Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

11 de Junio de 2015

Columna: Los intrusos

Políticos, periodistas deportivos y opinólogos de actualidad han incursionado en la ficción literaria sin resultados muy alentadores. Y aunque la crítica y el tiempo han ponderado sus desaciertos, eso parece ser lo que menos les preocupa: nada les quita el orgullo de haber publicado una novela condenada al olvido. ¿Por qué? ¿Y desde cuándo la buena literatura dejó de ser compatible con ejercicio de la política?

Tal Pinto
Tal Pinto
Por

guarello yt

Un tiempo después de haber publicado una reseña poco elogiosa sobre “Gente mala”, la primera novela de Juan Cristóbal Guarello, una amiga me alertó que el periodista deportivo se estaba refiriendo a mí en uno de los tantos programas de tele que conduce Julio César Rodríguez. Curioso, prendí el televisor. No alcancé a escuchar todo lo que dijo, pero con la ayuda de mi amiga pude reconstituir lo que, por conveniencia, llamaremos su discurso. En pocas palabras, Guarello suponía que mi intención era descuartizar su libro pero que, ante la gloriosa evidencia (i. e., los méritos de su novela), yo había reculado y tomado la decisión de tratarlo con tibio respeto.
Me reí y di el asunto por cerrado.

Quien sepa algo del ámbito editorial tendrá claro que se publican muchos libros para evitar que la caja se desangre. Las mesas de novedades en algunas librerías, donde posan como pavos reales varias ofensas a la inteligencia, solo testimonian el esfuerzo de las editoriales por dar con el elusivo gusto de la mayoría, con ese trasto de papel que sanará el balance comercial. Nada se gana con lamentos: esos libros no desaparecerán; tampoco la tentación de algunas editoriales por especializarse en ellos.

Consideremos por un segundo el género de ficción más rentable, la novela. En las listas de los más vendidos siempre aparcan los mismos nombres: Hernán Rivera Letelier, Isabel Allende, Francisco Ortega, Carla Guelfenbein, Roberto Ampuero, por nombrar a un puñado de los superventas nacionales. Hay entre ellos diferencias estilísticas y políticas: unos adhieren a las piedades de la izquierda, otros a las virtudes (si queda alguna) de la derecha; unas le sacan partido a la mirada más abúlica y restringida de lo femenino, otros escriben thrillers sobre sectas, poetas tutelares y otro largo etcétera de temas (una mala palabra) seductores para el público lector. Ahora bien, la cantera de estos novelistas es finita y su línea de crédito tiene un tope: ni ellos pueden escribir tres novelas al año, ni las editoriales ganarían al publicarlas. Una vez que los caballitos de batalla cumplen su cometido, surge la necesidad de encontrar caballos de reemplazo, aun si estos apenas son ponis.

Comienzan, entonces, a sucederse los libros de rostros televisivos, economistas reputados, forzados proyectos de bestsellers, los recetarios del chef de turno y la autoayuda en toda su risible variedad: empresarial (¿dónde chucha dejé el queso?), superación personal (sorderas y pilares) y mejoramiento del alma en general.

Estos libros no me interesan, no me dicen nada. Pero las novelas son harina de otro costal. Pocas cosas soportan menos el dedo inquisitivo de la crítica que las novelas de los políticos, los columnistas, los comentaristas deportivos o los músicos; no hay nada más fácil que tomar esos libros, leerlos y emitir el único veredicto posible: son espantosos. Ahora, es mucho más llamativo especular con los motivos más íntimos que los animaron a existir.

Tiendo a imaginar que Andrés Velasco comenzó a escribir su novela “Lugares comunes” con una pregunta en la cabeza: ¿cómo puedo ser todavía mejor? No hace falta imaginar qué pretendía Camilo Escalona con su libro de cuentos pues él mismo declaró haberlo escrito para “ajustar cuentas”, cuestión que rara vez hizo en los últimos veintitantos años. ¿Sabían que Nicolás Monckeberg escribió una novela, y que uno de los presentadores fue Harald Beyer, un tipo en cuyo corazón late la tecnocracia? Genaro Arriagada lanzó al mundo (es apenas un decir) un thriller tan manido como abúlico, además de muy mal escrito, del cual su amigo Eugenio Tironi dijo que le resultó agradable. Hace unos años ese infinito bastión de la contumacia llamado Hermógenes Pérez de Arce también probó suerte con “Está temblando”, una novela de costumbres bastante inverosímiles.

Todos ellos, políticos y opinólogos de carrera, se arrojaron a la literatura con la conciencia de tener las armas, el tiempo, el dinero; con la certeza de tener experiencias que los demás necesitaban escuchar. Cuando menos se sabían poseedores de un nombre y una voz que podían estimular la imaginación de cierto grupo de lectores. Lo cierto es que ingresaron a la literatura por la puerta de adelante cuando lo común es colarse por la de atrás. Sin embargo, cuando en la política aparecen sujetos que dan sus primeros pasos y parecen no corresponder con su ideal estético de la política, ellos mismos, tan prudentes, son los primeros en agarrar los micrófonos para que la sociedad abra los ojos y haga lo correcto, es decir, para que obre según su inestimable consejo.

En América Latina las relaciones entre literatura y política están bien documentadas. En los albores de las repúblicas, políticos y escritores solían ser una y la misma persona. Quienes forjaban los idearios nacionales habían sido educados en las virtudes de la palabra escrita, y la experiencia europea y norteamericana fue similar. Mark Twain, evocando el siglo XVIII, lamentaba la creciente especialización del XIX así como la importancia que había adquirido el dinero en las mentes de sus compatriotas. La separación de política y literatura se demoró algo más en América Latina; en Chile, entrado el siglo XX, todavía podían contarse políticos de carrera que a su vez eran escritores consagrados. Neruda, claro, es el primer nombre que se viene a la cabeza, aunque su caso ya es más digno de la excepción que de la regla. Lo cierto es que en algún momento literatura y política se transformaron en esferas de competencia autónomas, y quien se dedicaba con seriedad a la literatura difícilmente podía hacer lo mismo en política o en cualquier otro ámbito.

Así las cosas, cuando un profano explora un territorio sagrado o, para decirlo en términos más contemporáneos, cuando un inexperto se adentra por tierra experta, las consecuencias son predecibles. La novela de Velasco fue repudiada; los cuentos de Escalona ya han caído en el olvido; pocos sospechan que Monckeberg haya escrito algo. Ni los poemas de Schlomit Baytelman irrumpieron en el canon, ni la novela de Arriagada conseguirá algo más que un par de reseñas. Al menos Guarello es ducho en el arte de la chuchada.

Los intrusos en sí no son nada malo; todo lo contrario, alguien que todavía no se haya empapado de los vicios que promueve la cuba literaria puede dar un golpe en la mesa y hasta en casos excepcionales ayudar a renovar la lengua. Pero tengo la impresión de que los políticos y los rostros televisivos escriben novelas para validarse socialmente como lectores, como intelectuales multipropósito, antes que como escritores. Todos los temas de sus libros ya han sido tratados por otros escritores con mejores resultados, y no es que ellos se sientan llamados a hacerlo mejor: simplemente tienen un público cautivo, un par de ideas y la férrea voluntad de seguir manifestándose.
No hay mucho más que agregar. Sólo sé que estas novelas seguirán apareciendo, que se seguirán apilando en las mesas de novedades, que alguien estirará la mano, tomará una de ellas, mirará el rostro en la solapa, leerá elogios superlativos, se acercará a la caja, pagará, volverá a su casa, y nunca más abrirá el libro.

Notas relacionadas