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Poder

23 de Octubre de 2015

Columna: La misma Argentina

Es probable que las gane un señor cincuentón llamado Daniel Scioli y, si no, quizás otro cincuentón llamado Mauricio Macri –y nada cambia mucho. Hace tiempo que no se veía en la Argentina una elección entre dos candidatos tan comunes entre sí: desde 2003, cuando Carlos Menem le ganó a Néstor Kirchner la primera vuelta […]

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Es probable que las gane un señor cincuentón llamado Daniel Scioli y, si no, quizás otro cincuentón llamado Mauricio Macri –y nada cambia mucho. Hace tiempo que no se veía en la Argentina una elección entre dos candidatos tan comunes entre sí: desde 2003, cuando Carlos Menem le ganó a Néstor Kirchner la primera vuelta pero no se presentó a la segunda. Menem y Kirchner compartían bastante: los dos habían sido gobernadores de provincias marginales, los dos habían tenido mínimos coqueteos izquierdistas en los años setentas, los dos habían prosperado en la función pública, los dos se habían beneficiado con la privatización de empresas públicas en los noventas. Los dos, peronistas al fin, habían sabido adoptar el aire de sus tiempos para ser presidentes: Menem, el neoliberalismo; Kirchner, el populismo.

Scioli y Macri tienen quizá más puntos comunes: los dos son productos de la inmigración italiana enriquecida, padres industriosos que medraron con todos los poderes. Los dos son cincuentones bien plantados, con mujeres bonitas y bonitos trajes, dos hijos de papá que se aburrían divirtiéndose y no tenían oficio conocido hasta que se les cruzó el deporte: Scioli se dedicó a la motonáutica –le inventaron una categoría en la que corría solo y salió campeón– y Macri al fútbol –a imagen y semejanza de Silvio Berlusconi, saltó a la fama presidiendo un club famoso. Los dos se compraron sonrisas de las mejores marcas y disimulan muy bien su inteligencia: nunca se les nota. Cuando les preguntaron qué leían, Macri dijo que su escritora favorita era Ayn Rand, la gurú de los ultraliberales norteamericanos, y Scioli dijo que él no leía, que tenía un empleado que leía por él y le contaba.

Los dos entraron a la política por la derecha empresarial en los noventas; Macri se quedó más claramente allí, Scioli también pero disimulando, porque es el candidato de un oficialismo que suele despotricar contra esos años. Pero ninguno de los dos tuvo que cargar nunca con el peso de un programa, convicciones, proyectos de país; los dos entienden la política como un espacio para tener poder, y el poder como el modo de tener más poder. Los dos son grandes ejemplos de esta visión casi deportiva de la política en la que lo importante es ganar sea como sea, tan bien representada por un partido –el de Scioli– que se llama Frente para la Victoria. Y los dos son los mejores ejemplos de la democracia encuestadora: esa forma de hacer política que convence a sus practicantes de que nunca digan lo que piensan –si es que piensan–; que digan lo que les dicen que dicen las encuestas.

Los dos gobiernan: Macri la ciudad de Buenos Aires, Scioli la provincia de Buenos Aires. Scioli gobierna la provincia con más pobres y marginados del país, donde los homicidios aumentaron, en sus ocho años de gobierno, un 65 por ciento. Macri gobierna la ciudad más rica del país, donde la población de las villas miseria aumentó, en sus ocho años de gobierno, un 50 por ciento.

Los dos tienen posibilidades de ganar la presidencia, aunque Scioli tiene más: la caprichosa ley electoral argentina le permitiría ganar en primera vuelta si consigue más del 45 por ciento de los votos –cosa improbable– o entre el 40 y el 45 por ciento y más de 10 de diferencia con el segundo –cosa que puede ser. También en esto la elección es ambigua: Scioli puede ganar la primera vuelta con, digamos, 42 por ciento, Macri puede perderla con 32,5, forzar el ballotage y, seguramente, ganarlo al recoger los votos antioficialistas.

Pero, aún con sus bemoles aritméticos, hacía mucho que unas elecciones no despertaban tan poca pasión en la Argentina. Gane quien gane, si hay cambios, serán cosméticos: habrá seguramente menos crispación, menos grititos, menos declamaciones sin hechos que las justifiquen –y poco más. Contra esos relatos épicos sin sostén que marcaron estos últimos años, los dos recurren sin cesar al sentido común y evitan cualquier atisbo de audacia o utopía. Los dos, también, proponen ser más amables en sus relaciones con bancos y grandes empresas –que, en los doce años kirchneristas, pese al acoso verbal de su presidenta, tuvieron más ganancias que nunca. Los dos proponen frenar la corrupción –que anida rampante en sus propios gobiernos. Los dos temen tanto equivocarse que su mayor error es no tomar ningún riesgo.

Si gana Scioli el espectáculo será su lucha con Cristina Fernández, jefa del peronismo todavía: la presidenta quiere mantener el control para no ir presa y, eventualmente, volver dentro de cuatro años; Scioli precisa, en la mejor tradición peronista, destruir a su antecesora para gobernar. Si gana Macri todo el morbo estará en ver si consigue controlar ese país que, según el mito criollo, “sólo pueden gobernar los peronistas” –porque saben y pueden hacer de todo para que otros no puedan.

Pero, gane quien gane, la Argentina, a partir del 10 de diciembre, va a ser tan parecida a sí misma: un país con una economía decadente, inflacionaria, que otra vez, como hace un siglo, depende de la exportación de sus materias primas; un país que, tras una década de precios extraordinarios para esas exportaciones y promesas de redistribución, tiene su riqueza tan concentrada como hace veinte años; un país rico donde un habitante de cada cuatro es pobre y marginal, malvive de limosnas oficiales y no tiene ninguna chance de aspirar a un trabajo legal, salud decente, educación real.

Son elecciones tristes; son, está claro, las que los argentinos supimos conseguir. Y son el resultado de doce años de gobierno kirchnerista: a fuerza de hablar y hablar de un cambio social que nunca emprendieron, a fuerza de mentir esas ideas, lograron desmentir cualquier idea de cambio. Esta Argentina que querría volver atrás, que teme la novedad como a la peste, es su legado.

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