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Opinión

17 de Diciembre de 2015

Editorial: El Parque Tompkins

De Tompkins se dijo de todo. Que pretendía fundar una república sionista, que era de la CIA, que se quería comprar Chile (los que ya lo compraron no lo pretenden vender), que era un millonario excéntrico que gastaba su dinero en pasar frío y que para colmo de lujos aspiraba a tener medio país de […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL-625
De Tompkins se dijo de todo. Que pretendía fundar una república sionista, que era de la CIA, que se quería comprar Chile (los que ya lo compraron no lo pretenden vender), que era un millonario excéntrico que gastaba su dinero en pasar frío y que para colmo de lujos aspiraba a tener medio país de jardín. También se dijo que despreciaba a los humanos. Durante los codiciosos años 90, cuando hasta el arte se entusiasmó con el dinero, la apuesta improductiva de Tompkins fue vista como un crimen. Entonces nos parecía evidente que con tal de generar más energía podíamos pasar por arriba de una cultura. Alcanzan los dedos de una mano para contar a los líderes que solidarizaron con las hermanas Quintremán cuando las aguas de la represa Ralco inundaron las tumbas de los pehuenches, y salieron los huesos de sus muertos a flote. Recién concluíamos una dictadura que había repartido cadáveres por las tierras y los mares de Chile, y en 1132 centros de tortura (dato del Museo de la Memoria), aterrando nuestras conciencias. Para no ver el espanto, nos pusimos a correr como unos enajenados, y dejamos atrás la miseria económica, solo la económica. Fueron los años en que llegamos a crecer al 9%, nos autodenominábamos Los Jaguares de América Latina, aparecieron los cafés con piernas, Faúndez compró su primer celular y estallaron las grandes fortunas. Tompkins venía de vuelta. Nada de eso lo había satisfecho, y con el fanatismo propio de un gringo converso, comenzó a gastarse los US$500 millones que había ganado vendiendo ropa, en comprar miles y miles de hectáreas de naturaleza virgen. Su objetivo: que siguieran siendo vírgenes. Eligió el sur de Chile, una de las regiones más extraordinarias del planeta, adonde la “civilización” todavía no llegaba. Su esfuerzo por detener el “progreso” no podía sino considerarse un atentado contra la patria. Se le acusó de querer cortar el país en dos, de oponerse al avance de las carreteras soberanas y de arriesgar nuestras fronteras. El gobierno de Frei le declaró la guerra. Me dicen que a los viejos amigos de su papá –Frei Montalva– les penaba haber autorizado un enclave alemán en Colonia Dignidad, y temían que la historia se repitiera. Lo cierto es que el verdadero trauma tenía su explicación mucho más cerca. Se vivía un ambiente de casino que impedía escuchar el lamento de los desaparecidos. En nombre de ellos gritaba una mujer que se llamaba Sola. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Sospecho que mucho: no había oídos para el más allá. Todo era aquí y ahora. Yo he navegado esas tierras de Tompkins, donde el hombre muchas veces no puede entrar. Son templos inmensos, con montañas de miles de metros que terminan en glaciares o riscos negros, y que hacia abajo están cubiertas de robles, arrayanes, cipreses, helechos y miles de hierbas, hasta hundirse en el agua también verde de unos canales angostos. La Tierra cruje en la noche, porque la cordillera aún se está estirando. Hubiera sido una herejía arañar ese santuario con cemento. Parafraseando al gran jefe Seattle, Nicanor Parra escribió: “El error consistió/ en creer que la tierra era nuestra/ cuando la verdad de las cosas/ es que nosotros somos de la tierra”. El libro del Génesis lo dice de otra manera: “del polvo vienes, y en polvo te convertirás”. Ahora que se murió, casi todos hablan bien de Tompkins. Así funciona “el pago de Chile”. El hombre no era ningún santo (los millonarios no pueden ser santos), tampoco un sabio (porque los sabios no conocen el fanatismo), pero le hizo a Chile un regalo inmenso. A toda la humanidad, para ser precisos. Uno de los museos más impresionantes del mundo. Dentro de muy poco, nadie recordará el nombre de sus enemigos. Tampoco lo recordaremos a él, con su porte y risa indescifrable, pero ahí seguirá el parque Tompkins, por los siglos de los siglos, para fama y gloria del mismo país que lo combatió.

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