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Cultura

3 de Diciembre de 2015

Columna: Pumas

Estaba con la escritora de libros infantiles María José Ferrada en el café de la biblioteca de Bustamante hablando sobre la violencia, sobre el miedo esencial que reside en alguna parte de nuestro inconsciente y que a todos nos aflora al menos como pensamiento repentino. Una psicoanalista argentina me dijo una vez: “No, relajate, no […]

Germán Carrasco
Germán Carrasco
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PUMAS

Estaba con la escritora de libros infantiles María José Ferrada en el café de la biblioteca de Bustamante hablando sobre la violencia, sobre el miedo esencial que reside en alguna parte de nuestro inconsciente y que a todos nos aflora al menos como pensamiento repentino.

Una psicoanalista argentina me dijo una vez: “No, relajate, no es siniestro pensar eso, no es que vayás a realizar eso que pensás. Si vos supieras cada cosa que tengo que escuchar, ¿o no leíste ‘El niño proletario’ de Lamborghini?”. Ese cuento es la historia de una vejación, o lo que antes se llamaba peladilla, realmente atroz. Nos preguntábamos con M.J. Ferrada el porqué del bullying. Y hablamos del proceso de nuestra propia violencia. Cuántos años tratando de vencer o transformar ese miedo y esa violencia, aceptándola y sublimándola con trabajo, deporte, meditación, lectura, experimentación con sustancias, religión, recorridos por la ciudad o la montaña, artes marciales, escritura, soportando desde ñoñerías new age hasta admirables maestros de zazen o yoga. Para estos últimos, eso que los cristianos llaman pecado o pensamientos impuros se quema con el agni o fuego de la respiración ubicado en un lugar bajo el ombligo.

Hablábamos de estas cosas cuando apareció un jovencito con aspecto de puma del monte. Ni siquiera era de clase baja, se trataba de un insolente con ropa de marca y ojos claros de fuego completamente desafiantes: soy guapo y agresivo y hasta puedo tener un arma. Tenía un aire a Damon Albarn cuando joven pero con una impresionante cara de brígido –siempre hay algo ligeramente gay en esa echada de bronca–, amenaza que se le disolvió poco a poco al vernos tan tranquilos. Pucha hijo –pensamos mirándonos–, hemos estado como veinte años tratando de eliminar esa actitud, ¿y tú apareces así cara de raja? ¿Maldad innata? ¿Hijo de padres que ganan plata y no lo pescan ni en bajada? Me parece que ganamos la partida gestual y él bajó un poco el tono de la mirada.
Hay un documental de Nat Geo muy recomendable que se llama “Puma, el león de los Andes”, filmado en la Patagonia. Ahí se muestra la desconfianza de la puma y su vida extremadamente difícil, de mierda, triste. Más que majestuosa, luce un poco como una madre soltera con sus crías con hambre en una población chilena, acorralada y acosada por todos lados. Con una paciencia infinita y luego de muchos días e intentos, el fotógrafo que no puede ocultar sus emociones y amor, logra acercarse al felino sin que este huya. Es muy difícil ver un puma, son muy celosos. Para verlos se debe realizar un acto silencio muy extenso.

Sin ir necesariamente a Hobbes o a Spinoza, podemos afirmar que en la naturaleza no existe el bien ni el mal. Fuimos alguna vez con mi mujer a un galpón de esquila cerca de Torres del Paine. Llegó un gaucho con un cuchillo y nos abrió el galpón: pensamos que íbamos a terminar ahí sin cabeza y no se enteraría nadie. Nada más lejano a la realidad: el gaucho estanciero nos mostró el proceso de esquila, la maquinaria inglesa para sacar la lana de la Patagonia –actividad que ya sabemos en qué terminó para los pueblos originarios de esa zona– y nos dijo que un puma le había matado aproximadamente doscientas ovejas. Sacó un celular súper moderno mostrándonos un montón de ovejas ensangrentadas. Se quejó del SAG, que prohíbe matar a los pumas pero tampoco hace nada para evitar que les coman sus ovejas. No podía cazarlo con su perro así que tuvo que convocar a varios estancieros con más perros, armas y camionetas. El puma iba a vender carísima su vida, huía por sus propias pisadas y tenía para el hueveo a los perros, diciéndoles: ustedes son esclavos de un hacendado, desclasados, maricones y apatronados; yo en cambio soy dueño de las montañas, miro desde lo alto y hago lo que quiero. El estanciero nos dijo que, solo por vernos tan interesados, nos iba a mostrar la piel del puma, que era más grande de lo normal. Mi mujer acarició enamorada esa piel, con los ojos a punto de llorar.

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