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Opinión

7 de Febrero de 2016

Maturana y el coaching ontológico: tan lejos, pero tan cerca

Humberto Maturana ha salido a separar aguas con quienes ponen sus conceptos al servicio del rentable coaching ontológico, cada vez más requerido por las empresas. Sin embargo, el Premio Nacional de Ciencias no es tan ajeno al origen y evolución de esta práctica. Tanto sus ideas como su biografía –incluida su estrecha colaboración intelectual con Fernando Flores– tuvieron bastante que ver con el auge del coaching en el contexto de una época que reemplazó las utopías de cambio colectivo por las metas de desarrollo personal.

Matías Wolff
Matías Wolff
Por

humberto maturana YT

*

La encendida polémica entre Humberto Maturana y el doctor en filosofía y profesor de coaching Rafael Echeverría, acerca del eventual uso, abuso o derechamente plagio de la teoría maturaniana para fundamentar la “herramienta de formación” desarrollada por Echeverría y otros, no se agota en las recriminaciones que ambos se han dirigido por la prensa ni en un posible choque de egos. El destape de este conflicto obliga a preguntarse por la influencia –no solo intelectual, sino también social y política– que han ejercido las ideas de Maturana en Chile.

Es cierto que nadie puede negarle al científico el derecho a cuestionar el uso de sus conceptos en una práctica que no le gusta. Pero desligarlo completamente del coaching ontológico, en particular, y del campo de discursos y prácticas donde éste se inserta (el tipo de sujetos y organizaciones que reclama el mundo actual), parece apresurado si uno revisa la historia de sus ideas y de su relación intelectual con Fernando Flores y el propio Echeverría.

Las tesis que han hecho de Humberto Maturana una celebridad internacional se originan en el contexto de efervescencia social y política de finales de los 60, del cual los fundamentos de la ciencia no salieron ilesos. Maturana, con la colaboración crucial de Francisco Varela, produjo una crítica tan original como controvertida al canon de la biología y la neurofisiología, a través de dos ideas centrales. La primera, que la condición fundamental de la vida no era la reproducción, sino la autogeneración: observando a la célula como una máquina sin finalidades ni objetivos trascendentes, definieron a “lo vivo” por su carácter autónomo, capaz de producirse a sí mismo. De ahí se desprendía la segunda: si el organismo está determinado por su propia estructura, el elemento clave de la conciencia y del conocimiento no es la representación de la realidad externa, sino que todo aprendizaje es obra de su propia capacidad de observar y comportarse. Si podemos hablar de esa realidad, sostenían Maturana y Varela, no es porque ella esté allá afuera, sino porque las relaciones entre los organismos establecen un acuerdo que construye esa realidad. A su vez, la versión más sofisticada de esta facultad de coordinar acciones sería el lenguaje humano, ya que permite a los “seres autodeterminados” establecer una cantidad casi infinita de acuerdos.

Esta concepción autónoma de los organismos y de la capacidad de algunos para coordinarse mediante el lenguaje resultaba revolucionaria y como tal comenzó a tener importantes y a veces insospechados efectos en otros ámbitos del conocimiento, que encontraban en ella un “fundamento científico” a sus ideas acerca de la mente, la educación o la gestión organizacional. El vínculo con este último campo tuvo su hito fundacional en 1971, cuando comienza a gestarse la colaboración entre Maturana y un joven Fernando Flores, a la sazón jefe técnico de CORFO y que por esos días craneaba el ahora célebre proyecto Cybersin. Aunque el Golpe truncó esa colaboración en particular, dicho encuentro promovió una relación entre Flores y Maturana que los llevó a colaborar durante gran parte de los años 80 y comienzos de los 90, en aventuras muy alejadas de la actividad científica tradicional.

Como cuenta Maturana en la entrevista a Capital que encendió la polémica, tras la detención de Flores fue a verlo varias veces a la prisión para enseñarle sus teorías en profundidad, y cuando éste se instaló finalmente en Berkeley, luego de su exilio, continuó trabajando a su lado mientras él se insertaba en el mundo intelectual de San Francisco. En ese ambiente cruzado por la seriedad de la universidad y por los gurúes y charlatanes de todo tipo que caracterizaba por entonces a la costa oeste de Estados Unidos, Flores concibió, a partir de su trabajo doctoral, una herramienta destinada a administrar de una forma novedosa las organizaciones y empresas que ya abandonaban la ortodoxia fordista ante la crisis petrolera y la arremetida japonesa. Flores dio ahí un papel preponderante a las ideas de Maturana sobre el observador, el lenguaje y su capacidad de coordinar acciones, y produjo un artefacto a medio camino entre la autoayuda, la consultoría organizacional y la ejecución ingenieril: los talleres de “Conversación para la acción”, una forma de gestión de las organizaciones mediante el control y la coordinación de la comunicación interna de sus participantes.

Maturana participó activamente en esta iniciativa, viajando varias veces a Estados Unidos para participar de los talleres que dictaba Flores y que poco a poco tomaban vuelo, primero en California y luego en Chile. Flores ya trabajaba con varios colaboradores, dos de los cuales alcanzarían mayor reconocimiento tras dejar la tutela del ingeniero y fundar su propia empresa de consultoría: Julio Olalla y Rafael Echeverría. Ex abogado de la CORA, el primero, doctor en filosofía y primer presidente de izquierda de la FEUC, el segundo, ambos representan de forma paradigmática la influencia que comenzaron a tener desde fines de los 80 las enseñanzas de Flores en una generación de desencantados por la derrota de la Unidad Popular y del mundo socialista. En medio de esa crisis y de la renovación de la centroizquierda chilena, los talleres terminaban teniendo efectos mucho más afectivos que profesionales. Flores atacaba con vehemencia las excusas y las culpas de los asistentes acerca de los fracasos y traumas del pasado, los llamaba a lidiar con la hegemonía del mercado y el “fin de la historia”, y les daba a entender que la transformación debía efectuarse sobre ellos mismos, dejando de lado aquella vana aspiración a un cambio general. Lejos de los sueños emancipatorios de los 60, las ideas que se transmitían ahí, incluidas las de Maturana, ponían el acento en la autonomía y la determinación de las personas ya no como una forma de criticar la realidad dada, sino de adaptarse a ella.

Esta suerte de pacificación de las preguntas, articulada en torno a la asesoría a la empresa como nuevo espacio de acción, no fue quizás obra de Maturana, pero su participación tampoco fue menor. La introducción de la biología del conocimiento en esos seminarios tan propios de la ética postindustrial no fue forzada por el ingenio de Flores o Echeverría, sino porque en la base misma del pensamiento de Maturana siempre ha estado la posibilidad –implícita, si se quiere– de producir un funcionalismo acrítico con la realidad externa, más cercano a la autorregulación del mercado que a un proyecto de emancipación colectiva respecto a dominaciones de cualquier tipo. La “privatización” de los aspectos más radicales del pensamiento de Maturana en aras de una aplicación destinada más a la gestión del conflicto y el desarrollo personal no es, por lo demás, una marca del coaching: es también lo que el propio Maturana ha estado haciendo durante los últimos veinte años en la Escuela Matríztica que, como bien señala Echeverría, dirige sus cursos y seminarios a los mismos coaches que forma su rival en esta controversia.

Criticar a Echeverría es entonces muy legítimo desde el punto de vista intelectual, por más que el sociólogo haya sabido devolver el golpe. Lo que parece más discutible es que un intelectual quiera desprenderse tan radicalmente de la historia de las ideas y alianzas que ha tejido, como intentando driblear los efectos controvertidos del trabajo propio; efectos que, sin embargo, él mismo ha ayudado a cimentar.

*Antropólogo

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