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Opinión

3 de Noviembre de 2015

Columna: Non Olet

No puedo dejar de pensar en la metáfora de Zizek, viendo a Eliodoro Matte dando explicaciones imposibles por un escándalo que la prensa tiene aún la elegancia de llamar el escándalo del papel tissu, cuando es ilustrado en todas las fotos e infografías por rollos y más rollos de papel higiénico. O más bien papel confort, una de las marcas aludida que sabemos ahora es la clave del éxito del hombre que patrocina también el Centro de Estudios Públicos (CEP), el cerebro pensante de la derecha chilena. Un cerebro, que como tantos otros, es financiado por su enemigo natural, el trasero.

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
Por

 

papel

El cada vez más profético filósofo y sicoanalista Zizek empezó su carrera a la fama categorizando las ideologías de los distintos países según la forma en que evacuan la mierda en los distintos retretes. Concluía su exposición detallada dejando en claro que hasta los excusados son ideológicos. En cierto sentido Zizek quería dejar en claro que la ideología no es lo que decimos o lo que mostramos sino también lo que olvidamos y escondemos.

Nuestra cabeza piensa y habla pero también lo hacen nuestros traseros. Es por cierto en los usos y abusos de esos traseros en que se han concentrado la mayor parte de las peleas ideológicas de las últimas décadas.

No puedo dejar de pensar en la metáfora de Zizek, viendo a Eliodoro Matte dando explicaciones imposibles por un escándalo que la prensa tiene aún la elegancia de llamar el escándalo del papel tissu, cuando es ilustrado en todas las fotos e infografías por rollos y más rollos de papel higiénico. O más bien papel confort, una de las marcas aludida que sabemos ahora es la clave del éxito del hombre que patrocina también el Centro de Estudios Públicos (CEP), el cerebro pensante de la derecha chilena. Un cerebro, que como tantos otros, es financiado por su enemigo natural, el trasero.

La justicia poética es quizás la única que cumple invariablemente sus sentencias. A Eliodoro Matte y su familia nada le resulta más terrible que la vergüenza. ¿Cuánto habrá luchado en el colegio Eliodoro para que nadie lo llamara nunca Inodoro? A los Matte de Eliodoro, la vulgaridad le resulta imposible. Su hermana ha dedicado su vida a educar a los chilenos, él a financiar estudios y estudiosos en esa galimatía llamada políticas públicas. No lo dicen así, pero subyace de la mayor parte de lo que ha sido su vida y su obra, un temor al “populismo”, es decir al “populacho”, la vulgaridad de esa gente que tiene conectada de un modo más inevitable sus tripas a sus cerebros. Un pueblo, el chileno, que vive justamente en lo que los psiquiatras llaman la fase anal, cagándose y cagando al otro como único placer, como forma preferida de vivir su líbido.

Eliodoro Matte ha tratado su vida entera de ser y dar lecciones desde algo incluso más arriba de su propia cabeza: Dios y su legión. Su dios, el de los cristianos, hablaba mal de la riqueza porque comprendía que el dinero compra voluntades, o sea cuerpos, o sea hombres y mujeres. Cristo no odiaba a los ricos, sino la facultad que les daba el dinero de actuar como dios, es decir tomar por los otros las decisiones sobre su vida. Eso no lo detuvo y compró entonces sacerdotes que hablaran poco de Cristo y mucho de la virgen María. Por ahí le llegó el primer aviso de que el trasero se terminarían vengándose de su postergación. Marcial Maciel demostró una completa obsesión por todos los agujeros prohibidos. Luego Karadima, su favorito local, terminó por derruir en su profundo hedor a trasero y órganos genitales, sus sueños de santidad.

El dinero no huele, dijo el emperador que se había hecho rico ganando sus monedas en las letrinas. Quería decir también que su dinero era capaz de hacer que las letrinas no olieran tampoco. Por desgracia éste es un sueño que sólo se cumple a ratos, cuando el dinero es nuevo y mucho. Cuando ya es antiguo y lleva mucho tiempo circulando delante de tus narices sin que puedas tocarlo (que es lo que pasa en Chile), la letrina no sólo sigue oliendo a letrina sino que es el emperador, y no su dinero, el que termina por oler a letrina.

Eliodoro Matte es sólo un ejemplo vistoso del final de una ilusión, esa que puede limpiar el origen del dinero tanto como el origen de quien gana ese dinero. Como si el dinero tuviera aún después de todos esos siglos de quiebras y crisis en Wall Street, el poder de ser origen, carácter y destino de quien lo gana. Como si esa ficción, que es el dinero, pudiera cancelar la realidad más real de todas, esa que recuerda que podemos soñar distintos, comer distinto, viajar distinto, pero que solemos cagar más o menos igual.

El dinero logró a comienzos de los años noventa borrar la sangre en que se originó.

El empresariado chileno hizo olvidar hasta qué punto la libre competencia fue entre los pocos chilenos libres, a quienes dejaron competir sin exiliarlos, torturarlo o simplemente hundirlos en deudas que no pudieron pagar. Los funcionarios que se quedaron con sus ministerios mediante triquiñuelas de notaría, lograron gracias al poder de metamorfosis del dinero, convertirse en emprendedores arriesgados que saben ver lo que los otros chilenos ignoran. Compraron prestigio, arrendaron poder, salieron en portada de la revista calificándose de capitanes, campeones, líderes, visionarios. La sangre se secó en museos, monumentos, tinta para libros.

No pasó lo mismo con la mierda. El paredón se abre cada cierto tiempo. Pinochet pudo lanzarse a la papelera como una servilletas manchadas. El hedor cotidiano de los chilenos que no pueden evitar hoy maldecir al señor Matte sentado en el único lugar en que aún son reyes y señores, no puede dejar de pesar en cualquier discusión sobre confianza, gobernabilidad, crecimientos e inversión que intenten en los repetitivos seminarios de la CPC, SOFOFA y otros ICARES. Los miles de chistes, memes, twitter donde la palabra caca, mierda, pichi, rima con Matte es el final de una aventura circular, la del largo proceso digestivo del neocapitalismo chileno. El festín de caníbales de finales de los setentas y comienzos de los noventas que tenía que terminar donde terminan todos los festines, en el fondo mismo del retrete.

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