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Cultura

3 de Septiembre de 2015

Crítica: Nancy no se rinde

Hace unos doscientos años contar la vida de un individuo desde el principio hasta el fin no era una empresa descabellada. Lo hizo Stendhal con Julien Sorel en “Rojo y negro”, Dickens en “Oliver Twist” y “David Copperfield”, entre otros. Por aquella época, muchos –o todos– consideraban que una vida era digna de narrarse, con […]

Tal Pinto
Tal Pinto
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NANCY

Hace unos doscientos años contar la vida de un individuo desde el principio hasta el fin no era una empresa descabellada. Lo hizo Stendhal con Julien Sorel en “Rojo y negro”, Dickens en “Oliver Twist” y “David Copperfield”, entre otros. Por aquella época, muchos –o todos– consideraban que una vida era digna de narrarse, con mayor razón si era la de un héroe, un hombre cuya vocación de grandeza lo condenaba, como suele ocurrir en estos casos, a la más grave de las caídas y desilusiones, a la tragedia.

En la primera novela de Bruno Lloret, una Nancy postrada y moribunda –cáncer terminal– relata el período decisivo de su vida: su infancia y adolescencia en Ch (Chañaral, Chile), cuando su familia, siempre al filo del colapso, termina por derrumbarse del todo con la desaparición de Patricio, su hermano mayor. La madre se fuga para vivir con su amante, y el padre, tonto hasta ese entonces, resistente a las avanzadas religiosas que intentaban incorporarlo a una nueva grey, cede a las promesas de los mormones para convertirse en papá santo (“Papá santo hacía exactamente lo mismo que papá tonto, pero ahora sonreía, y las cosas orbitaban alrededor de él”).

Nancy reparte su tiempo entre la escuela, el sexo furtivo con el gitano Jesulé y escapadas a la playa, donde unos gringos –entre los que se encuentra Tim, su futuro marido– la filman a ella y a otras niñas en bikini mientras toman cocaína y se masturban sentados sobre la arena pintada de gris por los relaves mineros. La sordidez infecta todo aspecto de la vida de Nancy. Pero ahí donde una Romina Reyes, por dar un ejemplo, no brindaba agencia alguna los personajes de sus cuentos, Lloret insufla con determinación a Nancy, por lo que nunca a lo largo de toda la novela podemos decir “pobre Nancy”, porque Nancy no es pobre ni está entregada al destino; al contrario, a su manera hace todo lo que está en sus manos por combatirlo, y con eso no se la puede caracterizar sino como una heroína. Aunque la impronta del dolor y la pérdida está en el trasfondo de todas sus acciones, no podemos decir que ella se rinda. Como Job –quien a pesar de ser objeto de todos los males habidos y por haber, seguía creyendo en Dios– Nancy cree en la vida, a la vez que rechaza a Dios. Lloret, un narrador jovencísimo, entiende mejor que muchos de sus mayores la dimensión trágica de la existencia humana y, como un Fitzgerald, en lugar de culpar a la sociedad entera por la vida de Nancy –y vaya si es culpable– se concentra en su protagonista, dotándola de una fuerza y una lucidez envidiables. Resulta tan curioso como estimulante advertir la contemporaneidad y el anacronismo de esta novela, con un pie en el realismo decimonónico y otro en el postmodernismo vigente.

La novela está tapizada por equis, o cruces, que pertenecen firmemente a la tradición parriana, en la que la búsqueda metafísica o religiosa de una verdad última es rechazada con una bofetada. Hacia el final del relato, esas equis toman la forma de lo que parece ser un reloj de arena, con lo cual el símbolo de la vida como tragedia adquiere otros visos, precisamente porque ya no es divina ni metafísica, sino contingente y material, y ya no nos queda sino el individuo, o el sujeto, o algo incluso menor, sometido a las estrictas reglas de una sociedad desigual, a ratos monstruosa, cuyo mejor modo de vida es armado de la ironía, o bien, del amor.

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#crítica#libros#literatura

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