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Reportajes

10 de Julio de 2015

El Padrino y el Barra Brava (y un periodista en el medio)

El 27 de septiembre de 2007, una noticia insólita apareció en casi todos los diarios del mundo: en Buenos Aires, a Francis Ford Coppola le habían robado el computador donde tenía el guión de la película que estaba por filmar, además de mucha información personal. Coppola rogó que le devolvieran su equipo y hasta habló de una posible recompensa, pero nada pasó. Tuvo que reescribir el guión, hizo su película y el robo pasó al olvido. Lo que nadie supo hasta ahora, ni siquiera la policía, es que meses después el cineasta sí recuperó el computador a través de una negociación secreta. Y que lo tenía uno de los más poderosos –y peligrosos– jefes de “La 12”, la barra brava de Boca Juniors. El periodista que contactó a las partes y llevó la negociación –y que aquí, en resguardo de su seguridad, firma con seudónimo–, publica en The Clinic por primera vez la historia en la que un mafioso de una villa de Buenos Aires extorsionó al creador de “El Padrino”.

Por

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Soy quien le devolvió a Francis Ford Coppola la computadora que le robaron en Buenos Aires en septiembre de 2007. La tenía uno de los jefes de la barra brava de Boca, quien me pidió que contactara al director de “El padrino” y le pidiera un rescate.

Soy argentino y trabajo como productor de TV en programas periodísticos. Cuando ocurrió esta historia trabajaba en una empresa multinacional, por eso durante el primer semestre de 2008 estaba viviendo en Santiago de Chile. Uno de mis reportajes era sobre las barras bravas y mi investigación comenzó en el fútbol chileno. Hicimos entrevistas y grabaciones con las dos barras más importantes: “Los de Abajo” y la “Garra Blanca”. Entonces surgió un dato revelador: los “barras” chilenos viajaban regularmente a Buenos Aires para entrenarse con sus colegas argentinos.

EL “CHUNGO”

Las barras bravas existen en Argentina desde principios de los años 80. Como se sabe, son grupos de choque que además de alentar a su club pelean contra las barras enemigas y les roban banderas y estandartes. Sus líderes, casi todos de origen marginal, suelen cargar con un prontuario de denuncias y delitos. Cuando me tocó investigar este tema, los principales jefes de “La 12” –la barra de Boca Juniors– estaban presos por una agresión a la barra de Chacarita ocurrida en 1999, mientras los jefes de la barra de River Plate estaban detenidos por el asesinato de un hincha de su propio equipo el 6 de agosto de 2006, durante un enfrentamiento entre dos facciones de la barra que se disputaban el poder.

Como los hinchas chilenos viajaban a Buenos Aires para entrenarse (los de Colo Colo visitaban a Boca y los de la “U” a Racing Club), nosotros hicimos lo mismo. Logramos realizar una entrevista con “La 12” dentro de La Bombonera, el estadio de Boca. Fue ahí donde conocí a quien por razones de seguridad llamaré el “Chungo” (este no es su verdadero apodo). El Chungo era una de las caras nuevas que lideraban la barra de Boca, aprovechando la detención de los antiguos líderes.

Estuvimos en Buenos Aires entre el 21 y el 23 de junio de 2008 para hacer las entrevistas. La barra de Boca nos exigió 500 dólares, que debían ser entregados la semana siguiente en un lugar de la ciudad. La logística de la entrega del dinero hizo que yo tuviese que hablar varias veces por teléfono con el Chungo desde Santiago.

En una de esas charlas, el Chungo me preguntó si conocía a alguna persona que trabajara en la productora de cine que Francis Ford Coppola había montado en Buenos Aires. “Puede ser, ¿por qué?”, respondí. Ahí soltó la bomba: tenía en sus manos la famosa computadora portátil que le habían robado al cineasta el año anterior. Lo primero que me dijo fue que él, inocentemente, había comprado una laptop usada y que al encenderla se encontró con un extraño nombre de usuario: “Francis Ford”. Esto último no podía ser cierto, pero la posibilidad de que lo primero sí lo fuera me llenó de curiosidad. Me comprometí con el Chungo a contactar a alguien que trabajara con Coppola.

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EL PADRINO ROBADO EN BUENOS AIRES

El 7 de junio de 2007 se produjo en la Argentina un inmenso revuelo mediático: llegaba a instalarse en el país Francis Ford Coppola. Sus planes eran montar una filial local de su productora Zoetrope (pagó U$S 900 mil por un hotel boutique de 550 m2 en el barrio de Palermo Viejo) y filmar “Tetro”, un largometraje que narra la historia de una familia de inmigrantes italianos en Buenos Aires, y el primero en mucho tiempo cuyo guión había escrito de su puño y letra.

Casi de inmediato comenzaron los castings de los actores locales que iban a participar de la filmación, compartiendo reparto con figuras como Vincent Gallo, Klaus Maria Brandauer o Carmen Maura. Durante esos días, el mundillo actoral porteño se encontraba revolucionado. Se rumoreaba que Coppola iba a ver obras de teatro sin previo aviso para seleccionar al elenco de “Tetro”. Era una broma común entre los actores anunciar la imprevisible presencia del director. “Come con la boca cerrada, que puede venir Coppola”, dijo alguien en una cena. Y no era pura fantasía. El actor Oski Guzmán trabajaba por entonces en la obra “El niño argentino” y recuerda que una noche alguien les anunció que el cineasta iba a ver la función. Allí quedó seleccionado Mike Amigorena.

Hasta que otro mundillo porteño se cruzó en el camino de Francis Ford. La madrugada del jueves 27 de septiembre, cinco personas asaltaron las oficinas de la productora en Palermo. Violentaron la puerta de ingreso, golpearon a un empleado y se robaron todo lo que pudieron, incluida la laptop donde estaba el guión de “Tetro”.

En la edición digital del diario La Nación de esa fecha, una empleada de Zoetrope declaró: “Lo único que queremos pedir es que por favor los ladrones devuelvan aunque sea la información que está dentro de la computadora de Coppola, donde está todo su trabajo creativo”.

El propio Coppola hizo lo que jamás había hecho desde que llegó a la Argentina: concedió una entrevista a la TV, rogando a los delincuentes que le devolvieran su computadora. “Perdí 15 años de trabajo”, se lamentaba. El reclamo no tuvo efecto, aunque unos días después sucedió algo inesperado. El 3 de octubre, en DeRemate.com, se publicó la siguiente oferta: “10 cds backup laptop Francis Ford Copola!!!!!!!!!!”. El ofrecimiento estaba firmado por “severoarcangelo”, un usuario que había iniciado actividades tres días antes. Sin embargo, el 4 de octubre, luego de 11 ofertas y 442 visitas, la oferta desapareció tan misteriosamente como había aparecido. Luego de ese hecho, nada más se supo de la computadora de Francis Ford Coppola.

Pero el cineasta no se dejó vencer y reescribió las partes de su guión que había perdido. Así, entre el 31 de marzo y el 27 de junio de 2008, se rodó “Tetro” en Argentina. Las escenas restantes se filmarían en España y el estreno de la cinta se anunciaba para el año siguiente.
Casi al mismo tiempo que Coppola terminaba su rodaje, yo estaba por finalizar mi reportaje sobre las barras bravas en Chile. Luego de resolver con Chungo el pago de los 500 dólares que nos cobró por grabar con ellos en La Bombonera, él me pidió mi mail. Insistía en que lo contactara con alguien de la productora de Coppola. “Hay plata, buena plata”, me dijo.

Mi estadía en Chile continuó con el sobresalto que me provocaba esta confidencia. Sentía mucha intriga. Me imaginaba la computadora de Francis Ford Coppola durmiendo en una villa miseria del Gran Buenos Aires. La intimidad del gran Coppola violada por un chorro porteño.
Pero por otro lado, ¿cómo saber si el supuesto ladrón no quiere hacerme cómplice de su delito? Y suponiendo que me meta en este lío, ¿cómo tendría que manejarme para que Coppola y su gente no me tomen por representante del crimen organizado? ¿Qué tal si la productora decide denunciar esta situación? ¿Qué debería decirle a la policía? ¿Entendería el Chungo que no quise perjudicarlo? ¿Y si él quiere matarme porque lo denunciaron? ¿Y si le hace algo a mi familia? Estas preguntas me acompañarán a lo largo de los dos meses y medio que dura esta historia.

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¿CÓMO LLEGAR A FRANCIS FORD?

Algunos colegas me aconsejaron que, para no arriesgarme a perder el control de la situación, intentara contactarme con la productora de Coppola pero “desde arriba”. Es decir, que llegara a los escalones más altos de Zoetrope, achicando lo más posible el círculo de quienes iban a manejar la información. Pero nadie sabía decirme cómo llegar a esos escalones.

Comencé a investigar el robo en Internet y allí surgió la publicación del remate virtual de los discos que contenían el “backup” de la computadora robada. Le mandé un correo a Chungo para confirmar que esa era su dirección de e-mail, le pregunté si había cobrado el dinero de la grabación y al final quise saber si los discos habían sido vendidos en el remate virtual.
Me contestó al otro día. Escuetamente confirmó que había recibido el sobre con el dinero y que lo de los CD lo había “bajado”, retirando la oferta.

A medida que los días pasaban y que mi estadía en Chile llegaba a su fin, mi ansiedad por resolver este caso aumentaba. Necesitaba contactar a alguien que trabajase con Coppola. Por el momento, sólo había logrado saber de una profesora de inglés que prestaba servicios en Zoetrope y de una vestuarista que había trabajado durante los primeros días del rodaje de “Tetro”. Pero ni una profesora de inglés ni una vestuarista me parecieron adecuadas para llegar a la empresa de Coppola “desde arriba”.

Ya en Buenos Aires seguí averiguando con gente de distintas productoras, hasta que alguien me habló de una tal Javiera, jefa de locaciones de “Tetro”. Eso sí era lo que buscaba. Por primera vez sentí que me estaba acercando. Ese mismo día llegué a mi casa y marqué el número que me habían pasado. Me atendió Javiera. Me presenté y le dije que quería verla para hablar de algo importante. Ella reaccionó desconfiada. Entonces le conté que un entrevistado decía tener la computadora robada de Francis Ford Coppola. Quedamos en vernos al día siguiente.
Me sentí feliz. Por fin tenía una cita con alguien que tal vez podía ayudarme a resolver este entuerto. Pero también empecé a asustarme. Imaginé que ella iba a la cita con un policía y pensé de inmediato en los argumentos que tenía que dar si eso pasaba: mi rol de periodista, el derecho constitucional a resguardar nuestras fuentes de información. Denunciar a un barra brava a la policía, con las consecuencias que eso pudiera traerme, nunca estuvo dentro de mis planes.

A la mañana siguiente, mientras iba en mi coche al encuentro con Javiera, llamé al Chungo. Quedamos de encontrarnos esa misma tarde a las 15 horas, en una gasolinera ubicada en la Avenida General Paz.

Cuando llegué a la cita con Javiera me encontré con una mujer menor de 30 años y con una sonrisa maravillosa. Nos fuimos a tomar un café al bar Amarello del barrio de Núñez, lugar que se transformó en nuestro punto de reunión durante toda esta historia. Ese primer día le conté todo. Ella ya no trabajaba en Zoetrope porque había finalizado el rodaje, pero seguía relacionada con gente de la empresa y ellos estaban en permanente contacto con Coppola, quien por cierto ya no vivía en la Argentina.

Le dije que en unas horas me juntaría con Chungo para ver la computadora, pero ella no creía que fuera el ordenador de su jefe. Habían pasado diez meses desde el robo y mi contacto le parecía un mentiroso. La invité a venir a la cita con el Chungo. “¡Ni loca! No quiero tener nada que ver con ese tipo”, dijo casi preinfartada. De todas maneras me pidió que la llamara luego de reunirme con él. Le pasé las coordenadas del encuentro y le anticipé que ella era la única persona que sabía adónde me dirigía. “Si me llegara a pasar algo…”.

Mientras iba a mi siguiente reunión, la posibilidad de estarme metiendo en un lío volvió a provocarme una ansiedad que iba en aumento. Temía que Javiera y también el Chungo desconfiaran de mí y me traicionaran, pero, por alguna razón, no tenía dudas sobre la autenticidad de la computadora.

A pocas cuadras de llegar, llamó Javiera. Había hablado con la gente de Zoetrope y le pedían fotos de la laptop. Yo había previsto ese detalle y llevaba mi cámara de fotos. “Cuidate”, me dijo y colgó. Enseguida llamó el Chungo: ya había llegado al punto de encuentro y criticaba mi impuntualidad.

LA PRIMERA NEGOCIACIÓN

Llegué al parking de la gasolinera y bajé de mi coche. Me sobresalté con la bocina desde uno de los autos estacionados. El Chungo estaba adentro de su Mini Cooper. Me subí al auto y descubrí que, apoyada sobre el volante, tenía una MacBook Pro plateada de 17 pulgadas. “Este es el bichito”, me dijo mientras pasaba el dedo sobre el mouse. “Deberías sacarle unas fotos”, agregó. Le dije que traía conmigo la cámara y me pasó el bichito.

Tenía en mis manos la computadora de Francis Ford Coppola y tenía a mi lado a un barra brava adentro un coche de lujo. Estaba fascinado con esa Mac. Lo primero que vi en el Escritorio fue una carpeta que decía “Javiera”. Hago clic sobre ella y aparecen decenas de fotos de locaciones de la ciudad de Buenos Aires. Ya no tenía dudas de que era la laptop robada a FFC. El Chungo me la pidió y abrió otra carpeta. Apareció la cara de Coppola reproducida en decenas de imágenes chiquitas. Saqué mi cámara y registré cada una de las ventanas que aparecían en el monitor.

Luego me mostró un video donde aparecía un joven oriental de pelo largo y otro hombre mirando a cámara. Y en otra ventana apareció el guión de “Tetro”. El texto por el que Coppola había rogado que le devolviesen su computador diez meses atrás. Ya estaba asustado.

Entonces el Chungo me mostró la imagen de un yate.
–¡Mirá la plata que tiene éste! ¿Sabés cuánto le podemos sacar?
–Yo no quiero nada –aclaré.
–Vamos mitad y mitad.
–No quiero nada –insistí, aunque débilmente. No quería que el Chungo supiera que mi única intención era escribir este artículo. Ser testigo de la historia en la que el director de “El padrino” es extorsionado por un “padrino” argentino criado en una villa de emergencia del conurbano bonaerense. Contar la relación entre la mafia de ficción creada en un estudio de cine y la mafia verdadera, la delincuencia genuina de un villero de la Argentina.

Le pregunté cuánto dinero quería por la computadora y me dijo que averiguara cuánto estaban dispuestos a pagar. Tuve que insistir varias veces para que me dijera una cifra, hasta que lo convencí: “La computadora sola, vale 4 mil dólares. Si quiero, la vendo en ese precio, pero además está la información, los guiones… No sé cuánto vale, pero es caro”, me dijo antes de despedirnos.

Al subir a mi coche tiritaba de emoción y de temor. Miraba mi cámara de fotos en el asiento del acompañante como a un tesoro. Llegué a enorgullecerme por ser “la única persona en el mundo” que tenía esa información. Llamé a Javiera: “Tengo las fotos. Es la computadora de Coppola”, le dije. Media hora después, mientras copiábamos las fotos en la PC de Javiera, nos reíamos de los nervios. Le conté cuáles eran los cálculos del Chungo: cuatro mil dólares por el equipo, más otro precio por la información que contenía.

Ella estaba indignada. La violación de la intimidad de Francis –como ella lo llamaba– le parecía inaceptable. Javiera vive en un mundo diametralmente opuesto al de la delincuencia. Y los odia. Su realidad cotidiana y la de gente como Chungo solo se cruzan en las noticias, en las crónicas de los diarios o en un semáforo, cuando alguien la aborda para limpiarle el parabrisas. Me cuenta que una vez ella misma fue asaltada. Está convencida de que tipos como el Chungo son un flagelo para la sociedad y deberían estar en la cárcel. No considera que un delincuente no se “hace” solo. No se cuestiona las condiciones de vida que llevan a que una persona tenga una conducta determinada, producto del mundo en el que vivió sus años más importantes, los de la niñez, los de la educación, donde aprenden lo que está bien y lo que está mal, lo que deben hacer y lo que no. Y por supuesto, Javiera tiene ganas de llamar a la policía.

Sin embargo, para mi tranquilidad, ella también sabe que en Argentina la relación entre la policía y los delincuentes es muchas veces de complicidad. Y que en cualquier caso, si ellos quieren encontrar al Chungo antes de que terminemos la negociación, el riesgo de que el barra brava me pase la cuenta es real. La verdad es que los dos estábamos sumamente incómodos y nerviosos con toda la situación. Nos abrumaba tanto el hecho de estar legitimando el robo al negociar con Chungo, como la posibilidad de que la policía se enterase.

Mientras analizábamos este panorama, planteé que me quería bajar del trato. “Si vos te bajás, yo también y se acaba el problema”, dijo Javiera. Casi acepto. Pero algo me impulsaba a continuar.

La curiosidad, la necesidad de acomodar el desorden del universo. Es como cuando uno entra a un sitio y se encuentra con un cuadro que está apenas torcido. Ese desequilibrio óptico no permite quitarle los ojos de encima. Aunque no sea la casa de uno, hay que corregir ese error. Hay que estirar la mano y torcer levemente el cuadro hasta que quede perfecto. ¿Sólo por eso me estaba metiendo en este enredo? Bueno, hasta cierto punto. También contaba el detalle de que acomodar el cuadro, en este caso, significaba convertirme en el mediador entre el creador del mafioso más famoso del mundo, Don Corleone, y Chungo, capo de una de las organizaciones mafiosas más importantes de la Argentina, “La 12”.

Dos días después Javiera me citó a nuestro bar. Se había contactado con Francis (ya era casi un íntimo en mi vida). Le envió las fotos y le contó de los cuatro mil dólares que Chungo pedía.

Coppola estaba interesado en recuperar la información personal que tenía en esa laptop, pero ya no necesitaba el guión de “Tetro”, así que esta era su contraoferta: sólo pagaría mil dólares por la información y que Chungo se quedara con la computadora para venderla. Nunca se me hubiera ocurrido esa salida.

Quise llamar al Chungo en ese mismo momento, pero comunicarse con un líder de “La 12” no es fácil. Cambia de teléfono regularmente y no tiene grabados los números de sus contactos en su móvil. La metodología que aplicaba con él era mandar un SMS que decía “¿Estás?”. A lo que a veces contestaba con un económico “Sí”. Entonces lo llamaba inmediatamente.

Lo llamé con Javiera a mi lado. Quería que ella escuchara cómo era mi relación con él y saliera de cualquier duda sobre mi participación en el trato. Salimos del bar, puse el altavoz del teléfono y le dije al fanático lo que ofrecía Coppola. “¿Mil dólares?”. Chungo dudó unos segundos. Contestó que sí. Nos abrazamos con Javiera en el medio de la avenida como si Argentina le hubiera ganado una final a Inglaterra.

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LA RUMANA Y EL JAPONÉS

Al día siguiente, Javiera me llamó para contarme que había averiguado cómo sacar la información de la MacBook Pro. Quería que nos juntáramos en mi departamento esa misma tarde. Yo imaginé que era tan simple como conectar un disco duro externo al ordenador robado.
Llegué a mi departamento y preparé café para la reunión. Tocaron el timbre y mi sorpresa fue suprema al ver a tres personas: Javiera, una mujer rubia alta y un tipo de pelo largo con rasgos orientales. Muy parecido al del video que me había mostrado el Chungo cuando revisamos el bichito.

Los dejé entrar mientras miraba a Javiera sin comprender. Los invitados eran una rumana llamada Adriana Rotaru y “Maza”, un japonés norteamericano. Ella, jefa de producción de Coppola. Él, jefe técnico del director. Adriana Rotaru se me figuró como la encarnación femenina del dictador rumano Nicolae Ceausescu. Una mujer así solo puede trabajar de jefa, hacer trabajar a la gente. El tal Maza era un japonés fanático de la tecnología. Nerd y decidido, traía un bolso amarillo y una especie de vieja tabla para lavar ropa, pero de plástico. Javiera me anticipó que sus amigos solo hablaban inglés.

Maza sacó del bolso amarillo una Mac blanca, una carpeta negra, un disco duro externo y un disco duro nuevo, interno. Sin preguntar nada, iba ordenando todo sobre la mesa.
Comenzó a enunciar un largo discurso sobre las dos alternativas existentes a la hora de extraer los datos de una computadora. La primera es traspasar todo a un disco externo, pero él había hecho la prueba el día anterior y había tardado casi 6 horas, un tiempo que la batería del ordenador de Coppola no iba a aguantar. Mientras hablaba, yo me imaginaba las seis horas junto a Chungo en su Mini Cooper y no me hacía mucha gracia. Por suerte el japonés se inclinaba por la segunda opción: desarmar la MacBook Pro y cambiarle el disco duro. Él quería que yo hiciera ese trabajo. Le respondí que estaba loco. No le importó. Mientras yo lo miraba estupefacto, Maza empezó a explicarme cómo era el trabajo.

En la carpeta negra tenía impresos todos los pasos necesarios para desarmar la Mac. Cada hoja iba adentro de un folio de nylon y al inicio de la carpeta, pegados con cinta adhesiva, había dos destornilladores. El esquema didáctico estaba ideado para que yo no pudiese saltarme ningún paso del desarmado ni del posterior rearmado.

Comenzó a desarmar la Mac portátil que había traído, para lo cual la apoyó en lo que yo pensaba era una tabla de lavar ropa y él presentó como una mesa de trabajo técnica para especialistas. La había traído porque esa sería la manera en que yo iba a trabajar en el auto del Chungo.

Como un maestro de escuela, Maza combinaba el dictado de las instrucciones escritas en inglés con las acciones que hacía con la computadora. A medida que avanzaba, ponía cada tornillo que sacaba dentro del folio que contenía la hoja del paso correspondiente. Yo estaba atónito. Tenía en mi living a una rumana y un americano de origen japonés enseñándome a desarmar un ordenador portátil para una transacción ilegal, todo hablado en inglés. La naturalidad con la que actuaban me tranquilizaba, pero a la vez me atemorizaba. En veinte minutos Maza ya había cambiado el disco duro.

Entonces llegó mi turno. Me obligó a armar de vuelta la computadora siguiendo los pasos inversos a los que él había ejecutado. Me encontré con un destornillador en la mano frente a una computadora desnuda. Todos comenzaron a mirarme fijamente, dedicados a registrar cada movimiento que hacía para practicar la tarea que, sin esperar mi aprobación, me habían encargado: desarmar la MacBook de Francis Ford Coppola y extraerle el material que el director estaba esperando. Sentí mucha tensión. Mis tres invitados sonreían y hacían como que no pasaba nada, pero no confiaban en mi pulso, y yo tampoco.

Intenté colocar el primer tornillo con la mano temblorosa, pero medía menos que una pulga. No tengo dedos de cirujano y temí lo peor: que el tornillo se cayera adentro de ese mundo de plaquetas, cables y circuitos y desapareciera para siempre. No quería hacer ese trabajo, pero era indispensable para terminar con esta historia. Finalmente el tornillo entró, lo ajusté y quedó firme. Esa prueba superada disparó el primer grito de aliento de Maza: “Great!”.

Las exclamaciones del jefe técnico de Coppola se irían sucediendo a medida que yo iba cumpliendo los pasos con éxito. Yo ya me sentía como Tom Cruise en “Misión imposible”. Creí que luego de ese paso, Maza me iba a obligar a hacer todo el proceso con los ojos vendados.
Luego de media hora de trabajo duro, logré el objetivo. Sentí una especie de orgullo personal por recibir la felicitación del mundo del cine internacional que me rodeaba. Era como ganarse el Oscar: el premio (el destornillador) me lo entregaba el chino, el discurso de felicitaciones lo daba la rumana.

Pero después de toda esa faena, les dije que el disco duro iba a tener que cambiarlo Maza. Si me había sentido presionado por la troupe de Zoetrope en el living de mi casa, no me imaginaba lo que iba a sentir con Chungo adentro de su auto. Además, él me conocía como periodista y no como técnico informático. “Cuando me vea desarmando su computadora no creo que le guste la imagen. Que Maza venga conmigo a la reunión y lo cambie”, dije seguro.

Maza cambió de amarillo a blanco, sonrió y miró a la rumana. Ella con otra sonrisa dijo que no era lo mejor. Que no querían tener nada que ver con Chungo y que yo lo había hecho muy bien. Yo insistí en mis argumentos, pero cuando el carácter de la rumana salió a la luz y se negó rotundamente, cedí. Me di ánimo pensando que Chungo, quizás, ya confiaba en mí lo suficiente como para pasarme la computadora y que yo la desarme en mi casa.

Sin embargo, después de despedir a mis visitas, estaba muy nervioso. Ahora tenía sobre la mesa de mi living un bolso amarillo lleno de implementos para desarmar una computadora en manos de delincuentes.

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EL VIAJE A BARCELONA

Al otro día, fue Chungo el que me llamó para encontrarnos esa misma tarde, en la gasolinera de siempre. Llamé a Javiera para que estuviera al tanto de mi paradero y partí.

Chungo, esta vez, no estaba solo. Había venido con otro barra, el Gordo. La conversación fue corta. Dijo que ahora quería 3 mil dólares por la información. Le respondí que la oferta de la productora era de mil. Ellos se rieron, yo no: ahora estaba negociando con dos barrabravas de “La 12”. Para presionarme, Chungo le preguntó al Gordo cuándo era el partido en Barcelona. “El próximo fin de semana”, fue la respuesta. Boca iba a viajar a España para jugar la Copa Joan Gamper y ellos iban a ir en el avión con los jugadores, como lo hacen casi todos los barrabravas argentinos cuando hay un partido internacional. Me dijeron que el pasaje se los pagaba el club.

El Chungo fue al grano: si no le daban la plata antes de ese viaje, iba a vender la laptop en Barcelona. Sin esperar mi respuesta, se levantó de la mesa para buscar un café con leche. Entonces el Gordo me explica que el Chungo no estaba en condiciones de aceptar los mil dólares. “En otro momento te digo que los agarra, pero hoy no, está tan mal”. Se refería a la debilitada posición económica y política del Chungo como jefe anónimo de “La 12”, situación que iba a ser clave para el desarrollo posterior de la negociación.

Antes de despedirnos, Chungo me cuenta que va a dejar el Mini Cooper porque tiene que dárselo a alguien a quien le debe dinero, y que a cambio le iban a entregar un Volkswagen. No lo noté muy angustiado por perder su auto, más bien parecía naturalizado con ese tipo de cuestiones. Esa tarde fue la última vez que vi su Mini Cooper.

Ni bien terminé el encuentro con los barras llamé a Javiera y le conté de la nueva oferta del Chungo. Ella veía improbable que Francis quisiera pagar más. Yo le dije que el Chungo tampoco iba a ceder y le conté lo del viaje a Barcelona. Quedó en llamarme con una respuesta, pero insistió en que nuestra “misión” –así le decía ella– había terminado.

No supe más de Chungo durante los siguientes siete días. Cada día de esa semana, veía el en mi living el bolso amarillo con el kit que me había dejado el japonés. Más de una vez estuve a punto de cargarlo en mi coche, llevárselo a Javiera y dar por fracasada la operación. Boca jugaba ese domingo en Barcelona y seguramente el Chungo ya había negociado la Mac con algún marroquí en el barrio del Raval. Pero no. No lograba resignarme.

La noche del domingo, después del partido, Chungo llamó a mi celular. Sólo me dijo que no había viajado a Barcelona y que nos viéramos al otro día a las 8 de la noche.

UN BARRA BRAVA ASUSTADO

Cuando llegué a la cita, Chungo estaba distinto. Se lo veía asustado. A diferencia de casi todos los encuentros anteriores, no entramos al bar de la gasolinera: nos quedamos conversando en su nuevo Volkswagen. Me citó para decirme que su última oferta eran dos mil dólares, pero que de esa cifra no se movía. Yo me comprometí a transmitir su mensaje, pero mi interés era otro: ¿por qué él no estaba en España en ese momento?

Me contó que estaba amenazado de muerte. Una facción de “La 12” lo quería matar. ¿Por qué? Querían derrocarlo, y en las barras bravas, como en casi toda organización mafiosa, la única manera de desbancar al jefe es quitándole la vida (o la libertad, con la cárcel).

Los viejos jefes de la barra de Boca, a quienes el Chungo había suplantado cuando los metieron presos, no estaban contentos con la forma en que él estaba manejando la barra, y mucho menos con el monopolio de poder y negocios que había logrado en tan poco tiempo. Chungo se jactaba de haber “pacificado” la tribuna, y de no haber tenido un solo hecho de violencia desde que estaba al frente de la barra brava más grande de Argentina. Pero las cosas se estaban complicando y no estaban dadas las condiciones para realizar el viaje: no sabía si volvía vivo de España.

Mientras me contaba todo esto adentro de su auto, Chungo no paraba de mirar hacia los costados y a los tres espejos retrovisores que lo rodeaban. Mientras lo escuchaba, también me asustaba. Podían intentar matarlo en ese mismo momento, conmigo a su lado. Podían matarme a mí. Aunque si me había citado en ese lugar público, pensé para calmarme, era para estar seguro. No se atreverían a dispararle con tanta gente alrededor.

También esa noche, después de ver a ese Chungo menos soberbio y más temeroso, vi más cerca que nunca la posibilidad de recuperar la computadora de Coppola.

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“ES UNA RATA!”

Cuando le avisé a Javiera de la nueva oferta, ella estaba sorprendida de que este conflicto en el que estábamos inmersos no acabase nunca. Otra vez era ella la que tenía que convencer a Francis de pagar el rescate.

Al día siguiente me avisó que Coppola, por e-mail, había respondido que su primera oferta era la última. Ahí entendí que Francis maneja los códigos de la mafia como nadie, que incorporó todo lo que aprendió cuando hizo la investigación para filmar “El Padrino”. Si conoces a un mafioso, conoces a todos, pensé. Chungo tendría que ceder y vender a mil dólares la información que estaba adentro la Mac. Yo tendría que convencerlo.

No volví a saber del Chungo por varios días más, pero tuve noticias indirectas suyas a través de los medios de comunicación. Boca jugaba el domingo siguiente en La Bombonera y ya desde el viernes los noticiarios anunciaban posibles enfrentamientos entre facciones enemigas de “La 12”. La policía estaba alertada y todos los ojos estaban puestos en el sector donde se ubica la barra. Habían decidido vender menos entradas para controlar los temidos incidentes.

Finalmente, no hubo hechos violentos durante esa jornada, y al otro día encontré al Chungo conectado al MSN. Le escribo que Coppola no había aceptado la oferta. “Es una rata!”, me contesta. Intento convencerlo de que tiene que aceptarla: no van a pagar más, y si no acepta, me va a hacer quedar mal. El Chungo no escribe por algunos minutos. Vuelvo a insistirle. Esta vez responde: acepta. Pegué un grito de alegría y lo llamé en ese mismo instante para arreglar la forma en que íbamos a resolver la transacción. Tuve que controlar mi tono de voz para no sonar exultante. La segunda noticia era aún mejor: dijo que podía pasarme la computadora y yo devolvérsela al día siguiente. Eso me permitía entregárselo a Maza para que hiciera el trabajo.

Llamé a Javiera para darle la buena noticia. Ahora ella tenía que darme los mil dólares por el rescate de la información.

EVITA TRAFICA DÓLARES

Al día siguiente el Chungo no quiso juntarse en la gasolinera de siempre, quería que nos viéramos en una calle del conurbano bonaerense. El horario tampoco era el de siempre: nos teníamos que ver a la noche. Inicialmente no desconfié ni de la hora ni del lugar, lo relacioné con las amenazas de muerte que había recibido. Pero a medida que transcurría la tarde fue cobrando fuerza la idea de una avivada de Chungo. Comencé a imaginar que en una calle oscura del conurbano el Chungo me sacaba el dinero y se quedaba con la Mac. Una acción desesperada de alguien que se sentía acorralado. Lo llamé para cambiar el punto de reunión y aceptó. Ahora lo pienso y daba igual: el Chungo siempre iba armado, podía robarme donde quisiera.

Javiera se comprometió a traerme los dólares a las seis de la tarde, pero al poco rato me llegó un SMS suyo diciendo que iba a retrasarse un poco. Estaba nervioso y asustado. No tenía el dinero y me iba a encontrar con el Chungo en un momento difícil para él y peligroso para estar cerca suyo. Los ataques de una facción de la barra brava a otra suelen consistir en emboscadas desde distintos coches, y se disparan muchos tiros. No hay tiempo para explicarles que yo no tengo nada que ver con el Chungo, que no pertenezco a su facción. El tiro me lo pegarían igual.

Recibí otro SMS de Javiera pidiéndome la dirección de mi casa: iba a enviar el dinero en un coche de Zoetrope. Media hora después suena el timbre y el chofer me entrega un sobre papel madera, aunque demasiado grande y pesado para contener mil dólares. Al abrirlo me encuentro con la cara de Eva Perón, una Evita joven, presentada como una mujer muy bella, con sus grandes ojos y sus hombros en blanco y negro. Es una revista con una biografía de Evita. Estaba sellada con cinta transparente en sus cuatro costados. Al abrirla encontré diez billetes de 100 dólares, justo en la página que contaba su romance con Perón.

Guiños de la historia. La “abanderada de los humildes” contra el imperialismo yanqui sirviendo como contenedor de mil dólares para un barra brava villero, peronista y bostero. Ser de Boca y peronista definió por años a las clases bajas de este país; una pareja de ideas y pasiones que atravesó todas las luchas sociales de la segunda parte del siglo XX. Ahora Evita traía la plata de Coppola para el Chungo.

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UNA TENSA TRANSACCIÓN

Es de noche y hace frío en una avenida del Oeste del Gran Buenos Aires. Cuando estaciono, veo el nuevo auto del Chungo, con él adentro, solo. Me recrimina mi impuntualidad.
Está aún más asustado que la última vez que lo vi. Se larga a hablar en un tono reflexivo, como analizando su vida, el camino que transitó en los últimos años, desde una infancia marginal a un presente cargado de poder y de lujos como uno de los jefes de “La 12”.

Yo estaba nervioso. Mientras Chungo me hablaba con su mirada perdida, sólo pensaba en bajarme cuanto antes de ese coche y llevarme la computadora de Coppola. La situación desesperada del Chungo y esa avenida vacía del conurbano bonaerense me daban la sensación de estar a la deriva, de que cualquier cosa podía pasarme. Tampoco podía demostrarle al Chungo lo que estaba sintiendo, y eso me ponía aún más tenso.

Por fin, en un momento me pasa una bolsa de papel con la marca de una tienda de ropa. Adentro estaba la Mac. A cambio le entrego el sobre con el dinero. Espero que cuente el efectivo (en ese momento recordé que yo no había lo había hecho), pero no lo hace. Se pone a hablar sobre la situación de la barra brava. Me cuenta que no quiere vivir en ese barrio, que no le gusta y que tiene el dinero suficiente para irse a un lugar más caro. Pero que en ese territorio está protegido. Que en las manzanas de su barrio está su gente, que en ningún lado estaría tan seguro como en el pobre poblado de La Matanza.

Mantengo la conversación, pero no lo escucho. Solo quiero disimular mi incomodidad por estar ahí y mi euforia por estar concretando con éxito la interminable operación. En cuanto termina su charla, me despido, anunciándole que lo llamaría al otro día para devolverle su laptop.
Volvía a mi casa con una mezcla de sentimientos. Alegría, tristeza, temor. Tenía la computadora en mis manos, pero estaba conmovido por el Chungo. Para él, el mundo del delito no ha sido un “desvío del camino”, sino la vida cotidiana. Y su caso no es muy distinto al de muchos que, como él, crecieron en los cordones de pobreza más miserables de Argentina. Algunos terminan muertos y muchos presos. Pero incluso los que logran escapar a esos destinos, viven presintiendo que algún día les tocará lo uno o lo otro.

Llegué a la casa de Javiera con la Mac y se comprometió a devolvérmela al día siguiente. Esa noche soñó que el Chungo entraba a su casa, tomaba de rehén a toda su familia y pedía a gritos que le devolvieran la computadora.

Al día siguiente esperé que Javiera me devolviera el ordenador, pero eso no pasó. No quería llamarla y parecer ansioso, pero me aterraba que Coppola decidiera quedarse con el ordenador y de esa manera yo traicionara mortalmente al Chungo. Pasé un día tremendo, mirando mi celular constantemente. Incluso me llame a mí mismo desde otro teléfono para corroborar que estuviera funcionando. Esperaba que la llamada de Javiera fuera antes que la de Chungo. Si pasaba lo contrario, no iba a tener cómo explicarle que no sabía dónde estaba su computadora.

Afortunadamente él tampoco me llamó durante ese día. Interpreté ese silencio como una presión. Era yo el comprometido a comunicarme con él. Finalmente, esa noche Javiera me envió un SMS: “La tengo en casa”. Ahora sí, esta historia se terminaba.

Al otro día me encontré con el Chungo y le presenté el viejo ordenador con un nuevo disco duro. Cuando apretó la tecla de encendido, tardó en reaccionar y yo recordé que no lo había probado. Solo quería darle el objeto, devolverle lo que a estas alturas ya le pertenecía. Me dio un poco de miedo de que no funcionara. ¿Qué pasaba en ese caso? La máquina, después de unos segundos, se encendió correctamente. Para satisfacción del Chungo, de Francis Ford Coppola y mía, todo había vuelto a su orden natural.

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