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Nacional

12 de Febrero de 2016

Marihuana para un carabinero desahuciado

En su casa en Villarrica, acompañado por sus seres queridos, murió Arnoldo del Carmen Moya Pérez, un exfuncionario de Carabineros víctima de un cáncer pulmonar. Su familia hizo todo lo que estuvo a su alcance para aplacar sus dolores hasta que decidió probar con marihuana conseguida en el mercado informal. Este es el esperanzador testimonio de su hijo, Patricio, entregado a la Fundación Daya, que vio cómo su padre se deterioraba, encontrando en las infusiones de cannabis el derecho inalienable a una muerte digna.

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En mayo del año pasado mi padre, Arnoldo Moya Pérez, dejó de sufrir, llorar, alucinar y comenzó a volar. El final de su vida empezó en agosto de 2014 cuando, producto del tabaco, le diagnosticaron un cáncer al pulmón en etapa terminal. En ese momento comenzó el final, acompañado de nueve meses de desesperación, probando cuanto remedio casero o cuanto fruto nos decían podía servir, pues la junta médica decidió no darle tratamiento por lo avanzado que estaba la enfermedad, dejando que los cuidados familiares hicieran el trabajo que, según ellos, durarían tres meses. Creo que tenían razón: con la ayuda de todos los que empujaron el carro, en una cuesta empinada, logramos darle tiempo a él para que concluyera su vida, cerrando todos sus temas, dando una mejor calidad en sus últimos días que, como ustedes saben, son muy tristes y dolorosos.

Mi viejo fue carabinero durante 26 años, trabajó en tiempos difíciles en Lota, Arauco y Talcahuano. Muchas veces dejó la casa para cuidar y servir a la población cumpliendo con su trabajo, siendo un digno servidor público, según nos contó él en esos terribles nueve meses, donde la enfermedad y el tabaco cobraron lo suyo. “Nunca se avergüencen de mí, trabajé en una época difícil, nunca hice daño a alguien por su forma de pensar y recuérdenme como un buen carabinero”, manifestó en sus útimos días. No se imaginan lo difícil que es preguntarle a tu padre y amigo, si tenía que cerrar algo de aquella época.

Todos pensábamos que el Hospital de Carabineros y planes como el Auge nos darían el apoyo que necesitábamos, y que pese al negro futuro que nos venía envolviendo, sin conocer por todo lo que debíamos pasar, podríamos sobrellevar la desesperación del dolor físico y el control psicológico que debíamos atender hasta el momento que mi viejo cumpliera el final de su destino.

Lamentablemente -y no lo sabíamos-, Carabineros no tiene derecho al Plan Auge, que para todos es un derecho, pero para ellos no. No sabemos por qué esta diferencia entre chilenos, ya que no se trata de un bien material como una casa o auto, sino de entregar a las personas una forma digna de morir, ojalá sin dolor, y que esto no se transforme en una catástrofe familiar por los costos o acceso que no todos tienen.

En ese escenario, producto de comentarios y noticias de televisión, supimos que el uso de cannabis podía suplir de cierta forma, aquello que por derecho tienen algunos, pero que se le negaba a mi viejo por haber servido en Carabineros. Preguntar a tu padre, abrazado por el dolor que parches ni tabletas aplacaban, si quería probar algo que por muchos años él mismo no aceptaba y que socialmente no era permitido, fue difícil, pero él lo tomó como si supiera de antemano los efectos que tendría en él, no sólo aceptando sino pidiendo probar. Pobre viejo, el dolor no lo dejaba dormir, comer, ni respirar bien.

Creo que ustedes se imaginan. Sentir que uno es traficante y a hurtadillas nocturnas intentar conseguir flores en el mercado negro, con todo el riesgo que ello tiene. Mi mente fluía y era desesperante pensar que para disminuir el dolor de mi viejo, me tomaran preso la misma institución que a él le negaba la salud. La rabia podía más y pensar que él podría dormir siquiera algunas noches tranquilas, hacían que todo tuviera un sentido y una misión. No me iría a Villarrica si no conseguía lo que buscaba. Más tarde, mi hermana Marcela, no sé cómo lo hizo, un día llega de visita a la casa con cuatro latas de vino de exportación, llenas de yerba y flores de la misma planta. Ella viajaba con sus dos hijos en bus, llena de marihuana para su viejo, como si llevara conservas de frutas, con una tranquilidad envidiable. Para colmo, en el terminal de buses de la ciudad habían incautado un cargamento de lo mismo una semana antes. Como esto daba resultado y mi viejo se sentía bien, muchos amigos nos contactaron con un mundo y una cadena que, aunque oculta, nos ayudó mucho. ¡La provisión ya estaba asegurada!

En este camino, entendiendo nuestra desesperación, recibimos orientación y apoyo de Fundación Daya, y pudimos beneficiarnos de esta bendita planta y no sentirnos como delincuentes, cuando lo único que queríamos era darle una vida digna a mi padre y que tuviera el tiempo suficiente para que pudiera, si era su intención, cerrar su vida y dejar desde su punto de vista a mi madre protegida.

El cambio fue sorpresivo, mi viejo comenzó a comer, dormir mejor, el dolor desaparecía, incluso un día tomó su máquina de cortar pasto, se puso su overol y cuando volví a casa, lo vi cortando el pasto en nuestra parcela en Villarrica. Mi hermano y mi madre lo acompañaban recogiendo lo que él iba dejando con su trabajo; más preocupados que le fuera a pasar algo, que por el mismo trabajo que él desempeñaba. Que rico es sonreír y que el alma se llene de gozo, hablar con la persona que más quieres y decirle: “estaba bueno que ya trabajara, porque se ve mal que esté flojeando todo el día”. Y él, con una sonrisa, respondiendo sin emitir una palabra, sólo moviendo sus cejas. Esa era la calidad de vida que valió todo el miedo y esfuerzo en conseguir Cannabis. Daba lo mismo sentirme como un delincuente.

Pasaron tres meses y aún no comprendía cómo soportaba la vida que llevaba. Cada tres días tenía que ir al hospital a drenar sus pulmones porque no podía respirar y cuando le preguntaba cómo estaba, me respondía “que un poco ahogado pero sin dolor”. No sé si esta yerba le ayudaba o era él mismo quien se daba valor; pero ya no lo veía llorar y podía descansar en casa y dormir tranquilo, después de completado el procedimiento.

El último mes, a raíz de una crisis respiratoria, que lo mantuvo en un sueño profundo por casi dos semanas, tuvimos que recurrir a la morfina, droga que no nos querían suministrar en el sistema público porque mi viejo tenía previsión con Dipreca y no les corresponde a ellos otorgarle la droga. Según los directivos del Hospital de Villarrica debíamos recurrir a la clínica que Carabineros tiene por convenio en Temuco. ¿Cómo llevo a mi padre a Temuco, si no lo puedo mover de su pieza al baño? ¿Cómo explico que tenía que usar pañales? ¿Cómo lo hacemos para conseguir morfina, si no la venden en farmacias y no se la quieren dar porque Carabineros tiene convenio con clínicas y también tiene sus propios hospitales? ¿De qué me servían los hospitales si éstos quedan en Santiago y tenía a mi viejo en una zona rural de Villarrica? En el hospital me decían: “Lleve a su padre a la Clínica Mayor de Temuco, intérnelo un día para que le suministren la morfina y después lo trae de vuelta a su casa al otro día”. Si eso me dijeran a mí, puede que le encuentre sentido y, por último, me sirve para descansar, pero a mi padre no le quedaba tiempo. Querían que gastara los últimos días en buscar la ayuda que para todos es un derecho.

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Siempre existe gente que pone el sentido común ante cualquier error del sistema y los funcionarios del Hospital de Villarrica, convencieron al director del hospital -él los autorizo-, previo pago al contado de la droga y la visita de ellos al campo, para instalarle un infusor en su piel.

“La cannabis o marihuana es una droga y te hace alucinar y perder los sentidos”, es una frase que se dice. Si hubiera sabido que los últimos meses de mi padre servirían para algo, créanme que con todo el dolor que tenía al ver la vida en él apagarse, lo hubiera filmado. Con la morfina mi viejo empezó a alucinar, ver sombras, algo lo atormentaba y se sentía fuera de sí y con mucho temor. El dolor también con esta droga desapareció, pero apareció la decadencia de su estado y una angustia donde pedía ir a su casa, cuando él ya estaba en ella, veía a su madre y revivía su muerte como si hubiera ocurrido en ese instante, cuando ella ya había muerto cuando él tenía 10 años. ¿Para esto rogamos por una droga? Por lo menos no tenía dolor.

Recorrería mil plazas de noche, me expondría a traer de contrabando mil veces más si lo necesitara y no me preguntaría si es un delito o no. Mi viejo, tomando leche con marihuana , pudo cerrar su vida y pedir perdón, juntarse con familiares que estaban distanciados por las variadas cosas insignificantes con que vivimos y que con el tiempo le damos un gran valor: ver a sus hermanos y abrazarlos, compartir y comer con sus nietos, incluso tuve tiempo de decirle cuanto lo quería y él, con una sonrisa y con lágrimas de cariño y amor, también decírmelo.
Si me volviera a pasar, no dudaría en usar nuevamente esta planta. Qué importante es para mí decir que agoté todos los medios para que mi viejo tuviera el tiempo para cerrar su paso por lo que conocemos hasta ahora como vida. La importancia de dar calidad a ese tiempo. Que él haya recorrido todos los lugares donde vivió, saludar a vecinos que producto del trabajo y sus traslados había dejado de ver hace años. Algunas personas cuando se enfrentan a la muerte hacen deportes aventura, se arriesgan y viven la adrenalina como nunca lo hicieron. Mi viejo, en cambio, quería saludar a vecinos y amigos que no veía hace mucho, compartir, pedir disculpas y abrazar a la familia alejada por las diferencias de la vida.

Gracias a todos los amigos por los datos y por hacer pública esta lucha por dignificar la muerte de muchos. Espero que la razón y el sentido común alumbre a aquellos que deben hacer el camino de conseguir cannabis más fácil para aquellos que la necesitamos. Solo puedo decir que, mientras todo esto se discute, ya sabemos que esta planta sirve, dónde conseguirla y nada cambiará nuestra decisión de usarla, cuando el destino de cada uno de nosotros se tope con la muerte.

*Testimonio entregado a la Fundación Daya.

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