Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Cultura

12 de Enero de 2016

Adelanto del libro La Patria Insospechada: Desayunos con carne y chocolate

Anécdotas que involucran a próceres, viajeros y seres anónimos son las que trae el libro La Patria Insospechada: Episodios ignorados de la historia de Chile (Catalonia), del periodista y escritor Rodrigo Lara Serrano. Acá adelantamos la relación gastronómica, que recoge algunas tradiciones culinarias algo exóticas pero además da cuenta de los ricos productos que, de puro ignorantes, hemos descontinuado de nuestra dieta.

Por

Adelanto-del-libro-La-Patria-Insospechada2

“En Chile acostumbran a tomar algo tarde el desayuno, que consiste a veces en caldo, o carne y vino, pero todos toman mate o chocolate junto a la cama. Doña María, sabiendo cuán diferentes son las costumbres inglesas, envió a mi aposento té, pan y mantequilla […] acá no se respeta la intimidad de los dormitorios como en Inglaterra; felizmente tengo el hábito de madrugar”. La viajera María Graham —de quien María Esther Edwards y Regina Akel han escrito un par de novelas biográficas injustamente poco conocidas—, buena lectora de novelas como lo era y ejemplo de la generación escrupulosa y diligente que construía un imperio usando primero el comercio y solo después las armas, retrata de esa manera qué ingeríamos los chilenos tras despegar las pestañas y separarnos de la tuición de la Corte de Madrid. El té era en esos días una irrazonable excentricidad de gente rica, frente a la oferta del mate y el chocolate, mucho más baratos y abundantes.

Sería estúpido pensar que solo una pretendida “incultura” post colonial (el desayuno citado es de 1822) habilitaba mezclar un tazón de chocolate con un caldo de carne y un vaso de vino mañaneros. En la mismísima Inglaterra, como en todo el norte de Europa antes del arribo del café, el desayuno tradicional incluyó por varios siglos una o dos pintas de cerveza. Quizá por ello la gente era más alegre y alborotada. En el caso chileno, el procedimiento tenía su lógica. Las ciudades de aquel entonces eran si apenas mayores que lo que hoy llamamos pueblos. En ellas los sistemas de calefacción resultaban casi inexistentes, la locomoción pública era una promesa utópica y la vestimenta, que no se importaba masivamente desde China cual ocurre hoy, se ofertaba mucho más cara que la comida. O sea, había que quemar muchas más calorías para hacer las rutinas más simples del día a día.

La carne vacuna, como la misma María Graham menciona en su Diario de mi residencia en Chile, abundaba pese a las quejas de que la ganadería estaba en la ruina: “Laméntanse algunos desde que de los comienzos de la guerra civil (la que ahora llamamos “guerra de la Independencia”) el ganado mayor ha disminuido notablemente en Chile, y lo atribuyen a la guerra […] pero hay tanto desorden y despilfarro en la administración de todo lo que concierne a lechería y ganado, que el número de reses podría disminuir mucho más sin que los productos de la carnicería llegaran a escasear de una manera alarmante”. De hecho, la viajera piensa que sería bueno que ello ocurriera, ante el derroche, alucinante, para sus costumbres, que observa.

“En tiempos del padre Ovalle —afirma—, no se aprovechaba de las reses mayores sino la lengua y los costillares; lo demás era arrojado al mar en los fundos de la costa, o abandonado a las aves de rapiña en las haciendas del interior. En algunos fundos botan todavía las cabezas, y en ninguna parte se aprovechan los huesos, salvo en lugares en que hay extranjeros, que los utilizan para la sopa. La misma suerte corren los corazones e hígados, de modo que aquí se pierde casi la cuarta parte del alimento que un buey daría en Europa, fuera de la pérdida total de otros productos útiles como los cuernos, cascos y huesos”.

Si la Patria es el estómago, en los primeros años de la República no había ni “sánguche de potito”, ni “bistequitos de pana con cebolla y ají”, ni “corazón frito con arroz graneado”. Sí, en cambio, era abundante la ensalada de chagual (que hasta hace unos 30 años, como un fósil gastronómico viviente, se conseguía con normalidad en Melipilla). Y los niños se deleitaban con el qeul, “una fruta parecida al limón ceutí en el tamaño y más amarilla que él; cómese cruda o asada al rescoldo, y de cualquiera suerte es gustosa”, como escribió el Padre Rosales.

Tenemos que reconocer que —como toda creación colectiva— el relato que solemos contarnos de Chile como una sociedad en mejora constante y progresiva, en todos los ámbitos, no puede ser sino, en gran parte, falso (¿cómo podría aprender un grupo humano si no cometiera errores, también retrocediendo?). Y quizá no haya otro ámbito donde ello pueda afirmarse con mayor fuerza que en el de la gastronomía y los alimentos. Porque, si bien nos ufanamos de tener en nuestros supermercados de 15 a 20 variedades de yogurt (sin contar las marcas), en ninguno de ellos se encuentra el coile (coguil o voqui blanco), con su forma de plátano pequeño, una baya de la enredadera del mismo nombre, que puede encontrarse en los valles precordilleranos del Maule, y que se comía en Temuco en los años 20 y 30 del siglo recién pasado. Igual de ignota es la uva de cordillera (lleuque o gulliu), la cual se disfrutaba ya hace 3.000 años antes de Cristo en Chile y hoy, a duras penas, la conoce un antropólogo y jamás un cocinero. Hasta el tomate de árbol, que se produce y consume en Colombia, Nueva Zelandia y EE.UU. (luego que se llevaran algunos ejemplares en el 1900), se vende en forma de concentrado congelado como novedad importada.

Comemos más en cantidad que los patriotas, pero no es tan claro que comamos mejor y más variado. Un mensajero del Inca que trajese un mensaje a sus dominios del Chile y, por un misterioso efecto del espacio-tiempo, apareciera en el Santiago actual, se quedaría asombrado de lo que viese, pero no necesariamente de lo que comiese. Le extrañaría la ausencia de la arracacha, “la zanahoria púrpura”, también le impactaría nuestro desconocimiento de la almendra de Cachapoyas (“las frutas más delicadas, deliciosas y saludables que he comido en las Indias”, como anotó el cronista Bernabé Cobo). Y, con certeza, se sentiría ofendido, considerándonos poderosos, pero ignorantes, ante nuestro rechazo a comer las lagartijas secas alimentadas exclusivamente de frutos de algarrobo que nos ofreciese y que eran su charqui para viajes, ya que duraban un año sin conservante alguno. Como bien conocen los chefs peruanos que están reinventando su gastronomía en estos días, no sabemos lo que nos perdemos.

Adelanto-del-libro-La-Patria-Insospechada
La Patria Insospechada
Rodrigo Lara Serrano
Catalonia, 2015, 199 páginas

Temas relevantes

#libro#literatura chilena

Notas relacionadas