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Opinión

20 de Septiembre de 2015

Entrevista al filósofo Federico Galende: La memoria de Argentina y los olvidos de Chile

Los caminos que han tomado Chile y Argentina en materia de derechos humanos, así como de compromiso del Estado con las demandas sociales, se volvieron notoriamente distintos desde la irrupción del kirchnerismo en el país vecino. El filósofo Federico Galende polemiza sobre esas diferencias y sobre las tradiciones políticas e intelectuales que incidieron en que Chile sufriera una ramificación mucho mayor de la cultura neoliberal, contagiando del “sálvese quien pueda” incluso al mundo académico.

Nelly Richard
Nelly Richard
Por

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La biografía de Federico Galende se divide entre una primera mitad de vida transcurrida en Argentina y una segunda mitad en Chile. Académico de la Facultad de Artes de la U. de Chile, acostumbra reflexionar sobre la creatividad artística, el lenguaje y el pensamiento, es decir, sobre lo que rechaza –por inutilitario– el modelo dominante de conocimiento productivista que suele premiar la tecnocracia universitaria. Entretanto, reparte su talento autoral entre las novelas (Me dijo Miranda, 2014) y el ensayo (Vanguardistas, críticos y experimentales, 2014), para solo mencionar sus últimas publicaciones.

Septiembre es el mes de la memoria histórica. Entre las varias diferencias entre Argentina y Chile, no puede omitirse la mención a cómo Néstor Kirchner, cuando asume en 2003, recibe a la semana a las Madres de la Plaza de Mayo; manda a descolgar los retratos de integrantes de las ex juntas de la galería del Colegio Militar; expropia para el Estado el predio de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), que sirvió de campo de exterminio, para albergar distintas instituciones y organismos de derechos humanos; declara la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final sancionadas bajo el gobierno de Menem para desactivar las demandas de verdad y justicia. Si los comparamos con lo sucedido en Chile, estos gestos refuerzan la convicción de que es necesario convertir en política de Estado el tema de los derechos humanos para que un intransigente resguardo ético defienda a la memoria contra la impunidad. Mientras esto no suceda, cabe celebrar la reciente campaña lanzada por Londres 38 y la Red de Sitios de Memoria que exige romper los “pactos de silencio”, reclamando que hoy “es inaceptable que autoridades del gobierno nieguen el encubrimiento que aún existe en las instituciones armadas a pesar de que incluso ha sido establecido judicialmente”.

La explosión mediática del recuerdo en septiembre 2013 había logrado convertir la memoria pasiva en una memoria activa. El cierre del Penal Cordillera ordenado por un gobierno de derecha debería haber desafiado a la Nueva Mayoría a avanzar más allá. Sin embargo, nada ocurrió y el recuerdo de la dictadura volvió a sumergirse en la insignificancia hasta la sorpresiva reapertura del caso de los quemados y la figuración pública de Carmen Gloria Quintana y la madre de Rodrigo Rojas de Negri. Todo esto en medio de la relación viciada entre política y dinero. ¿Qué esperar hoy de un futuro de la memoria?

-No creo que el problema esté alojado tanto en la memoria, al menos no del todo, porque hoy en Chile se sabe mucho, se recuerda mucho, tenemos medios alternativos repletos de columnas de opinión, de denuncias, de información. Todo está a la vista. Lo grave es que a los gobiernos les da lo mismo y, desde el cinismo con que se gestiona el poder, hacen la vista gorda ante los infinitos lazos que existen entre un núcleo civil que estuvo vinculado a las transformaciones económicas de la dictadura, las desigualdades actuales y los obstáculos para hacer justicia en derechos humanos. La trampa consiste en hacernos pensar que son temas separados cuando son lo mismo. Porque no hay política, no puede haberla, ahí donde el uso público, gratuito, de la palabra y del debate es sometido a la facticidad del dinero. La dictadura nos dejó como herencia la subordinación de lo político y lo social al poder de la economía. Ese poder, concentrado en algunas pocas familias, impide tanto las reformas estructurales como que se intervenga en casos de derechos humanos. Lo que no puede impedir es que recordemos pero, en este contexto, recordar significa justamente armar nuevas conexiones entre el chantaje económico de las minorías que implementaron su modelo bajo el estado de excepción, los brutales límites de los gobiernos sucesivos para incluir las demandas sociales en reformas más que indispensables y las obstrucciones a la justicia en las violaciones de los derechos humanos. Reagrupar estos asuntos es importante porque no hay que olvidar que la desregulación del mercado y su insubordinación al Estado están asociadas a todos estos crímenes. De alguna manera lo muestra el nuevo libro de Javier Rebolledo, A la sombra de los cuervos. Uno lo abre para encontrarse en la primera página con una foto de Matte. Es el rostro de la facticidad, del capital, del crimen intelectual encubierto. Este gobierno de la Nueva Mayoría desperdició una gran oportunidad de avanzar en temas de derechos humanos para activar desde allí las reformas económicas pedidas a gritos en las calles. Optó por la estrategia de escindir la agenda política en un momento clave de la vida pública en la que el pueblo había vuelto a las Alamedas y la derecha hacía aguas por todos lados. En Bachelet hay rémoras de un cristianismo de carácter sacrificial, en el sentido de que prefirió ir ella misma al sacrificio con todos los que la votaron antes que incluir de manera consistente las demandas colectivas. El caso de las boletas y el financiamiento ilícito de la política es una fórmula destinada a mostrar el árbol para no dejar ver el bosque, puesto que ese financiamiento que tanto nos escandaliza –frecuente por lo demás en casi todas las democracias representativas– es apenas la punta de un iceberg cuya masa subterránea está formada por un laberinto de negocios inmensos y oscuros. Guardar los derechos humanos en un cajón es una manera de dar continuidad a estos negocios. A la vez es cierto que hacer reformas en un país que ha liquidado todos sus recursos, que tiene a todos los medios en manos de la derecha, que cuenta con una población mayoritariamente endeudada y un capital concentrado en dos o tres familias poderosas que amenazan con llevarse capitales nómades, no es tan sencillo. Chile no es Brasil; es un país pobre que se viste bien con ropa prestada.

El gobierno de los Kirchner reivindicó la categoría de “militantes” para las víctimas de la dictadura, cuya adscripción ideológica se había eludido anteriormente para no quitarle universalidad a su condición de detenidos-desaparecidos y para que la condena de la sociedad a la violación de los DD.HH. fuese lo más transversal posible. Además, el kirchnerismo revitalizó la militancia actual, a favor de un proyecto de sociedad que engloba “lo popular” mientras que, en Chile, hace rato que “el pueblo” ha sido reemplazado por “la gente”, una masa anodina de ciudadanos-consumidores que desdibuja los contornos entre Estado y el mercado. Habría que ver si la politización de la ciudadanía a través de los movimientos sociales es capaz de revertir esto…

-Chile fue el laboratorio de una revolución neoliberal a nivel planetario cuyo objetivo fue liberar definitivamente a la lógica de acumulación del capital de cualquier toma pública de decisiones. Es curioso pensar que el mismo país en el que se había puesto a prueba un laboratorio utópico sin antecedentes, como la vía democrática al socialismo de la UP, terminara siendo exitoso en la experimentación contraria. Respecto de la militancia pasa lo mismo: el MIR no fue Montoneros. La militancia de Montoneros estaba asentada en un imaginario de carácter nacionalista, enraizada en una fuerte tradición movimientista y popular. Lo que hizo el kirchnerismo después de la crisis del 2001 fue instalar la discusión sobre las militancias de los 60 y los 70 al lado de un juicio tajante a los crímenes de la dictadura, y al lado de una serie de reformas decisivas a la desregulación del mercado que se había instaurado durante los años negros del menemismo. Esas reformas dividieron al país, lo polarizaron, pero no hay que olvidar que en Argentina existe una gran cultura demandante de Estado que viene del peronismo y que, en segundo lugar, muchas de las reservas son nacionales, por lo que no es tan fácil chantajear al país apelando al retiro de capitales. En Chile esto es exactamente al revés: lo que quedaba de cultura demandante de Estado fue liquidado desde dentro por la difusión de una cultura neoliberal en la que se sospecha del Estado y cuya ideología es la del emprendimiento personal, el ser empresario de sí mismo. Y las reservas con las que enfrentar políticamente al capital financiero simplemente no existen. Basta ver cómo esto se traspasa al habla más cotidiana: en Argentina nadie dice que “tiene un auto” si de ese auto pagó apenas un módico pie y debe el resto de las cuotas. En Chile estamos obligados a imaginar que somos dueños de un patrimonio que en realidad no tenemos. En política, como en la vida, el paso de lo imaginario a lo real es siempre traumático, tiene un punto ciego, un vértigo, y para hacer reformas en serio se requiere en este momento de un pueblo que esté preparado para enfrentar las amenazas del capital financiero. ¿Lo está? Si realmente lo está, la sucesiva traición de estos gobiernos importa poco, es momentánea, contingente.

No se puede comprender las formaciones políticas en Argentina sin pasar por el núcleo del peronismo. El discurso kirchnerista ha seguido apelando al Pueblo y la Nación como construcciones emblemáticas. A pocos meses de las elecciones presidenciales en Argentina, ¿cómo evalúas la etapa de los Kirchner en el gobierno? Es casi inevitable preguntarte, además, por las diferencias de estilo entre ambas presidentas mujeres, ya que repercuten en modos casi opuestos de enfrentar lo político: teatralidad, desmesura y exacerbación de los conflictos (Cristina Fernández) versus mesura, ambigüedad e indecisión (Michelle Bachelet).
-El kirchnerismo es una subespecie del peronismo que ha logrado inyectarle sangre nueva a las viejas luchas por la liberación nacional, aunque en este caso con piezas del desarrollismo y políticas distributivas administradas desde el Estado. El kirchnerismo utiliza la palabra “pueblo” como lo había hecho antes Perón, que llamaba pueblo a una articulación específica entre la burguesía nacional y el movimiento obrero contra el poder de las oligarquías latifundistas. En Chile el pueblo, que había tenido sus luchas y protagonismos durante las décadas utópicas, acaba de aparecer nuevamente, pero esta aparición funciona como una irrupción en el seno de una larga tradición tecnocrática que lo descuenta. Que Chile no tenga una tradición populista fuerte ayuda a explicar lo que propones sobre las diferencias de estilos entre Bachelet y Cristina. Cristina utiliza una retórica encendida, un poco maníaca, que de alguna manera encarna las viejas potencias igualitarias de las tradiciones populares. Ella habla a título de los desposeídos o los postergados, toca los grandes temas del compromiso estatal con la distribución progresiva de los ingresos, la regulación de la economía y la nacionalización de los recursos, mientras que Bachelet usa una oratoria muy cauta, propia del funámbulo que camina entre dos precipicios: de un lado tiene que dar curso a una gran cantidad de presiones sociales con las que se comprometió; del otro, debe sonreírle a los empresarios para que no retiren la plata. El hilo sobre el que camina eran hasta hace muy poco las instituciones por las que el espíritu weberiano del político responsable dice velar, pero el hilo se cortó y ahora no sabe qué hacer, salvo guardar silencio. Cristina es capaz de atropellarlo y, en este sentido, es todo lo contrario de Bachelet con su habla reservada que pretende no atropellar nada pero que, sin embargo, termina atropellando todo lo que intenta resistirse a la dominación del mercado, silenciando así las demandas del pueblo. Bachelet tiene un enfoque racional-formal mientras Cristina entiende lo político como algo performático. Ella interpreta el “carisma” como una gracia para abrirse paso entre las formas, como decía Lukács: repasa a los rivales, se ríe de las quejas de los dueños del campo… A Bachelet el empresariado no alcanzó a ponerle mala cara y ya estaba cambiando a todo el equipo político, retrocediendo hacia una figura como la de Burgos, contrario al plan de gobierno con el que ella misma se comprometió. A Cristina los poderes fácticos del mundo le tiran a la cara el cadáver de Nisman y ni se inmuta. Mi impresión, sin ser un devoto del estilo de Cristina, es que Bachelet de todos modos tenía mucho más arco del que empleó y se equivocó profundamente.

Lo otro que distingue el escenario argentino del chileno es el rol que cumple allá la intelectualidad crítica con su activa participación en la vida pública. Carta Abierta, por ejemplo, es una iniciativa colectiva que moviliza el debate de ideas en torno al proyecto kirchnerista. Tú mismo, en la segunda etapa de la revista Extremo Occidente, intentaste aquí algo semejante. Sin embargo cualquiera se desalienta frente a las dificultades para que se constituya algún tipo de “nosotros”. ¿Qué vuelve casi imposible en Chile darle una movilidad colectiva al deseo de crear y pensar en conjunto?

-En Argentina siempre los intelectuales participaron activamente de la vida pública, y en ese sentido Carta Abierta responde a cómo estos intelectuales intervienen en lo colectivo y en el destino de los gobiernos, haciendo valer debates no solo sobre tradiciones literarias o de pensamiento, sino sobre las ideas políticas en las que se formaron. A la vez hay que tomar en cuenta que, en Argentina, la universidad no es una institución corporativa sino el espacio de un debate colectivo que se continúa en la opinión pública. Ni David Viñas ni Beatriz Sarlo ni Horacio González son conocidos por su participación en la vida universitaria, sino por sus libros y por escribir en todos los medios de opinión. A través de la universidad, el Estado se hace responsable de su patrimonio cultural. Esto no tiene nada que ver con lo que sucede en Chile donde, en primer lugar, se pertenece a una determinada universidad con la que uno debe ponerse la camiseta y que opera como una especie de reducto corporativo. Esto hace que muchas veces el académico esté más interesado en las peleas domésticas por cambiar al director de un departamento o al vicedecano que en las luchas por cambiar la orientación de la vida pública, al estar encerrado en los despachos de la burocracia académica con su asfixiante mundo de indicadores, competencias y publicaciones inofensivas. De alguna manera lo que antes llamábamos “intelectual” sufre hoy una doble amenaza. Por un lado, está la traducción de su trabajo reflexivo a indicadores de productividad académica que lo escinden de la opinión pública. Por otro, la irrupción de los estudiantes durante el 2011 no solo pone en tela de juicio la mediación de la representación política, sino también la confianza en el intelectual profético que antes era capaz de revelar las promesas de la historia. Y esto puede ser bueno o malo. En todo caso, mientras mantengamos la lógica de universidades corporativas que compiten entre sí va a ser muy difícil determinar cuándo un intelectual interviene desde una posición política abierta a dialogar con la vida en común y cuándo lo hace desde la disciplina o la tribuna en la que quiere singularizarse bajo una lógica del nombre propio. Se supone que la vida intelectual implica la suspensión del interés privado en función de la crítica como dispositivo de transformación del espacio colectivo. Pero ya vemos que alguien como Carlos Peña, desde sus columnas de El Mercurio, tiene que hacer malabares para explicar la definición de lo público en Chile al estar constreñido a defender los intereses privados de la universidad que preside, y cómo esto condiciona absolutamente su posicionamiento intelectual. El modelo Carta Abierta parece algo imposible en Chile en buena parte porque aquí todos desconfían de todos. Hay mucha competencia y esto obedece al modo en que la cultura neoliberal impuso sus reglas, con mecanismos individualistas de sobrevivencia académica y de promoción de las carreras personales. En Argentina, el peronismo y la tradición populista hicieron de dique de contención al capitalismo salvaje. En Chile el modelo neoliberal adquirió el estatuto de cultura, mientras que allá no alcanzó a ramificarse a nivel de lo simbólico. Después de la dictadura en Chile, se tomó el camino del “sálvese quien pueda”. Así que tienes razón con lo del desaliento. Lo que al final uno extraña no es la categoría de intelectual, sino el nosotros de un mínimo de vida en común que reanude el arte de conversar en las plazas, en los bares, en las esquinas, en los alrededores de las universidades con sus modos diversos del estar juntos.

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