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Nacional

4 de Febrero de 2016

Historia: El juego solitario del rey

En septiembre de 2015 derrotó al número 13 del mundo y se convirtió en el primer chileno en pasar a segunda ronda en un mundial de ajedrez. El viernes pasado clasificó al mundial sub 20. Entrena nueve horas al día y va hace doce años a la Plaza de Armas, donde la gente se queda en silencio para verlo jugar. A los 19 años, Cristóbal Henríquez es el ajedrecista nacional con más proyección y tiene un problema común: su carrera está sujeta a un apoyo financiero esquivo.

Por

Cristobal-Henriquez

Lo que le está pasando a Cristóbal Henríquez ya le había pasado hace una década, cuando salió campeón panamericano de ajedrez infantil y no pudo ir al mundial por problemas de plata. La semana pasada, en Los Ángeles, región del Biobío, clasificó al mundial juvenil de India, que se juega en agosto. Pero Cristóbal, a cuatro meses de haber derrotado al número 13 del mundo en el mundial en Bakú, Azerbaijan, no tiene recursos para viajar. Tampoco para estar donde le correspondería como profesional: en el circuito europeo, entre el 17 y el 26 de febrero, y luego en el catalán, en mayo. Allá podría enfrentarse a rivales de mayor dificultad y acumular más puntos de ranking. Los torneos significan puntos, y los puntos significan más torneos.

En lugar de eso, está haciendo las maletas para Valdivia, donde debe defender su título de campeón nacional, entre el 29 de febrero y el 6 de marzo. Intenta seguir a pulso el camino para convertirse en lo que viene diciendo que quiere ser desde los cinco años: un Gran Maestro. Lo que viene el resto del año es incierto. La hazaña de Bakú lo dejó con algunos ahorros, que podría invertir en ir al Mundial. Ya ni piensa en posibles auspiciadores. “No conseguí ningún peso para viajar a ningún torneo”, dice. “Ya me cansé”.

***

-Cuidado, que si Gelfand hace A3 está muerto.
Era el 13 de septiembre del año pasado y Rodrigo Vásquez estaba en una pieza en Bakú, siguiendo por internet lo que pasaba en el lobby del hotel. Escribía mensajes rápidamente y los mandaba a dos grupos de whatsapp que reunían a 180 personas pendientes de sus noticias.

Abajo, sentado frente a un tablero, su alumno Cristóbal Henríquez esperaba que Boris Gelfand, un israelí de 47 años y actual número 13 del mundo, moviera su quinta pieza blanca. Era el primer mundial de ajedrez que el joven de 19 años jugaba y figuraba entre los cinco competidores con menor ranking. Su rival era el subcampeón mundial.
Gelfand miró el tablero y movió su peón al A3. Todavía quedaban por delante más de cuatro horas de juego, pero Cristóbal y Rodrigo ya lo sabían. Para eso se habían preparado por meses y Gelfand había caído en la trampa. El partido estaba ganado.

“No tenía contemplado ganarle, yo iba a jugar lo mejor posible”, dice Cristóbal a cuatro meses de su gran hazaña. El recuerdo que más lo motiva a perseverar en su camino. Jugaron un match de cuatro partidos, de los que empataron tres. Ganó el último, el que más había preparado.

Frente a Cristóbal está su entrenador y un computador que muestra el arma secreta: Chessbase 13, un programa que almacena 6 millones 630 mil partidos de ajedrez. Ahí están todos los partidos oficiales que se han disputado.
“La preparación es súper específica cuando sabes a quien te vas a enfrentar”, dice Rodrigo mientras navega por el programa. Con él estudiaron la forma de juego de Gelfand y eligieron atacarlo con la estrategia siliciana, una posición que solo se había utilizado en cinco partidos.

Durante un mes analizaron los porcentajes de éxito para cada movida y trazaron diferentes caminos para llevar a Gelfand al terreno que ellos querían. Prepararon hasta la jugada veinte y el partido llegó casi a las cincuenta.

-Te voy a mostrar lo que hicimos con él. Tuvimos que ver varias formas dependiendo de cómo se ponía -dice Rodrigo-. Es un laberinto, realmente.
-¿Te sabes de memoria lo que hizo?
-Sí –y se ríe– ¿Te parece un mundo de locos?

***

La historia comenzó hace 15 años en una casa en La Florida. Óscar Henríquez movía torres y peones sobre un tablero con su hijo mayor, pero no jugaban ajedrez. Conocían los movimientos de las piezas, pero no sabían que para ganar alguien tenía que hacer jaque. Estaban dando por terminado el partido cuando Cristóbal, que tenía cuatro años y nunca había jugado, le dijo a su hermano: “Todavía te puedes cubrir”.

Ese fue el principio. Después le pidió a sus padres que le regalaran su propio tablero para navidad. “Se lo compramos pensando que le iba a durar poco y se iba a aburrir, como con los juguetes tradicionales”, dice hoy su padre. Pero para Cristóbal el tablero no era un juguete y pronto empezó a tomar clases en el club de la comuna. Allí descubrieron que tenía habilidades y que sabía distinguir cuándo estaba siendo atacado.

Un día, cuando estaba en kínder, la profesora preguntó a los niños qué querían ser cuando grandes. Se dijeron cosas como astronauta, bailarina y bombero, pero Cristóbal no quería nada de eso.

-Quiero ser Gran Maestro, viajar por el mundo y llegar a tener un elo de 2800 –dijo él.

La primera vez que salió de Chile fue para el Panamericano Sub 10 en Ecuador. Como tenía solo nueve años, su hermano Óscar, siete años mayor, se ofreció a acompañarlo aunque eso implicaba perderse su gira de estudios. Salió campeón.

Al principio era su mamá, Patricia Villagra, quien lo llevaba a entrenar, pero de eso no se acuerda casi nada. “Debo tener unas tres imágenes claras de ella y el resto es de fotos. Bueno, está el funeral”, cuenta ahora y luego dice para sí: “me tengo que olvidar”.

Cuando Patricia murió de cáncer pulmonar, Cristóbal tenía siete años y estaba jugando en el computador. Su padre le había dicho que no fuera al colegio ese día y después lo llamó para que se fuera a despedir. Cristóbal pensó que estaba durmiendo y quería despertarla. Aparte de ese recuerdo no hay muchos.

“Se supone que uno se acuerda de las cosas trágicas, lo que te marca”, cuenta, mientras habla de una noche en que tuvieron que llevársela de urgencia al hospital. Se quedó dormido con el ruido de la ambulancia. Lo último es la imagen de una psicóloga que los iba a ver a la casa, pero el recuerdo es vago: apenas su hermano llorando en el living. De las cosas buenas, como cuando lo llevaba a competir y llegaba contando que le ganaba a los adultos, no se acuerda. Él que recuerda es su padre: “Cuando él ganaba todos celebrábamos y si perdía, era ella la que lo acurrucaba y consolaba”.

***

En las fotos de su infancia, Cristóbal aparece siempre de brazos cruzados, sonriendo. Ahora se considera a sí mismo como introvertido. No le gusta ir a fiestas ni a conciertos, no toma ni fuma y ya casi no va al cine. “No soy bueno en el ámbito social, es una parte que no he explorado mucho”, dice. “Pero no le echaría la culpa al ajedrez. Hay ajedrecistas de veinte años que van a fiestas y tienen una vida social normal”.

El cambio vino en séptimo básico, cuando llegó al Instituto Nacional. No estaba muy convencido de entrar, pero sabía que para su padre, institutano, era importante. Cristóbal fue el único de sus hijos que lo logró. “Debe ser una de las veces en que lo he visto más contento en mi vida”, recuerda.

Antes de eso, a Cristóbal lo anotaban en el libro de clases por contestar a los profesores y dar portazos. En el Nacional no podía hacer nada de eso. La exigencia era muy alta y el ambiente intimidante. Se empezó a involucrar con el movimiento estudiantil: conversaba con sus compañeros y ellos presentaban las ideas en las asambleas. Él no se atrevía a hablar.

Pronto el ajedrez y el colegio empezaron a hacerse incompatibles. Entrenaba tres horas diarias, viajaba a campeonatos y no le quedaba tiempo para estudiar. “Tampoco me gustaba hacerlo”, aclara, “pero muchos profesores no estaban dispuestos a ayudarme, no había voluntad”. Presentaba certificados de participación en torneos internacionales y nunca le decían nada. Su último profesor jefe ni siquiera sabía que jugaba ajedrez.

Algunos lo apoyaron, pero eran minoría: dos o tres de una decena. Pidió una solución, porque la idea no era irse del Instituto, sino que le permitieran repetir una ronda de pruebas en las que tenía muchos rojos. Eso le habría permitido terminar segundo medio con sus compañeros, pero no se pudo. Se fue en agosto y terminó el año con exámenes libres en Puente Alto. Después hizo tercero y cuarto en un dos por uno.

Cuando volvió del mundial, Cristóbal le ofreció una partida simultánea de ajedrez al Instituto. “Me gusta el colegio, el ambiente, le tengo mucho cariño”, cuenta. Volvió a ver a algunos profesores y a sus excompañeros, que están en IV medio.

***

Una veintena de personas observa una mesa plegable con un tablero de ajedrez estampado en la madera. Sobre ella, un reloj digital rojo que dice “mesa 28”, y debajo decenas de colillas de cigarro. En las demás mesas del club de ajedrez de la Plaza de Armas se escuchan risas, bromas y garabatos, pero en la que juega Cristóbal Henríquez el silencio es absoluto. Se enfrenta a un hombre cuarenta años mayor que él y le gana. Solo entonces, cuando hace la última jugada, el público irrumpe.

“Pero cómo mueves esa, hombre”, le dicen al recién derrotado. Luego pasarán otros seis a los que Cristóbal vencerá en tres minutos mínimo y diez máximo.

Doce años antes, Óscar llevó a su hijo a la plaza por primera vez. Jugó dos partidas y ganó una, pero cuando se fue los asistentes aplaudían. Ahora dice que va al menos dos veces al año y cuando tiene tiempo una vez al mes. A veces se encuentra con conocidos, pero no viene nunca con amigos. Siempre llega solo.

“Él siempre es bienvenido”, dice Jorge Salgado, presidente del club. “Todos son bienvenidos, pero hay algunas bienvenidas que son más afectuosas que otras”. Conoció a Cristóbal cuando tenía 12 años y el niño le ganó una partida. “A lo mejor yo fui poco serio al verlo tan joven, pero me lo castigó muy bien. Me dije altiro: este chiquillo juega muy bien”.

El ajedrez que se juega aquí es recreativo: las partidas se conversan, todos se conocen, buscan una táctica más agresiva y lucirse con el juego. A Cristóbal lo que le gusta es sacar a sus contrincantes de esa dinámica.
“A veces tengo para ganar de manera directa, pero prefiero mostrarles en el tablero los errores que cometen”, cuenta. Uno de ellos es el movimiento de los caballos. En el ajedrez competitivo es una regla que los caballos jueguen al centro del tablero, pero en la plaza los jugadores los mueven por el lado para atacar más rápido. “Lo que hago es dejarles el caballo aislado en el costado, simplificar las piezas y que el caballo no le sirva”, explica. “Es para que se den cuenta, es como dar una pequeña clase”.

Antes de irse, dos chilenos y un peruano se le acercan y le piden fotos. Uno le muestra una aplicación donde está jugando contra otra persona. Le pide que analice el juego. Cristóbal recomienda: que mueva el caballo, que espere un poco y no ataque de inmediato.

***

Cuando Cristóbal volvió de Azerbaijan, en el aeropuerto lo esperaban con un letrero que decía: “Bienvenido campeón, gracias por todo. Ya eres una leyenda del ajedrez chileno” y con una bandera. Es el mismo letrero que ahora cuelga afuera del club, en Serrano con la Alameda.

Antes de este logro vino el Campeonato Mundial de la Juventud en Sudáfrica, en 2014. Para el último partido, tenía posibilidades de salir tercero si ganaba su partida y al mismo tiempo un jugador indio le ganaba a un ruso. A la cuarta hora de juego el ruso ya había perdido, pero Cristóbal cometió un error. “Estaba tan ganado el partido que podría haberlo hecho a los diez años”, dice ahora. Pero empató y significaba que había salido quinto.

Pensó en no ir a la premiación, un par de horas más tarde, pero al final fue igual. Cuando empezaron a nombrar a los ganadores, se sorprendió: cuando llamaron al quinto, subió un polaco. El sistema de desempate era distinto. El presidente de la Federación Internacional de Ajedrez le entregó una medalla de bronce, que hoy guarda en su pieza.

Esa fue también la vez que se sintió más solo. Viajó con otro ajedrecista y su madre, quienes se fueron un día antes que él. Como no tenía presupuesto, pensaba pasar esa última noche en el aeropuerto, pero la organización no lo dejó. La mamá de su amigo pagó el día de diferencia y esa noche fue la peor. “Fue un desastre, me sentí muy solo”, recuerda. Luego quisieron echarlo del hotel. Escuchó golpes en la puerta y se enfrentó a la mucama, que le pedía que se fuera. Cristóbal no habla inglés, y mientras le mostraba el recibo le trataba de explicar que ya había pagado. Entendió cuando intervinieron tres personas que pasaban por ahí. Tampoco sabía cómo cambiar plata, así que estuvo todo ese día sin comer.

***

Ahora está sentado en una sala de Fundacek, una fundación que se dedica a apoyar el talento joven. Lo acogieron hace cuatro años gracias a la recomendación de Iván Morovic y son ellos los que le financian el entrenador. Sobre la mesa está su tablero de ajedrez, que debería estar en su casa pero trajo para acá. Ahí pasa casi diez horas diarias, es donde estudió para el mundial y donde entrena con Rodrigo Vásquez. La siguiente meta: renovar el título de campeón nacional en Valdivia, en un mes más.

“No sé si sea mi obsesión, pero es algo que me gusta hacer”, dice Cristóbal Henríquez, el niño que hablaba acerca de la variante del erizo de Anderson mientras dormía y que tiene un gato al que le puso Chess. Él que tiene un tablero sobre la mesa cuando se junta con sus amigos y que es capaz de visualizar diez movidas antes de ponerlas en práctica. Dice que es lo mismo que ver un video que se escucha mal: a veces hay que dejar de mirar las imágenes para concentrarse en el audio.

Cuando niño su pieza favorita era el caballo porque le gustaba más la táctica, donde pudiera atacar al rey con posiciones artísticas. Un juego más agresivo. Ahora prefiere los alfiles, pero la pieza que lo representa es otra: “Soy yo el rey”, dice. “Uno es quien hace las acciones, quien domina el juego. No soy un peón. Yo soy quien dirige la guerra en el tablero”.

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