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Cultura

9 de Julio de 2015

Editorial: Nuestro equipo

Tiempo atrás conocí en un restaurante de Providencia a Jean Beausejour. Estaba con su manager y un primo que era funcionario en la alcaldía de Estación Central. Por entramados que no viene al caso revelar, terminé sentado con ellos en una larga sobremesa. Él se burlaba de su primo que, tras años de izquierdismo, ahora […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Tiempo atrás conocí en un restaurante de Providencia a Jean Beausejour. Estaba con su manager y un primo que era funcionario en la alcaldía de Estación Central. Por entramados que no viene al caso revelar, terminé sentado con ellos en una larga sobremesa. Él se burlaba de su primo que, tras años de izquierdismo, ahora trabajaba para un UDI. Me dijo que de haitiano no tenía nada salvo la cara, que toda su familia era mapuche, que su padre carnal apenas pasó por Chile el tiempo suficiente para engendrarlo, y que quien de verdad había hecho las veces de padre era su abuelo Coliqueo, natural del Alto Huilo, en la comuna de Freire. Ahí había pasado todos los veranos de su infancia, subiéndose a las carretas con ruedas de metal, y arreando animales por los potreros. Ahí mismo aprendió el gusto por la lectura y por la política. “He pensado”, me dijo, “algún día dedicarme a la política”. El resto fueron conversaciones de esas en que uno olvida el contenido y recuerda la experiencia. A partir de ese día, que ya era noche cuando nos separamos, lo consideré mi amigo, y desde entonces, cada vez que aparece en la cancha, siento que soy un poco yo mismo el que corre y la toca cuando “la lleva” Beausejour. Supongo que algo parecido les pasa a los pobladores de Conchalí cuando Gary Medel tranca a un contrario, o cuando se enfurece y se calienta, y, como dice él, “reacciono sin pensarlo”. Dos horas le tomaba al Gary llegar en micro hasta San Carlos de Apoquindo cuando era niño y comenzó a entrenar con la Universidad Católica, las mismas dos horas que los obreros de su cuadra tardan en llegar a la construcción de una casa en el barrio alto. No hay hijos de rico en este equipo. El Rey Arturo es vástago de otro padre que se fue. A su madre Jacqueline la tiene tatuada en el brazo. Al rey le decían “Cometierra”, porque pasaba el día peloteando en el polvo. El dinero todavía no ha conseguido cambiar a estos gladiadores. Aún no son Bam Bam. Adentro de sus lujosos autos deportivos, son el mismo pelusa al que años atrás sacaban de la fila si intentaba subirse a uno de muestra en el mall. Charles Aránguiz viene de Puente Alto, el Huaso Isla de Buin, Alexis de Tocopilla, Eduardo Vargas de Renca, Matías Fernández de La Calera, Bravo de Viluco, Pizarro de Valparaíso, el Mago de La Florida, Marcelo Díaz de Padre Hurtado… No sé bien por qué escribo esto. Quizás porque Nicolás Ibañez sacó toda su plata del país temiendo perder unos pesos en tiempo de dificultad, mientras estos que se emborrachan, chocan y pecan, lo dejan todo en la cancha en nombre de su comunidad. Mi amigo Jean le dedicó el triunfo a los que habían sufrido donde ahora nosotros éramos felices. Porque ahí fuimos felices. Como cantó Claudio Palma para el gol que más gritamos antes de la final: “Acto de justicia… Se metió un huaso sin caballo… Y celebran los postergados, los separados, los terremoteados, los abusados, celebramos todos, de Arica hasta Tierra del Fuego”, donde la felicidad brilla y se quema al mismo tiempo.

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