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Opinión

10 de Julio de 2015

Si somos americanos, ¿tenemos las mismas manos?

Existe un famoso cuadro del francés Jacques Louis David que muestra a Napoleón Bonaparte montado en un majestuoso caballo blanco al momento de cruzar los Alpes. El emperador tiene la mirada henchida de poder y su brazo derecho erguido en diagonal hacia el cielo. Lo llamativo es la mano del héroe: se asemeja a la […]

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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Existe un famoso cuadro del francés Jacques Louis David que muestra a Napoleón Bonaparte montado en un majestuoso caballo blanco al momento de cruzar los Alpes. El emperador tiene la mirada henchida de poder y su brazo derecho erguido en diagonal hacia el cielo. Lo llamativo es la mano del héroe: se asemeja a la mano de Dios de la Capilla Sixtina pintada tres siglos antes por Miguel Ángel. La lectura más obvia diría lo siguiente: el origen divino del mundo ha sido reemplazado por su origen moderno.

Las manos han sido decisivas en la historia de las imágenes y del arte: empuñadas en el discurso clásico de la izquierda (como en las brigadas muralistas tipo Ramona Parra), rompiendo cadenas (como en las monedas de 10 pesos durante la dictadura), implorando clemencia (en las escenas de masacres o matanzas) o siendo ejemplarmente cercenadas en bárbaras ejecuciones (como antaño a los rateros orientales o a los representantes de nuestros bravos ancestros, cuyo mítico ejemplo lo encarna el indomable Galvarino).

Pero no todas las imágenes de manos han sido tan épicas y trágicas. Hay también las de tipo vulgar. Muchas expresiones dan cuenta de ello: “con las manos en la masa”, “correr mano”, “manos de monja”, “lavarse las manos”, “manito de guagua”, “manos negras”, “manos bañadas en sangre”, etcétera. En todos estos casos, las fundantes manos de Dios y de Bonaparte han caído a la realidad común y corriente, incluso a las zonas más sucias y abyectas. Un ejemplo: en 1994 el pintor chileno Juan Domingo Dávila creó una risible imagen del libertador Simón Bolívar. Escándalo mayúsculo (los más ofendidos: las sociedades bolivarianas de Venezuela y Colombia). El venerado prócer aparecía con rasgos negroides, un buen par de tetas, montado sobre un caballo pachacho y mal pintado. Pero lo más relevante era el gesto obsceno de su mano izquierda, donde sobresalía el dedo medio, un grotesco clásico del insulto callejero.

Con esta imagen Dávila hizo trizas uno de los más cándidos pensamientos de la región: la hermandad de los pueblos que la habitan. América no es más que un continente dividido por irresueltos conflictos territoriales, raciales y sexuales. Así la Copa América, que debiera unirnos, produce lo contrario: refleja odiosidades que anidan en el inconsciente colectivo de cada nación. El dedo de Gonzalo Jara en el trasero de Edinson Cavani lo confirma. Un chileno le hace a un uruguayo lo que los uruguayos les han hecho históricamente a los chilenos. Por esta clase de chorezas, nuestra imagen en estos últimos años no es vista con cariño por la mayoría de los países del continente (“Argentinos mal vestidos”, nos dicen afuera).

Sin duda, el chileno se ha vuelto invasivo. No teme meter las manos en la masa. En el trasero de la región. Por fin hemos aprendido algo del viejo Maquiavelo: el fin justifica los medios. Viva el cinismo, el exitismo, el individualismo y la justificación positiva del chovinismo de masas. Hay que ganar a como dé lugar, aprendiendo los viejos trucos del Atlántico. Correrle mano al rival y dejarse caer en cámara lenta con las manos en la cara (tras recibir el golpe de un “carerraja” –como dijo David Pizarro– cogido en su propia trampa).

Por suerte, entre manos épicas y manos abyectas, existen también las telúricas y pachamámicas: aquellas que brotan “de las entrañas de la tierra” y conservan intacta la hermandad de los pueblos americanos. Un ejemplo preciso de esto son las esculturas del chileno Mario Irarrázabal, en particular las emplazadas en Punta del Este. Sin embargo, tenía razón el Simón Bolívar de Dávila: la unidad americana es un mito. Algunos hinchas uruguayos lo han testimoniado, dejando por estos días los regordetes dedos de nuestro escultor bañados en un reivindicativo tono celeste y tapizados de mensajes alusivos a sus humillados jugadores charrúas, en un nuevo gesto de fraternidad continental.

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