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Opinión

12 de Noviembre de 2015

Editorial: La tentación

Quizás porque The Clinic se atreve a decir lo que otros callan, es que fuimos los primeros convocados a ver las fotos del celular de Ceroni. Nos avisaron los fotógrafos apenas las pusieron a disposición de sus clientes, los medios de comunicación adscritos a su servicio. Lo entendimos como una gentileza y un tanteo al […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL-620

Quizás porque The Clinic se atreve a decir lo que otros callan, es que fuimos los primeros convocados a ver las fotos del celular de Ceroni. Nos avisaron los fotógrafos apenas las pusieron a disposición de sus clientes, los medios de comunicación adscritos a su servicio. Lo entendimos como una gentileza y un tanteo al mismo tiempo. Pero nosotros, tras muy respetuosos y sinceros agradecimientos, les dijimos que no las publicaríamos. Agregamos que nos parecía incorrecto, no por el hecho de haberlas tomado, porque es muy difícil pedirle a un fotógrafo que renuncie a un “acierto”, a un hallazgo o una imagen impactante. El ojo del fotógrafo se alimenta de esos relampagueos, como cualquier periodista con lo encubierto. El problema radica en su difusión, asunto cada vez menos controlable. No creo necesario explicar, para quienes hayan visto el diálogo retratado, que mientras reflexionábamos sobre el tema, las tallas inclementes interrumpían los razonamientos. Acto seguido, se instalaba la conmiseración. Sabíamos que otros las mostrarían, y que dentro de pocas horas la vida del diputado Ceroni sufriría un impacto nuclear. El motivo: amoríos de su gusto que, como su entorno y prestancia nunca podrían aceptar, prefería manejar en secreto. En medio de una sesión, coqueteó por WhatsApp con sus compañeros de aventura. Hasta donde se podía ver, no había delito que denunciar. Ya puestas las fotos en circulación, algunos chillones alegaron que correspondía la denuncia, porque Ceroni estaba escribiendo los mensajes en plena sesión parlamentaria. Pero eso es ridículo no solo porque absolutamente todos lo hacemos en cualquier parte, sino también por la infinita desproporción del castigo. Equivale a pegarle a un niño con una pala en la boca por hablar en clases. La única justificación para publicar esas fotos es el deseo de llamar la atención, de vender, y para decirlo en lenguaje internáutico, multiplicar “las visitas”, aunque ya hay quienes adivinan la intención de destruir al parlamentario políticamente. Las explicaciones simples no tienen cabida en las mentes suspicaces. Lo cierto es que el tema se vuelve ineludible, porque despierta un morbo que habita en la médula de nuestra experiencia, es decir, en la intimidad. Consiste precisamente en querer saber de otros lo que nunca aceptaríamos mostrar. No importa, para estos efectos, que estuviera en un espacio público, porque la intimidad se traslada con uno y solo su dueño tiene derecho a sacrificarla. Ceroni, como quien va al baño en un estadio, actuaba privadamente en un espacio público. El asunto se matiza cuando lo que allí sucede tiene efectos en la comunidad, pero no es el caso. Felizmente, en las redes sociales ha primado la condena y se ha instalado como políticamente correcto que estas intromisiones no corresponden. Este tipo de reacciones, sin embargo, movidas por las ansias de pertenecer a los buenos de la tribu, suelen apurar sus conclusiones más allá de lo razonable, como si al exagerarlas fueran mejores todavía. Por más que a continuación todos festinen con los detalles más escabrosos del descubrimiento. ¡Pobre Ceroni! Para sus cercanos, el debate sobre la libertad de expresión es un pelo de la cola. Ellos están lidiando con la rabia, la vergüenza, la imagen paterna, etc., y ese ámbito que toda familia –me perdonarán los sicoanalistas– necesita mantener en sombras para sobrevivir en paz. Se trata de un tema difícil de juzgar por ley, porque existen la injuria y la calumnia, pero ellas requieren falsedad, y aquí lo que hay es una constatación. Si se avanza más allá, peligraría la libertad de expresión. Ojalá el público sancionara estos hechos con su desdén, pero sabemos perfectamente que no suele ser así. Existe la industria del amarillismo y la farándula para confirmarlo. Cuando ganar es lo que importa, es difícil resistirse a la tentación del escándalo. Aunque la mayoría diga lo contrario, es posible que el medio que las difundió haya conseguido con ellas la notoriedad que no le ha dado ninguna investigación de relevancia. La experiencia se supone que sirve para alejar las tentaciones. Aunque la historia de Ceroni demuestra que no hay edad capaz de eliminarlas.

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