Opinión
2 de Agosto de 2015Un hombre aparte
El jueves recién pasado falleció el Premio Nacional de Música (2004) Cirilo Vila. Apenas supe la noticia, se me aparecieron un sinfín de recuerdos acumulados a lo largo de los cinco años en los que fui su alumno en la Universidad de Chile: las larguísimas esperas antes de que él llegara a enseñarnos acompañado de […]
Juan Pablo Abalo
El jueves recién pasado falleció el Premio Nacional de Música (2004) Cirilo Vila.
Apenas supe la noticia, se me aparecieron un sinfín de recuerdos acumulados a lo largo de los cinco años en los que fui su alumno en la Universidad de Chile: las larguísimas esperas antes de que él llegara a enseñarnos acompañado de alguna partitura, sus únicas interpretaciones al piano de Schumann, Schubert o algún tango de turno, su unitaria y profunda comprensión de la historia de la música chilena, sus sorprendentes recomendaciones de cine y poesía, sus recuerdos de Messiaen, su “es una posibilidad” como respuesta generosa a tareas en las que no dábamos pie con bola, los fallidos tres intentos que hice de entrevistarlo (para esta revista) y que mágicamente, con su astucia silenciosa y desapego al protagonismo, lograba transformar en clases de análisis u orquestación; y, por sobre todo, sus conversaciones sobre música dentro y fuera de la sala de clases (recuerdo particularmente una sobre las similitudes entre Gardel y Enrico Caruso que cambió por completo mi comprensión de la música y de la separación entre lo popular y lo que no lo es).
Pero junto con esos recuerdos, me surgió casi de manera automática una pregunta: ¿qué se va con la muerte de Cirilo? Pienso que son muchas las cosas que perdemos y lo sabremos con el tiempo.
Al musicólogo Rodrigo Torres le escuché decir que entrar a una clase de Cirilo era como entrar a un mundo. Mi experiencia fue esa. Cada vez que entraba a su sala del sexto piso de doble puerta tenía la sensación de entrar a un Chile antiguo, muy antiguo, un Chile poco pretencioso, sencillo, conversador, a su tiempo, o como de un tiempo detenido, uno en el que el amor por la música era a prueba de balas y donde era la música la que estaba en primer lugar, uno después. Un mundo en el que la educación era una experiencia inigualable y de la que no solo salíamos maravillados por una sonata de Mozart o el cuarteto de Debussy, sino también por la impronta que nos dejaba un hombre que vivía como aparte, una impronta que, como dice Torres, “nos deja un pedagogo generoso, humano y amoroso, reivindicador de las músicas pequeñas”.