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Opinión

11 de Agosto de 2015

Entrevista a Álvaro Bisama: De cómo la TV y la política mezclan la realidad con la ficción

La televisión es una industria del ocio y la entretención, pero también una plaza pública donde los ciudadanos reconocen sus vínculos de identidad y comunidad. Álvaro Bisama, en sus columnas sobre TV, mezcla la fascinación por los subgéneros pop de la cultura de masas con la crítica social de las mitologías cotidianas. Aquí explica por qué el Estado propició la crisis de TVN y cómo el lenguaje televisivo ha transformado los guiones de la política.

Nelly Richard
Nelly Richard
Por

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Álvaro Bisama es escritor y autor de crónicas de televisión que publica en la revista Qué Pasa y el diario La Tercera, además de dirigir la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales. En aquel libro ejemplar titulado Mitologías (1957), el teórico Roland Barthes decía que, en la vida social, un “mito” es una construcción de discurso que comunica las representaciones colectivas naturalizándolas. En sus columnas sobre televisión, A. Bisama interpreta las escenas de la programación audiovisual como fabuladoras de “mitos”; unas escenas que vinculan las ficciones de la pantalla con las realidades del mundo haciendo que dichas realidades se parezcan a lo ya mediatizado por los códigos televisivos.

En su discurso del último 21 de mayo, M. Bachelet anunció la creación de “un canal de televisión cultural”. ¿Qué entender por “televisión cultural”? No una televisión que se limita a divulgar contenidos normativamente seleccionados como “artísticos”, “culturales” o “educativos”. Puede entenderse como “cultural” aquella televisión que propone estéticas audiovisuales, investigaciones periodísticas y narraciones de vida no-estereotipadas, marcando una diferencia de estilo con lo que comercializa la televisión del rating. También es “cultural” la televisión que, en lugar de armar visiones prefabricadas de la realidad política y social, ofrece un repertorio abierto de materiales críticos para que los espectadores –el público– elaboren libremente sus preguntas en torno a los alcances de lo público.

La televisión es el medio que edita la actualidad nacional convirtiendo procesos y sucesos en “noticias”. Pero además recrea universos de sentido a escala masiva generando vínculos de participación y reconocimiento, de identidad y comunidad. ¿Cuál es el acercamiento a la televisión que guía tus columnas?
Efectivamente, la televisión configura identidad y comunidad. Parafraseando a Benedict Anderson, es un lugar donde poder verificar la constitución del relato de la “comunidad imaginada”, y de cómo ese relato se relaciona con una historia y una geografía, con un país. Ver televisión no es sólo entretención. Es acceder a una imagen del presente que nos habla de las disputas simbólicas en las relaciones entre los ciudadanos y el Estado, de cómo se mueven las mediaciones dentro del campo cultural, pero que nos habla también de cuerpos y lenguas, de las conductas afectivas y sexuales, de los paisajes cotidianos de la ciudad, etc. La televisión es una casa donde los televidentes se encuentran para tratar de entenderse a sí mismos y lo que los rodea. Al escribir de televisión, yo trato de respetar cierto sentido común del televidente, pero fijándome en la factura y la resolución técnica de los programas. Cuando son programas de entretención, trato de incorporar una estética del goce del espectador y esto marca mi distancia con lo que se escribe sobre televisión académicamente. Es siempre interesante analizar los detalles formales de los programas. Por ejemplo, en “Protagonistas” de Canal 13, con Monserrat Álvarez, Carola Urrejola y Constanza Santa María, la cámara le va haciendo un close up al entrevistado, generando una tensión lenta y sostenida en torno al rostro para saber hasta qué punto es capaz de sostener moralmente sus contradicciones frente a la cámara, que funciona como el ojo del espectador. Es este close up el que, en la última entrevista de Peñailillo antes de su salida del gabinete, va traicionando de modo casi irrevocable al entrevistado, anticipándose al desastre político.

La llamada “crisis de TVN” vuelve a colocar el acento en la “televisión pública”. Se ha discutido mucho sobre cómo el rating determina que TVN se comporte como “canal privado” debido a su dependencia del financiamiento publicitario. Más allá de esta evidencia, ¿cómo debería comportarse una televisión pública para estar a la altura de lo “público”?
Voy a tomar el ejemplo clásico de cuando Vicente Sabatini empieza a dirigir las teleseries clásicas de los noventa: Iorana, La Fiera, Pampa Ilusión y Romané. Sin que ninguna transcurra en Santiago, en ellas se puede desplegar un mapa de localidades, identidades y regiones en el que caben la pampa salitrera, Chiloé, la Isla de Pascua, etc. Ese era un proyecto dotado de historia y geografía en el que, a través de la ficción y el género de la teleserie, se armaba una mirada sobre el país desde la televisión pública coherente con el proyecto de la sociedad chilena de ese entonces. En la actual programación de TVN, yo rescataría algunos proyectos como “Réquiem de Chile” o la miniserie “Zamudio”. Me parece que “Zamudio”, más allá de poner en escena las tensiones sociales con relación a la identidad sexual, entrega un mapa de Santiago con rostro desfigurado a través de su laberinto de calles, discotecas, pasajes y plazas. A través de las biografías de una clase media en suspenso, nos habla de la desigualdad, del fracaso de la educación pública, de los límites de las libertades individuales, de la violencia doméstica, etc. Pero lamentablemente, TVN asume la condicionante del rating como si tuviera que responderle a un holding extranjero que no existe.
Por lo mismo, me parece feroz y paradójico que una serie como “Los 80” haya sido realizada en un canal privado como C13. “Los 80” es el mejor caso de cómo una narración pública sobre la vida nacional se encarna en una ficción televisiva con una serie de vivencias y escenas que generan reconocimiento de identidad. Claro, uno podría recordar la serie “Los archivos del cardenal” de TVN pero, en retrospectiva, a mí lo que me pasaba como telespectador de esa serie es que se imponía por sobre el relato todo un peso testimonial que dirigía mi juicio moral. En cambio, en “Los 80” uno podía ver cómo Herrera, el protagonista, se volvía un huevón violento, le pegaba a su mujer y luego se quebraba en mil maneras. Ahí existe una zona de ambigüedades morales en donde se puede mover el espectador. De hecho, “Los 80” en su última temporada está llena de guiños al presente y uno se da cuenta de que la serie nunca estuvo hablando del pasado, sino de cómo se estaba construyendo ese presente que nos toca. En el final de la serie, me pareció notable cómo se recrea en la ficción del pasado un episodio que coincide con la actualidad de un caso de alto impacto noticioso –el del atropello de Martín Larraín y su juicio por cuasidelito de homicidio– cuando el personaje de Félix va en el auto que atropella a una persona y huye del lugar abandonándola. Y me pareció extremo y brillante que el personaje de un viejo cuico que nos remite a Carlos Larraín lo encarnara Ignacio Santa Cruz, sobrino de Jaime Guzmán. En estos desplazamientos de la realidad a la ficción hay un tejido muy complejo. Por lo mismo, me hubiera gustado que esta serie la produjera TVN como canal público. Hay que insistir, además, en que TVN, más que cualquier otro canal privado, tiene una deuda histórica, una deuda absolutamente moral en lo que concierne la narración del pasado, la historia y la memoria de Chile.

Tú señalaste en una de tus columnas que “la actual crisis de TVN es una especie de versión bonsái de lo que le pasa al gobierno”….
Creo que la crisis de TVN tardó más de diez años en pasar. Como el modelo daba plata y estaba la ilusión de que todo funcionaba, no se justificaba asumir la crisis. La crisis de TVN es una crisis del Estado porque sucede en el canal público. Es lo mismo que está sucediendo o va a suceder con el ministerio de la Cultura. La crisis ocurre a partir del momento en que el Estado renuncia a tener un discurso sobre la cultura y lo “fondariza” todo, porque prefiere que otros decidan por él a través de los consejos técnicos y los comités de expertos de los fondos concursables. Hoy toda la discusión sobre políticas culturales gira en torno a la infraestructura de los centros culturales, los mercados editoriales, etcétera. Pero junto con los fondos concursables y otros mecanismos complementarios para los agentes culturales, el Estado debe tener una opinión y una visión de qué entender por “cultura”. Nosotros sabíamos que el gobierno de Sebastián Piñera era un discurso de derecha porque se notaba. Pero, en cultura, el gobierno de Bachelet que se identifica como progresista no hace diferencia con el anterior. A mí me gustaría, como mínimo, que se notara la diferencia entre un gobierno y otro y que esta diferencia se expresara en sus discursos más allá de la declaración de que van a montar un canal cultural.

LA POLÍTICA

La escena televisiva ha convertido últimamente los juicios de la fiscalía en acontecimientos públicos. Es como si esas transmisiones en directo generaran un masivo “efecto de verdad” en un mundo de suspicacia generalizada hacia el comportamiento de la justicia, la lejanía del poder y la opacidad de instituciones llenas de secretos y traiciones.
La televisión en directo se presta para hacer estos juicios públicos bajo la luz de la pantalla. Hay una negociación simbólica del ciudadano en torno a la justicia que ocurre en estas instancias sustitutivas. Por otro lado, el espectador del presente está entrenado en el hábito diario de ver televisión. Como ha ido lidiando televisivamente con narrativas de lo real cada vez más sofisticadas, sabe descifrar bien las tramas más delirantes e intrincadas de una realidad que supera a la ficción. Como espectadores y como ciudadanos, somos capaces de ver a Hugo Bravo, Carlos Alberto Délano o Jovino Novoa como personajes de reality shows en narrativas complejas que superan a House of Cards a la hora de relatar las maquinaciones de la política. También hay algo de El padrino 2 en la venganza shakespeariana de Hugo Bravo contra sus viejos compañeros Délano y Lavín.

Hace poco fuimos telespectadores de un hecho inédito: la presidenta de la República elige la sección “¿Qué le pasa a Chile?” de Teletrece a cargo de Don Francisco, para notificarle sorpresivamente al país su decisión ya tomada de pedir la renuncia de todos sus ministros. Y lo hace casi a la pasada… Podría considerarse que elegir un escenario como el programa de Don Francisco no hace más que reforzar un cierto populismo de lo trivial, negándole rigor y gravedad a un anuncio políticamente serio. Pero tú rescatas el hecho de que Bachelet haya elegido ese escenario conversacional para hacer inesperadamente un anuncio trascendente…
La elección del programa me pareció eficaz como recurso en un contexto en el que ella fracasaba comunicativamente. Uno podría decir que elige el programa de Don Francisco porque va muy bien con el carácter de ella o con lo que ella proyecta en sus simpatizantes, pero el asunto es más complejo. La entrevista arma una zona de relato interesante. Por un lado, ella elige a Don Francisco porque es un juez del sentido común, alguien que aspira a representar la moral popular. Pero él está preparado para las disculpas y las confesiones de sus entrevistados, no para una noticia políticamente dura. Y Bachelet le larga esa noticia de alto impacto que lo saca de libreto y hasta lo desaloja de su propio programa. Bachelet le niega lo confesional al no entregar un testimonio personal sobre cómo vivió el caso de su hijo Sebastián Dávalos. A la vez larga una revelación que indica cómo va sacrificando simbólicamente a su hijo político, Rodrigo Peñailillo, dando el aviso del cambio de gabinete y abriendo un lapso de 72 horas que deja flotar en el aire un suspenso horroroso. Su intervención en ese programa es también una manera de pasarle encima a Lagos y Piñera, los dos entrevistados anteriores que hablaron ahí en su condición de futuros presidenciables. Después de la tremenda revelación de Bachelet, ¡ya nadie se acuerda de la aparición de Lagos ni de Piñera! Además, hay que recordar que, luego de la pasada de Bachelet por el programa de Don Francisco, viene el discurso del 21 de mayo con la escena de la presidenta vestida de blanco –sobre el fondo del muro también blanco– y con la banda presidencial tricolor armando una geometría en la pantalla que le hace recobrar toda la solemnidad de una presidenta que ha vuelto a sentirse cómoda con el poder. Ahí se completaba el arco, aunque después las cosas volvieron a empeorar… Una cosa interesante es que, pese a su carga biográfica, Bachelet nunca recurre al tono testimonial de su historia personal o familiar. Ese peso histórico nunca lo verbaliza, lo guarda en secreto, y esto le concede una cierta autoridad moral para una ciudadanía que ha tenido historias de vida similares y que, al no convertirlas tampoco en un discurso explícito, se identifica con ella en la familiaridad de lo tácito. Bachelet se construye desde el silencio y la omisión. Lo testimonial sigue existiendo en ella de modo latente y, al mantenerlo en reserva, amplifica su valor. Ahora todo eso se cae con el caso Dávalos-Caval. Todo el mundo sabía que ella como madre tenía un hijo pastel. Con ese hijo pastel, ella podía resumir de cierta forma la historia imperfecta de Chile. Pero cuando el hijo tiene una cita privada con Luksic y aparecen los millones, desaparece la ilusión de que Bachelet es igual a todos.

La confusión política es tal que los códigos de lectura parecen haberse extraviado. En medio de esta desorientación, ¿cómo interpretas los últimos sucesos políticos: desde la caída estrepitosa de Peñailillo hasta los tironeos entre la inspiración de las reformas como horizonte de cambio y el “realismo” de tener que administrar resignadamente los saldos más decepcionantes de la Nueva Mayoría?
La Nueva Mayoría partió con un diseño equivocado, así como el Transantiago. El G-90 se incrustó dentro de la jerarquía de los partidos de la Concertación para tratar de cambiarla desde dentro, de viralizarla, pero entre otras cosas falla porque no cuenta con la aprobación de los viejos dirigentes que se niegan a irse y perder sus zonas de influencia. ¿Qué era el G-90? Un grupo operativo, un cuadro táctico, una máquina de lobbies para financiar campañas electorales… ¡No se le puede pedir espesor ideológico a un comando llamado G-90! El nombre lo dice todo. Por supuesto, es imposible que durante más de veinte años en el poder la Concertación no haya generado una burocracia funcionaria educada en la lógica de la administración del Estado. Y no se le puede pedir a una burocracia de Estado una narrativa que tenga la potencia expresiva de ser una fuente de inspiración. La única narrativa con la que contamos es la que provee el movimiento social del 2011 y que está incorporada como un simple barniz de pintura en la Nueva Mayoría. El problema que se hace evidente con el “realismo sin renuncia” es que se están discutiendo reformas de país que deberían pensarse en el largo plazo de treinta o cuarenta años, pero estas reformas, simplificadas en consignas, se mezclan con objetivos electorales de corto plazo para saber quién se salva en dos años más. Lo que les preocupa a ellos es qué va a pasar con esta burocracia funcionaria cuando Bachelet deje el gobierno: una burocracia funcionaria que ha sido extraordinariamente mezquina en la construcción de un relato político sobre la identidad, la comunidad y el territorio nacionales.
Parece que todos los días avanzamos en una especie de realismo mágico en el que la realidad se vuelve cada vez más irreal, como cuando nos damos cuenta de que todas las campañas políticas de la transición han sido financiadas por el yerno de Pinochet. Y para volver al tema de la televisión, me parece que la puesta en escena del último cambio de gabinete de Bachelet marca un episodio extremadamente feroz: se nota en cómo todos los ministros fueron citados a una determinada hora, en la lenta espera antes del comienzo de la ceremonia, en cómo Peñailillo se mantiene de pie mientras Jorge Pizarro, involucrado a través de sus hijos en esos casos de financiamiento trucho, se pasea por el Palacio de La Moneda como Pedro por su casa…. Hoy los ciudadanos son televidentes habilitados para leer la complejidad de estas narrativas escénicas. Saben leer entre líneas y deducir, por ejemplo, que el único momento de afectividad que pudo haber delatado a Bachelet en el momento de sacrificar al hijo político ocurrió durante la larga espera en el espacio de lo no-mostrado, es decir, nuevamente, de lo que carece de archivo testimonial. Me parece medio vergonzoso que el gobierno no tenga más eslogan que “Todos X Chile” para darle un sentido a todo este fracaso: el de la ineficiencia, de las promesas incumplidas, de la construcción y destrucción del hijo político de la presidenta, de una burocracia de Estado acomodada en el poder hasta el límite de lo indecente. Una forma de procesar la tristeza de todo esto es leerlo como una colección de ficciones para que el desastre tenga algo de consolador para la imaginación. Por lo mismo, habría que volver a las novelas de Marcelo Mellado, el escritor que ha descrito con mayor nitidez y precisión la intimidad de la burocracia funcionaria de la Concertación en libros como Informe Tapia (2004) o La hediondez (2011). Yo creo habría que pedirle a él que escribiera la novela del G-90, algo que supongo sería a la vez patético, triste e hilarante.

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