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Opinión

13 de Noviembre de 2015

Columna: Perra mirona

* Para mí vivir en el centro de Santiago tiene directa relación con mis clientes. Los hombres del barrio alto no irían a atenderse conmigo en algún departamento en la periferia. El centro de la ciudad es un espacio neutro bastante útil para quienes nos acostamos con obreros y empresarios, con ancianos burgueses y universitarios […]

José Carlos Henríquez
José Carlos Henríquez
Por

luna

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Para mí vivir en el centro de Santiago tiene directa relación con mis clientes. Los hombres del barrio alto no irían a atenderse conmigo en algún departamento en la periferia. El centro de la ciudad es un espacio neutro bastante útil para quienes nos acostamos con obreros y empresarios, con ancianos burgueses y universitarios independientes. La periferia suele ser más residencial, atestada de familias. Hace unos días estuve de visita en la casa de mis padres en La Pintana. Cada vez que voy me hago la idea de que no voy a putear, que es muy poco probable, menos aún por ese sector. Pero las aplicaciones del celular para conocer nuevos amantes pueden servir mucho para cobrar por sexo. Y ese día que estuve en La Pintana pude satisfacer una curiosidad que tenía hace mucho tiempo: atender a algún vecino en la población donde crecí.

Mi mamá estaba haciendo el almuerzo y yo llevaba un rato en Grindr mirando el ciber-vecindario. Los perfiles gays cambian bastante en La Pintana. Son más directos. Uno que figuraba a pocos metros de distancia me había escrito insistiendo en que “culiemos rapidito, si estamos al lado”. Le dije de una que andaba cobrando. No se complicó en preguntarme el precio y decidí en ese instante una “tarifa periférica”.

Solo tuve que caminar unas cuadras. Vivía en un pasaje que yo frecuentaba cuando era escolar. En su casa había una perra que me llegaba hasta el ombligo, bastante inquieta y muy adueñada del espacio doméstico. En el comedor un mojón enorme parecía llevar varias horas envuelto en moscas. Él no tenía más de 30 años y solo quería metérmela un rato. Debía irse a trabajar luego, así que teníamos poco tiempo. Hablamos poco y el olor de la caca de la perra podía sentirse por sobre cualquier otro. Ese día hacía calor, pero a él no le gustaba abrir las ventanas. Decía que la casa era fresquita y odiaba el reggaetón a todo volumen de los vecinos. Me llamaba la atención su relación con la perra. No la echó al patio –tampoco le parecía necesario quitar el mojón con moscas– y su dormitorio no tenía puerta. “Ella es una más en la casa”. Cuando me lo estaba metiendo y yo sudaba como si estuviera en un sauna, la perra nos miraba silenciosamente junto a la cama. Su presencia me resultó aún más notoria cuando el vecino estaba acabando. No me complican los animales mirones, y si quieren involucrarse, habría que ver el ánimo de todos los participantes, pero llevaba mucho rato queriendo preguntárselo. No me atreví antes para no matarle las ganas. Uno nunca sabe con las sensibilidades de la gente. Mientras se quitaba el condón, sin inmutarse por la quieta compañía de su perra, se lo pregunté: “¿Tú tienes alguna relación erótica con ella?”. Tampoco se inmutó con mi pregunta. Solo sonrió un poco y me dijo que tengo harta imaginación. Volvió a decirme que su perra era una más de la casa y que no le iba a prohibirle mirarlo culear si ella quería estar ahí acompañándolo.

Me gusta que las relaciones interespecie prescindan de esa estricta forma amo-mascota. En el centro, los gays con perritos suelen ser bastante paternalistas. Ojalá pueda seguir atendiendo a clientes periféricos. Cuando regresé a la casa, mi mamá ya estaba terminando el almuerzo. Le conté sobre su vecino y no quiso saber más detalles cuando le hablé de la caca en el comedor. Aún sigo fantaseando esa relación interespecie. O yo soy muy morboso o el vecino era muy reservado con su romance.

*Prostituto, escritor y activista de CUDS.

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