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Opinión

6 de Noviembre de 2015

Columna: Cuando oigo la palabra arte…

* “He sido amiga y conozco a David Rockefeller desde hace mucho tiempo, porque él viajaba mucho por Latinoamérica, y mi marido estaba también envuelto en el negocio bancario. Así que David me preguntó si quería ser miembro [del MoMA], y yo no podía estar más contenta con la idea de formar parte de una […]

Juan José Santos
Juan José Santos
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“He sido amiga y conozco a David Rockefeller desde hace mucho tiempo, porque él viajaba mucho por Latinoamérica, y mi marido estaba también envuelto en el negocio bancario. Así que David me preguntó si quería ser miembro [del MoMA], y yo no podía estar más contenta con la idea de formar parte de una organización que es número uno del mundo”. Estas palabras salen de la boca de Malú. Malú Edwards, mujer de Agustín Edwards, consejera internacional del MoMA durante tres décadas, y persona contenta.

En los años 60 Agustín Edwards meditó la opción de hacer un museo de arte moderno en Chile. Y también coqueteó con la idea de ser escultor; quitado de bulla como siempre, hacía sus pinitos en un taller dirigido por un tal Sergio. Sergio Castilla, hasta entonces poco conocido escultor que, de manera casual, tras tutelar al incógnito artista Edwards, instaló lo que se conoce como “la primera escultura abstracta ubicada en un lugar público en Chile” frente a un Banco Edwards en Viña del Mar. También obtuvo una beca Fullbright en Estados Unidos. No voy a afirmar que algo tuvo que ver Agustín, quien finalmente ni hizo un museo ni se metió a artista. Prefirió esculpir el destino de su país con una precisión minimalista, con la ayuda de su amigo, y también altruista, David. David Rockefeller, nacido en Nueva York el 12 de junio de 1915 en el número 10 de la West Fifty-fourth Street, lugar que hoy alberga el jardín de esculturas del MoMA, “organización que es número uno del mundo” y de la que Rockefeller es Presidente emérito. Cuando fallezca (cumplirá cien años en junio) cien millones de dólares de su bolsillo irán a parar al museo, la mayor donación –¿o inversión?– de la historia del MoMA.

Una reciente exposición del templo del arte contemporáneo, sobre la cantante Björk, desató la indignación del sector especializado del arte: el crítico de arte Jerry Saltz quemó su pase de prensa, y muchos pidieron la cabeza del curador-jefe Klaus Biesenbach, quien ha convertido el museo en una versión tridimensional de su cuenta de Instagram, en la que no postea fotos suyas con artistas visuales sino con celebridades como Lady Gaga, Antony Hegarty, James Franco, Lana del Rey o Tilda Swinton, actriz que, por cierto, hizo una performance en el MoMA en el 2013 (apareció durmiendo en una vitrina).

A Biesenbach se le acusa de convertir la institución en el salón de la fama, de organizar exposiciones famélicas en contenido, aburridas e insulsas. Pero como son mediáticas, se llenan; miles de personas acuden a hacerse fotos en la expo de Björk, previo pago de los 25 dólares que cuesta la entrada. Fama y dinero. Dinero y fama. El presidente emérito Rockefeller puede estar tan contento como Malú. Malú Edwards. La entrevista que he citado al comienzo, que le hicieron en 1998 por ser consejera del MoMA, continúa. Le preguntan si ha visto muchos cambios en su país, Chile, en treinta años: “La economía del país ha mejorado últimamente y eso ha ayudado mucho, pero no quiero entrar en temas políticos o económicos. Ese no es mi campo”. Su campo es la cultura. De momios a momas. Así funciona el arte, y así se está momaficando. Porque lo que pasa en la Gran Manzana podrida no recibe la oposición de los comensales, sino likes. Los artistas visuales son invisibles. Los museos son casas de cambio. “Cuando oigo la palabra cultura saco mi talonario”, decía un vendido productor en la película “El Desprecio” (Jean-Luc Godard, 1963). Y hay quien diría ahora: “Cuando oigo la palabra arte, me saco una selfie”.

*Curador y crítico de arte

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