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Mundo

20 de Junio de 2015

La historia detrás de una biblioteca clandestina española en el campo de exterminio nazi de Mauthausen

En medio del infierno de Mauthausen, unos libros robados se convirtieron en el único flotador al que agarrarse para los miles de deportados del nazismo.

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En medio del infierno de Mauthausen, unos libros robados se convirtieron en el único flotador al que agarrarse para los miles de deportados del nazismo.

En este centro de detención austríaco, donde murieron más de 100.000 personas de 26 nacionalidades, los internos organizaron grupos de resistencia para poder sobrevivir. Y los españoles fueron de los más activos.

La biblioteca clandestina fue idea de uno de ellos.

Pensó que leyendo podrían evadirse un poco del horror de las celdas de castigo, de los latigazos, de las duchas heladas y de los 186 escalones que tenían que subir 10 o 12 veces al día cargados con rocas de 20 kilos hasta lo alto de una cantera desde donde los oficiales de las SS nazi lanzaban a los reclusos al vacío.

“Mi padre siempre decía que leer te hace libre”, le cuenta a BBC Mundo Llibert Tarragó, hijo del promotor de la biblioteca. Lleva años indagando sobre la historia de su padre Joan, un militante del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), de ideología comunista, que luchó en el bando republicano durante la guerra civil española.

Joan Tarragó fue uno de los más de medio millón de personas que cruzaron la frontera francesa tras la caída de Cataluña, en 1939, y, una vez en territorio galo, los internaron en campos de refugiados.

Estrategas del almacén y la cocina

Cuando comenzó la segunda Guerra Mundial, Tarragó se alistó en el ejército francés y lo enviaron al frente con otros miles de españoles exiliados.

“Fueron los primeros en ser capturados por los alemanes cuando los nazis invadieron Francia”, señala Tarragó, al teléfono desde Barcelona.

El gobierno de Berlín, aliado de Francisco Franco en España, llamó a Madrid -cuenta Tarragó- para preguntar qué debían hacer con los reclusos. Y Ramón Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores, contestó con un simple: “Ya no son españoles”. Los trasladaron a Mauthausen y les pusieron un triángulo azul, el color de los apátridas.

Joan Tarragó llegó al campo en enero de 1940. Y en febrero del año siguiente fundó, junto a otros deportados, la red de resistencia española.

“Todos tenían claro que la única solución para resistir era la solidaridad”, asegura su hijo. “Decían que eran compañeros de lucha y compañeros en el infierno”.

En 1943, cuando trasladaron a los SS más duros al frente del este, la organización española encontró más “huecos”. Por aquel entonces ya eran expertos estrategas en la lucha por la supervivencia. Controlaban el almacén, la enfermería y la cocina. Sustraían medicinas y alimentos que luego distribuían entre los presos.

“Trabajaban en cadena. Mi padre, que hacía de ‘pinche’ en la cocina de los oficiales, escondía los alimentos en el contenedor. Encima ponía papel y la basura de verdad. Luego, otro compañero los recogía”, relata Llibert Tarragó.

Llegan los libros

A comienzos de 1943, empezaron a llegar franceses, italianos y rusos deportados de la resistencia a la ocupación nazi en sus países, narra Tarragó. Nada más llegar al campo, les quitaban todas sus pertenencias. Lo que era de valor se lo quedaban y lo que no les interesaba, lo incineraban.

Cuando los españoles que trabajaban en el almacén le dijeron a Joan Tarragó que había libros entre los enseres que acaban en la hoguera, le propuso a la cúpula de la resistencia rescatarlos y formar una pequeña biblioteca.

Así, Tarragó junto a un compañero, de apellido Picot y capaz de arreglar los libros que llegaban en mal estado, comenzó a reunir volúmenes y a esconderlos en un armario del barracón número 13.

La pequeña biblioteca clandestina fue creciendo. Recopilaron alrededor de 200 obras de autores como Émile Zola, Víctor Hugo o Fiódor Dostoievski.

Pero la que más éxito cosechó entre los presos, cuenta Tarragó, fue “La madre”, de Maksim Gorki.

Un sobreviviente francés, de Córcega, le confesó a Llibert Tarragó que leer “La Cartuja de Parma” de Stendhal en Mauthausen había sido “un salvavidas”.

“Me explicó con mucha emoción que cuando leía sentía que escapaba del campo. Le recordaba a su infancia”, recuerda Tarragó, fundador de la asociación Triángulo Azul, que desde 2003 reúne documentos sobre la deportación española.

“Si los hubieran descubierto, les habrían dado una buena paliza”, opina Tarragó.

Hace una pausa y luego añade: “O los habrían matado directamente. Convivían con ese miedo todos los días. Imagina lo que debía ser oler a carne humana quemada las 24 horas del día durante cuatro años y tres meses”.

El olor en la memoria

Ese fue el tiempo que estuvo retenido su padre. Y ese hedor fue una de las cosas que describió con más nitidez en los documentos que le legó a su hijo.

Llibert no pudo entender del todo a qué se refería hasta que visitó el campo en el año 2000.

“Las chimeneas de los crematorios estaban a 50 metros de las barracas donde dormían los presos”, recuerda, aún impactado.

Cuando el ejército estadounidense entró en Mauthausen, el 5 de mayo de 1945, las banderas republicanas españolas habían sustituido a las insignias nazis y el portón de entrada a la fortaleza estaba cubierto por una gran pancarta en la que se leía: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras”.

De los 7.189 españoles que entraron en el campo, solo 2.374 vivieron aquel momento. La mayoría estaba fichada como enemigos de la dictadura franquista y no pudieron volver a España hasta que murió Franco en 1976.

Ahora, a 70 años de su liberación, solo quedan 25.

Una vez libre, Joan Tarragó escribió a su mujer, que seguía viviendo en Cataluña. Después de que ella pasara clandestinamente la frontera, se reunieron en Andorra en 1946, tras ocho años de separación.

“Nueve meses más tarde nací yo”, ríe Llibert Tarragó, a quien le pusieron el nombre por la palabra catalana Llibertat: en español, libertad.

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