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Opinión

28 de Enero de 2016

Editorial: La plata perdió el juicio

Madre, yo al oro me humillo, Él es mi amante y mi amado… (Quevedo) Los juicios más noticiosos del último tiempo, han tenido a ricos frente al estrado. Tipos que ya ganaban más que suficiente para solventar una vida buena, y en el caso de muchos de ellos, varias veces más de lo necesario para […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL

Madre, yo al oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado…
(Quevedo)

Los juicios más noticiosos del último tiempo, han tenido a ricos frente al estrado. Tipos que ya ganaban más que suficiente para solventar una vida buena, y en el caso de muchos de ellos, varias veces más de lo necesario para eso, y no obstante, quisieron más, mucho más. No dinero para comer manjares escasos o viajar cómodamente a sitios recónditos o acceder a conocimientos reservados para poquísimos espectadores, o, por último, para entregarse a vicios sofisticados, porque en varios de estos casos, me consta, se trata de almas hogareñas desprovistas de gran curiosidad. Almas débiles, a fin de cuentas, que contagiadas por la mentalidad reinante se enfermaron gravemente de sin sentido. Michael Sandel, el filósofo que mayores audiencias congrega en la universidad de Harvard, de paso por Chile, recordó que este virus se expandió con fuerza entre los años 70 y 80, durante los gobiernos de Margaret Thatcher en Inglaterra, de Reagan en los EE.UU, y de Augusto Pinochet en Chile. Fue con la expansión de la ideología neoliberal, que tuvo a Milton Friedman como mesías y al libre mercado como verdad revelada, que el dinero alcanzó categoría divina. José Piñera, uno de los economistas más emblemáticos del dictador, escribió un libro titulado “Libertad, Libertad”, enunciando sus mandamientos. Es cierto que ya Moisés denunció la existencia de ídolos de oro, pero entonces aún caía maná del cielo, y a nadie se le ocurrió comercializarlo. Imperaba con fuerza el concepto de pueblo. De pronto hasta el agua y el aire se volvieron negocios. Los ríos fueron comprados por individuos que defendían la propiedad privada como valor superior e indiscutible y la vida entera como una gran competencia donde, cuando mucho, debía defenderse la posibilidad de que ganara cualquiera. La virtud máxima de la religión del dinero recibió el nombre de meritocracia. ¿Y los perdedores -me pregunto yo- los cojos, los ciegos, los torpes, los contemplativos, merecen acaso el infierno? “Mientras más cosas pudo comprar el dinero, más difícil fue ser pobre”, asegura Sandel. Hubo un tiempo en que los sabios y los santos elegían serlo, y se alejaban para comer hierbas en colinas silenciosas o rezar en cavernas sin dueño. Existían muchas cosas sin precio. Ahora, en cambio, por U$6250.- se obtiene un vientre de alquiler para solucionar la maternidad a mujeres estériles o reacias a cargar con embarazos y dolores de parto; en Sudáfrica cualquiera que tenga U$150.000.- para pagar, puede cazar un rinoceronte negro en peligro de extinción; quienes estén dispuestos a arriesgar su vida, pueden ganar hasta U$7500.- permitiendo que una compañía farmacéutica experimente en ellos sus medicamentos; y hay colegios que para motivar la lectura de sus alumnos, les pagan U$2 por libro terminado. Nos fueron vendiendo hasta el placer de la lectura. De la economía de mercado, sostiene el politólogo, pasamos a una sociedad de mercado, en la que el lucro reemplazó a la moral, y la rentabilidad a los valores. “Necesitamos preguntarnos si hay ciertas cosas que el dinero no debe comprar”, es el problema que Sandel enfrenta en su libro Lo que el Dinero no Puede Comprar (Ed. Debate), donde al alero de un proyecto democrático y comunitario intenta fijar los límites del mercado. Una interrogante que en el Chile de hoy trata de abrirse paso entre los fanáticos de la religión del crecimiento, y aquellos que creen que el dinero es un remedio para todas las carencias. Basta mirarle la cara a los enjuiciados para darse cuenta que no es verdad. La plata también puede ser una enfermedad.

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