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Cultura

25 de Febrero de 2016

Las silenciosas notas del bailarín sordo

El baile y la música son artes generalmente entrelazadas. Para Dagoberto Huerta (29), sin embargo, no es tan así: hace más de diez años que se dedica a la danza profesional sin oír ni una sola nota. Señales de sus compañeros, parlantes boca abajo y suelo de madera son alguna de las técnicas que usa para coordinarse e imaginar la música igual a como si la estuviera escuchando. Hoy tiene una compañía de danza de niñas en su pueblo natal y un proyecto grande: la obra de teatro y baile “Surdus”, que presenta los problemas de vivir en un mundo ruidoso, pero sin poder oír.

María Paz Cortés
María Paz Cortés
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El peluquero Daniel Henríquez (32) llevaba varios minutos gritando para que le llevaran una toalla a la ducha. Después de golpear las paredes y gritar sin obtener respuesta, decidió salir él mismo a buscarla. Fue en ese instante que se percató de algo que hasta entonces no había percibido. Dagoberto Huerta, su pareja, se encontraba de lo más tranquilo viendo televisión. “Dime la verdad, ¿eres sordo?”, le preguntó. Dago descifró la pregunta de los labios de Daniel y le respondió moviendo la cabeza en sentido vertical. Era tanta su pericia en la lectura de labios que Henríquez ni siquiera sospechó que su pareja no escuchaba nada a su alrededor.

A Dagoberto le diagnosticaron otítis media crónica a los siete años en Marchigüe, su pueblo natal. Tenía algunos problemas para oír ya en ese tiempo, pero igual pudo ir a un colegio normal y estudiar como cualquier otro de sus compañeros. “Me acuerdo que seguía el dictado, con cierta dificultad, pero lo seguía”, recuerda. Diez años de tratamientos con otorrinos no impidieron que a los 17 su tímpano explotara sin vuelta atrás. De inmediato lo trasladaron a Santiago y lo operaron de urgencia en el Hospital Barros Luco. Allí le dijeron que iba a quedar con algo de audición, un esperanza que pronto se desvaneció. Lentamente los sonidos a su alrededor desaparecieron. Los especialistas le pasaron un audífono que más que aclararle el panorama, lo confundía, y optó por dejarse el pelo largo para tapar las cicatrices que habían quedado detrás de sus orejas.

Más que el mundo fuera quedando en silencio, lo que a Dago le preocupaba era otra cosa: “Tenía miedo de no poder volver a bailar”. Era su gran pasión desde niño y sentía que si dejaba de hacerlo una parte de él desaparecía también. “Debía intentarlo de alguna forma, no había otro camino para mí”, recuerda. Dago no se amilanó y continuó participando en las coreografías del colegio. Luego se decidió a estudiar danza en la academia Karen Connolly en Santiago para ser como los bailarines de su programa favorito: “Rojo: fama contra fama”. Ahí conoció a su amiga Ámbar Cerda: “Él no hablaba de su sordera, no le gustaba el tema. Yo lo conocí cuando usaba audífono, pensé que era algo súper piola y nos comunicábamos muy normal. De hecho, yo no supe que estaba sordo hasta que un día le pregunté”. Cada vez que Dago no alcanzaba a leer los labios en alguna conversación, por escasa modulación o excesiva rapidez, solía responder de manera mecánica con un “sí, piola”, dando a entender que había escuchado todo a la perfección.

Mientras estudiaba en la academia, no recibió ningún trato especial de parte de sus profesores y poco a poco comenzó a encontrar sus propias maneras de guiarse en los ensayos. Sus compañeros comenzaron a hacerle señales y optó por poner los parlantes boca abajo para sentir la vibración del suelo. Pero hubo momentos difíciles. Aún recuerda las dificultades que tenía en las clases de zapateo americano, producto de la rapidez y falta de vibraciones en el piso. “Fue un proceso difícil, porque la danza requiere del oído. Pero agradezco que no se me haya dado un privilegio, porque nunca lo tuve. No me gusta que me distingan porque soy sordo. Si no, a lo mejor hubiese sido un bailarín muy distinto”, agrega Dago.

***

Hace tres años que Dagoberto agregó a Daniel a Facebook. Fue el inicio de una relación amorosa que quieren formalizar el próximo año. “Eso sí: estamos esperando el matrimonio, no queremos solo la Unión Civil”, puntualiza Daniel. Cuando se conocieron, Dago no le dijo que no podía oír, sino que escuchaba un porcentaje y que tenía que hablar más fuerte no más. “Me enamoró y me engatuzó primero, y después me dijo la verdad”, recuerda Daniel. Cuando salen a bailar a la discotheque “Búnker”, Daniel lo ayuda a entender la música y a bailar sin ella de una manera improvisada, modulándole la letra o enseñándole el ritmo. Cuando se conocieron, ser sordo era un tema que aún le pesaba a Dago y no le gustaba afrontarlo directamente, hasta que decidió arrojar para siempre su audífono a la basura. “Me confundía, entendía cosas similares pero no lo mismo. Al final andaba muy perdido, era muy frustrante, era como vivir con la ilusión de poder oír. Ahora en vez de audífono leo solo los labios y así me confundo mucho menos”, dice.
Aquel fue el primer paso para asumir su sordera e integrarse de una vez por todas al mundo de los sordos. “Yo pienso que igual le ayudé un poco, en ese sentido, porque con el tiempo se empezó a cortar el pelo mucho más moderno, se sacó el audífono y la vida le cambió. Se asumió cien por ciento y empezó a ser realmente feliz”, cuenta Daniel. Fue entonces cuando Dago empezó a conocer otros sordos y a aprender el lenguaje de señas.

En los casting de las obras de baile enganchó con otros sordos presentes en el mundo del teatro y de la danza. Luego comenzaron a brotar los proyectos, la postulación a fondos culturales y el desarrollo de obras para sordos, como el actual proyecto en el que trabaja: “Surdus”, una obra de baile hecha por sordos donde expresan las emociones de no poder oír, mezclando pasos de baile con lenguaje de señas. En este proceso Dago conoció a su actual amiga Pamela Martinovic, quien siendo oyente, lo ha ayuda a plasmar sus nuevos desafíos creativos. “Después de ese proceso y con la creación de proyectos, él asumió de otra manera su sordera. Ya no como algo que lo disminuía, sino como algo que era parte de él, que lo enorgullece y que ha potenciado su trabajo. Yo sé que él no sería la misma persona si no hubiese pasado por esto”, recuerda Martinovic.

Antes de empezar la presentación de baile, su amiga bailarina Ámbar Cerda se esconde tras una cortina. Desde el otro lado del escenario, Dagoberto la mira esperando la señal. Con un chasquido de los dedos de ella, Dago entiende y entra al escenario. Ha practicado la coreografía infinitas veces, se la sabe de memoria y, además, se guía por sus compañeros. No baila jamás improvisando en público. En su mente va contando los pasos, y sintiendo la vibración de los bajos en el suelo de madera. Finaliza el acto y Dago respira tranquilo: una vez más logró bailar una coreografía frente al público sin oír absolutamente nada. Ni siquiera los aplausos.

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