba por el Congreso, sino también por el “entendimiento” entre política y empresa. Cualquier candidato con posibilidades de triunfo podía acceder a los favores de un “fáctico”, como les llamó entonces Andrés Allamand. Con tal de poner unas palomas o gigantografías de más, los postulantes a cargos de elección popular recurrían a los millonarios que tuvieran a mano. Es difícil decir a ciencia cierta cuánto y de qué manera estos benefactores han influido en las decisiones de parlamentarios y alcaldes (no existen cotejos entre sus actuaciones y los intereses de sus aportantes), pero habría que ser ridículamente ingenuo o demasiado cínico para sostener que jamás y de ningún modo.

Hasta el caso Penta, la firma de boletas por servicios inexistentes no era percibida como un delito. Recuerdo que décadas atrás sucedía algo parecido con la venta de productos sin boleta. Con total naturalidad los tenderos ofrecían un descuento si el comprador accedía a olvidar el documento, y salvo que se tratara de dineros por rendir, todos transábamos. Hoy no lo hace casi nadie, y es de suponer que a partir de este año también serán pocos los que se atrevan a burlar al fisco emitiendo boletas ideológicamente falsas.

Si recién ayer fueron posibles los arreglos entre cuatro paredes, hoy resultan prácticamente inviables. Entre otros ingredientes, las nuevas tecnologías lo han vuelto imposible. De nada sirve sellar un pacto de silencio con los jerarcas de los partidos o los responsables de los grandes y viejos medios de comunicación. La información ha devenido imposible de controlar. Se trata de un fenómeno mundial que tiene a la política tradicional de rodillas y a la gobernabilidad consternada. Las protestas contra Dilma, en Brasil, por el escándalo de Petrobras, han sido convocadas por twitter. Sirve poco especular sobre los riesgos y las bondades de esta nueva contingencia, porque estamos ante un hecho consumado: la comunidad encontró una vía de comunicación sin autócratas ni magnates como intermediarios. Lo que sea que oculte la historia de Soquimich, impajaritablemente verá la luz. El gobierno de Michelle Bachelet no tiene ya la capacidad de concordar una estrategia con los “poderosos de siempre” para evitar el escándalo. El escándalo, el escándalo… uno de los vicios más difundidos de los nuevos tiempos. El juicio destemplado como estrategia de validación, la condena sin matices a la hora de enarbolarse como voz pura, la exageración como estrategia de venta y conquista de popularidad.

Es cierto que el ambiente político se halla revuelto y el liderazgo de la presidenta, íntimamente golpeado. La insensatez de su hijo mayor –gestada vaya uno a saber por qué complejos de inferioridad, motor de las ambiciones desmedidas, aparte de la estupidez– le clavó un cuchillo en el corazón. Consiguió incluso trizar las maternales confianzas en que solía apoyarse. Pienso especialmente en Paula Walker y Rodrigo Peñailillo. Las intrigas de palacio, ante este vacío de poder, deben estar tejiéndose hasta en los baños. El país, sin embargo, está muy lejos de vivir una tragedia. Es paradójico, pero junto con los periodistas y opinólogos más preocupados de brillar que de alumbrar, son los mismos políticos quienes se encargan de despotricar contra sí mismos. “Todos ven lo que aparentas; pocos advierten lo que eres”, decía Maquiavelo. No es raro escuchar a los parlamentarios jóvenes referirse al mismo Congreso del que participan con el adjetivo de “ilegítimo”. Con tal de sintonizar con sus votantes, en lugar de defender la dignidad de nuestras instituciones (para nada las peores del mundo), las degradan a cambio de un halago que los distinga.

No es catastrófico lo que está sucediendo en Chile. Podría ser incluso esperanzador si lleva a corregir este turbio contubernio entre riqueza y política, si el empuje de las reformas modernizadoras recupera su origen, y en lugar de ser vistas como el capricho de una presidenta con carisma, vuelven a encontrar su razón de ser en la demanda colectiva. Intuyo que ya no hay ministros intocables, y que fue una suerte no hacer antes el cambio de gabinete. Hoy el gobierno está obligado a replantear su estrategia y diría que incluso su manera de ser. Recién cumplió el primer año. Bachelet, por su propio bien y tranquilidad –política y sicológicamente hablando– debiera ceder protagonismo. Mientras truena la escandalera –Penta, Caval y Soquimich se apropiarán de la pauta irremediablemente– personajes a quienes no los toque y capaces de aunar respeto podrían tomar la guaripola de las reformas en esta segunda etapa. Se me vienen varios nombres a la cabeza, nuevos, pero no necesariamente jóvenes. ¿Tendrá La Moneda la frialdad para repensarse, o la quemarán las llamas del infierno que se le viene encima?

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