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Opinión

7 de Febrero de 2016

El gasto no tiene límites o de cómo vivir empelotas (dinero, campo cultural, montañismo, autoedición)

Alguien va a la tienda de pesca y compra unas cañas sofisticadas. Va a la Costanera y se da cuenta de que unos niños casi descalzos y con un tarro y un hilo de pescar, pescan más que él. A veces pasa. Siempre es mejor dejar que te enseñen, en todo caso. Pagar con la […]

Germán Carrasco
Germán Carrasco
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desnudos 1900

Alguien va a la tienda de pesca y compra unas cañas sofisticadas. Va a la Costanera y se da cuenta de que unos niños casi descalzos y con un tarro y un hilo de pescar, pescan más que él. A veces pasa. Siempre es mejor dejar que te enseñen, en todo caso. Pagar con la moneda del país. Un amigo tiene como terapia subir cerros, no usa la palabra senderismo, trekking ni montañismo. Sube cerros. Más aún cuando está en momentos difíciles, si lo dejó su mujer o luego de algún duelo. Lo hace con precaución y un equipo mínimo. Todo es carísimo y uno podría comprar y comprar cosas, sacos de dormir diminutos que resisten altas temperaturas y todo tipo de adminículos. El gasto no tiene límites en esto y en ninguna otra cosa. Los sitios de Facebook o Internet sobre montaña o grows de marihuana y montón de otras cosas están controlados por comerciantes interesados en vender absolutamente lo que sea. Alguien preguntaba en un foro de montaña con qué pasta dental no dañar el ecoambiente, y aparecieron unas marcas carísimas que eran eco-friendly. Lávese con unas hojitas de menta y salvia, a capelita nomás. O escupa la pasta de dientes en la bolsa de basura que tiene que bajar del cerro con usted, so siútico.

Vivir empelotas, el camino de las manos vacías. Después de todo, uno huye de la ciudad porque en la ciudad todo es plata. Todos queremos plata, vivir en paz. Pero a veces cansa tanta tontera. Cansa que la plata defina todo. La mentalidad rasca del “júntese con ese amigo con dinero” cansa; la mentalidad de la madre de la niña que hace la vista gorda cuando el niño bien se la culea en el living.

Esa iñora no es distinta a los que, a sabiendas de que no hay talento, les abren las puertas a algunos porque creen o calculan que van a terminar de ministros o algo así. A esto colabora la autoedición. En literatura nadie debería autoeditarse, la autoedición implica que solo los que pueden costearse un libro ingresan al campo cultural. El error más grave de las editoriales es ser imprentas y no tener filtro, publicar a cualquiera por dinero. Yo jamás, pero jamás he gastado un peso. Si alguien escribe, debe mandar a concursos, ojalá en el extranjero porque acá hay cuoteo y patotas. Si no gana, haber corregido el libro de poemas o la novela va a ser el mejor regalo. No espere nada. A la Latinale en Alemania –festival de poesía– viajó un currutaco chileno porque ofreció él pagarse todo, y los alemanes ni huevones: rinden por extensión cultural y se ahorran unas chauchas. O sea, con plata se puede ingresar a cualquier club, dárselas de músico, de lo que sea.

Hace ya algunos años que en Chile se publica una enorme cantidad de cosas. No hay recepción, la crítica –que también se puede comprar, a todo esto– no acusa ningún recibo, pero proliferan las publicaciones y algún seudoeditor fresco de raja le saca flor de provecho económico a la situación. Hay demasiado libro de poesía malo. Por otra parte, cualquier descorrida de velo –al decir de la vieja Donoso– de la oligarquía es literatura porque todos quieren saber de esas vidas privadas o de sus perversiones rancias. En ese sentido, es fácil hacer literatura para algunos. Sólo en una sociedad pacata revelar la homosexualidad tiene valor literario, por ejemplo.

Vino hace poco un escritor gringo y otro de acá lo presentó en un lugar cercano al Metro Santa Isabel. Cuando salieron luego por ahí a beber algo, se quejaba el chileno de que los Starbucks no abrieran los domingos. No habló del sistema de turnos o de cuánto les pagan a quienes trabajan ahí, de que en el fondo es bueno que las cosas cierren los domingos. Porque con plata se puede entrar a cualquier fiesta, pero siempre uno puede abstenerse de participar.

“¿Maricón y qué más?”, decía Lemebel cuando se le acercaba un gay creyendo que su gaytud le daba luz verde y visa. “Porque yo soy escritor”, continuaba Pedro. Ok, ¿con mucho dinero y qué más? ¿Le pone? ¿O sólo pagó por profesores de pesca y por esa sofisticada caña que no sabe usar?

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