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Opinión

13 de Diciembre de 2015

ISIS, la obscenidad de ser especial

El viernes 13 de París fue sin duda una de aquellas interrupciones que rajan las vestiduras del cotidiano, y despertó nuestra necesidad de balbucear teorías para velar lo incomprensible y fantasear con algún atisbo de manejo sobre lo caótico.

Constanza Michelson
Constanza Michelson
Por

CONSTANZA MICHELSON

El viernes 13 de París fue sin duda una de aquellas interrupciones que rajan las vestiduras del cotidiano, y despertó nuestra necesidad de balbucear teorías para velar lo incomprensible y fantasear con algún atisbo de manejo sobre lo caótico.

Porque lejos de la siutiquería del “Je suis” como eslogan del marketing personal, sí hubo algo de la matanza de París que nos convoca en Occidente en un “somos todos”. Aunque no podía faltar el hipsterismo de la tragedia –ese que se esfuerza en la mirada alternativa– cumpliendo su misión de develar que se nos estaba ocultando el ataque de asesinos suicidas un poco antes en Beirut, por alguna estrategia maligna de los medios del Imperio. Lo cierto es que la tragedia del Líbano apareció desde en el Washington Post hasta en medios independientes, pero quizás esos guerreros de las redes sociales estaban tan ocupados, precisamente en las redes sociales, que no lo vieron.

Como sea, sería una hipocresía decir que París no nos interpeló con más fuerza que la información sobre tantos otros conflictos que recibimos casi a diario; no porque haya vidas que importen más que otras, sino por nuestra inevitable identificación con el mundo occidental y sus formas de vida, que son las nuestras.

Y así, pusimos en juego todo nuestro andamiaje narrativo para intentar abordar lo incomprensible. No sólo lanzamos nuestras hipótesis a la arena pública –los siempre mezquinos conflictos de poder económico, las irracionalidades religiosas, el choque de culturas tan anunciado, las teorías conspirativas– sino que también quedaron develados los guiones de nuestras propias fracturas culturales: el salto en masa de ese furioso occidental odiador de occidente, justiciero social que atribuye la culpa de lo que ocurre en todo el planeta al imperialismo capitalista. Y teclea lo que siente sin desdén –ojalá desde un Mac y, por cierto, desde su país que le garantiza la libre expresión para poder hacerlo, pero que de todos modos desprecia– insistiendo en que de su lado del mundo están los malos, salvo él y sus amigos seguramente, y que el resto es un desierto de víctimas. Aparece también la voz de la guerra contra el terrorismo, los que llaman a pasar la retroexcavadora en la otra mitad del mundo. Me atrevería a afirmar que, al menos desde el discurso público, suenan con más pudor que hace una década. Quizás porque las consecuencias de esa estrategia ya no cuenta con tanto apoyo ético ni estético: casi nadie quiere ser ni parecer un fascista.

Así, vemos y participamos en distintas cuotas en un tercer tiempo de la guerra fría. Pero más allá de los análisis de los expertos y los no tanto (que igual hablan como expertos gracias a la horizontalidad contemporánea), en la intimidad de nuestros pensamientos y conversaciones menos pretenciosas, muchos nos cuestionamos sobre la existencia del mal. Inevitable no pensar en la contribución de Hannah Arendt sobre lo que llamó “la banalidad del mal”: esa normalidad de la violencia que bajo ciertas condiciones es sostenida no por personalidades extraordinarias ni monstruosas, sino que por funcionarios mediocres fanatizados en la locura de seguir órdenes de manera acéfala.

Pero la violencia hoy tiene otro rostro. El militante ISIS –el mediático al menos– está lejos de Eichmann, ese gris burócrata nazi al servicio del mal descrito por Arendt. Porque la performática ISIS no es la del soldado sin nombre, ese que es uno más por una causa, sino que tiene algo del espectáculo de la realización personal. Esa obscenidad de ser especial entre otros, con forma de justiciero, héroe, mártir. En ese sentido porta algo del mal posmoderno: la enfermedad del narcisismo. Se sospecha que el perfil de los jóvenes que realizan ataques en Europa son lobos solitarios, es decir, no reciben órdenes de un organismo central, sino que construyen ellos mismos la escena en la que quieren realizar su última función. Una escena donde la muerte parece el éxtasis egótico, como culminación de un proceso de erotización del sueño fálico: ser y vestirse como un guerrero, ochenta vírgenes a la espera en el paraíso, ¡manejar algo con el nombre Kalashnikov! y, por cierto, tener las vidas de otros en las propias manos.

Y quizás en este punto sirva escuchar lo que el feminismo salió a decir al debate público luego del ataque, de que otra vez los juegos masculinos nos hicieron mierda. Análisis que fue callado demasiado pronto, tal vez por ser considerado reduccionista o fácil, o porque esas razones que suenan simplonas nos dan pudor. Es lo que escuchamos siempre en el diván psicoanalítico: tras las fachadas solemnes y serias de nuestros conflictos, hay vicisitudes infantiles y vergonzosas. Y sin desconocer las razones políticas de los conflictos del nuevo orden mundial, hay algo que desde el punto de vista subjetivo suena más a tributo fálico que a fanatismo religioso.

Supongo que es así como se trivializa la violencia, cuando nos desentendemos de nuestra propia neurosis tras la fachada de una causa que pone el mal en el otro. Y claro, para sostener el delirio de ser el portador del bien y la verdad, hay que llevar a cabo la operación que suspende el acto más importante del milagro humano: el pensamiento ético, el que nos convierte en sujeto cada vez que decidimos. Por eso el mal no es sin estupidez.

Una última reflexión sobre esta estupidez. Hay algunas más burdas que otras, como ISIS y como los reaccionarios Islamófobos, fáciles de criticar. Pero hay otra estupidez que se está banalizando, bajo un discurso buenista, de una supuesta izquierda guerrera de la inclusión y de lo políticamente correcto. Esos que como mafias en el mundo virtual mandan a callar con violencia a cualquiera que parezca pensar distinto o cometa algún error discursivo. No usan Kalashnikov, pero pueden quitarle la vida al enemigo simbólicamente. Así, como la religiosidad de ISIS parece sospechosa, en este discurso del bien la bandera de la Teoría Crítica que portan también suena dudosa: por la violencia que ejercen en nombre del bien, porque operan bajo el delirio de ser los buenos y porque han hecho que la liberación que la crítica cultural puede empujar hoy se sienta como censura; en el humor, en el error, en la búsqueda y en el lenguaje. No todo se puede decir, hay palabras censuradas para no discriminar, pero fundamentalmente para ni siquiera llegar a pensar, algo así como el neolenguaje de “1984”: “la ortodoxia significa no pensar”, decía el personaje de Orwell.

Pararse desde la verdad absoluta en psicoanálisis se llama psicosis, pero no le hace daño a nadie. Mientras que hablar desde un bien sin contradicciones para evangelizar a otros, a eso le llamamos perversión. Y es lejos a lo que más debiésemos temerle.

*Psicoanalista

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