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Nacional

2 de Marzo de 2016

Una revolución que no fue: la primera Constitución chilena

Mucho antes de 1810, en una hacienda de Polpaico, se redactó una Constitución Política que habría convertido a Chile en uno de los países más progresistas del mundo. Formaba parte de un complot entre aristócratas e intelectuales que contemplaba, por cierto, la revolución por las armas. Una cadena de equívocos y delaciones, más el talento político de un sigiloso representante de la Corona, se conjuraron para que todo se desvaneciera en el más estricto silencio.

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Santiago, noche del 10 de enero de 1781. Dos calesas se deslizan veloces y sigilosas. De ellas descienden sendas patrullas de Dragones y funcionarios de la justicia, comandados por un respectivo Oidor de la Real Audiencia, y penetran de manera simultánea en los domicilios de dos súbditos franceses avecindados en la capital. Los extranjeros son trasladados con el mayor disimulo al cuartel San Pablo para desvanecerse de la ciudad, del país y de la memoria histórica nacional. Esta es la crónica de la primera Constitución chilena y de la desaparición forzosa de sus protagonistas.

La década de 1780 traía al lejano reino de Chile los ecos de grandes trastornos. Cuatro años antes se había declarado la independencia de Estados Unidos, inaugurando la primera República de la era moderna. Producto de aquello y de viejas rencillas, estalló en 1779 una nueva guerra entre España e Inglaterra. Finalmente el mismo 1780 se desataba la sangrienta revolución de Tupac Amaru, incendiando el altiplano de Perú, Bolivia y Argentina.
Estas calamidades poco importaban a la élite chilena, concentrada en hacer negocios y enriquecerse. Sin embargo, la guerra se les hizo carne cuando afectó donde más dolía: el bolsillo. El conflicto redujo el comercio y vino la carestía. Luego lo peor. Alzas sucesivas de impuestos por parte de la Corona. Fue entonces que algunos ricos criollos, reunidos para comentar estos graves acontecimientos, advirtieron que la revolución norteamericana se había iniciado, ni más menos, debido al alza de impuestos, en ese caso del té. Una pregunta atrevida y sediciosa afloró a sus labios. ¿Y en Chile no podía ocurrir lo mismo? Estos caballeros suspiraban por la autonomía respecto de España, el fin de los odiosos impuestos y por sobre todo, la libertad de comercio. Cabeza de estas elucubraciones era el rico encomendero José Antonio de Rojas. Este personaje venía llegando de Europa, donde se había empapado de los filósofos de la Ilustración francesa, a los que había introducido de contrabando hasta formar una contundente biblioteca revolucionaria.

Pero estos aspirantes a conspiradores eran caballeros comprometidos con el poder y con una posición que cautelar. Para ejecutar estos planes hacía falta la audacia de los que no tienen nada que perder. Fue entonces que apareció en escena un francés, Antonio Berney. Hombre de letras, malvivía enseñando latín, francés y matemáticas a los hijos de la élite criolla. Así se vinculó con José Antonio de Rojas. El francés estaba dolido por la injusta negativa de las autoridades coloniales para acreditarle una cátedra de matemáticas. Viviendo estrecheces y discriminación por su condición de extranjero, fue destilando su rencor en conversaciones con Rojas. La mutua admiración por las ideas revolucionarias llevó la complicidad intelectual a la crítica política. Así fue surgiendo, poco a poco, la idea de un levantamiento en contra de la metrópoli, aprovechando la circunstancial debilidad de España.

EL COMPLOT
Entusiasmado por el apoyo del rico y prestigioso Rojas, Berney sumó a un compatriota, Antonio Gramusset, en sus maquinaciones. Este sujeto era, al contrario de Berney, un hombre de acción. Se había ganado la residencia en Chile lanceando pehuenches en el sur y durante su azarosa existencia había ensayado toda clase de aventuras para intentar alcanzar la fortuna. Resentido también por el recelo y la postergación que el imperio español reservaba a los extranjeros, y anhelando un golpe que cambiara su suerte, se unió a la conspiración.

Berney se encargaría de los aspectos políticos y teóricos del levantamiento, mientras que Gramusset se haría cargo de los asuntos prácticos. Tras ellos y en la sombra, operaban Rojas y un grupo de acreditados personajes chilenos que incluía nada menos que a José Orejuela, jefe militar en Valdivia, Francisco de Borja Araos, comandante del regimiento de artillería de Valparaíso, y los más importantes, Agustín Larraín y Mateo de Toro y Zambrano, dos de los hombres más ricos de Chile y ambos comandantes de sendos regimientos de milicias.

Gramusset se concentró en planear el golpe de mano que desataría la sublevación. Cuando todo estuviera a punto, se enviaría un falso correo desde Valparaíso anunciando un ataque de la armada británica. Las autoridades coloniales, reunidas para organizar la defensa, serían apresadas de un solo golpe. Entre tanto se tomarían los puntos estratégicos de la capital con el apoyo de las milicias ya comprometidas.

Berney, por su lado, redactaría un manifiesto para ser leído al pueblo el día de la revuelta. Pero además de este panfleto, Berney se lanzó a redactar un programa de gobierno que devino en una Constitución Política, la primera que hubo en Chile. Para esos fines comprometió a un abogado amigo, el argentino Mariano Pérez de Saravia, también descontento por el maltrato de la autoridad colonial. Este documento fundacional fue confeccionado en la hacienda de José Antonio de Rojas en Polpaico. Ahí podían gozar de la reserva necesaria para la tarea y disponer de la biblioteca del anfitrión, profusa en textos políticos. En consecuencia, esta primera Constitución fue de índole conspirativa, su cocina fue una biblioteca revolucionaria y sus cocineros fueron un millonario ilustrado chileno, un filósofo francés y un jurista argentino.

La Carta comenzaba definiendo el sistema de gobierno como una “República Católica”. Esta curiosa combinación, muy chilena, que remite vagamente a la Democracia Cristiana, sostenía la institucionalidad en el Derecho Natural y en dos máximas evangélicas; “Ama a tu prójimo como a ti mismo… y no hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo”. En la segunda parte trataba la organización del Estado. El gobierno estaría a cargo de “El Soberano Senado de la muy noble, muy fuerte y muy católica República chilena”. Sus miembros serían elegidos por votación popular y hasta los mapuches tendrían sus diputados. Se abolirían la esclavitud y la pena de muerte. Se realizaría una reforma agraria y se eliminarían las jerarquías sociales, se formaría un ejército nacional y se decretaría la libertad de comercio hasta “con los chinos y los negros”.

LA TRAICIÓN
Habiendo redactado la Constitución, Berney abandonó Polpaico y regresó a Santiago. Pero para su desgracia, distraído quizás con estos sueños políticos, extravió el documento en algún lugar del trayecto. Descubierta la pérdida, volvió a recorrer el terreno y lo revisó palmo a palmo sin poder encontrarlo. Entonces lo invadió la más angustiosa agitación. Este olvido no era un simple traspié en el trabajo, era una amenaza para la conspiración completa. Berney pasó días de zozobra, sin atreverse a revelar lo ocurrido a sus compañeros.

Sin embargo, el peligro vendría desde otro flanco. El abogado Pérez de Saravia, quizás por un carácter voluble o por simple cobardía, fue cayendo en una creciente inquietud. Atormentado por la aventura en la que se había comprometido, le comentó a un amigo abogado sus temores y le pidió consejo. Su colega, alarmadísimo, lo urgió a revelar la confabulación a las autoridades. Ese era el único camino para salvar la vida. Pérez de Saravia siguió el consejo y se apresuró a escribir una carta al regente de la Real Audiencia Tomás Álvarez de Acevedo.
El regente, hombre de fina inteligencia política, ordenó a Pérez de Saravia que continuara en su labor conspirativa y, en esa confianza, le informara de los avances de la conjura. Haciendo los méritos del converso que quiere demostrar que ya no es lo que fue, el delator se las arregló para enviar al regente sendas cartas con los adelantos de la operación.

A medida que el regente iba recibiendo la información de su espía, pudo calibrar la gravedad del complot y sus vastas ramificaciones. La confabulación debía ser aplastada y sus ejecutores, severamente castigados. Sin embargo, la elevada posición social de Rojas, Larraín y del Conde de la Conquista obligaba a ser prudentes. Si se revelaba públicamente que la élite criolla estaba implicada en un plan para derrocar al gobierno de Su Majestad, las consecuencias podían ser desastrosas. Por otro lado, si se juzgaba y ejecutaba a los conspiradores, se corría el riesgo de convertirlos en mártires. ¿Qué hacer? La decisión del regente estuvo a la altura de un Maquiavelo. Detener solo a los franceses, pero de la manera más sigilosa posible y hacerlos desaparecer de Chile. Dejar en libertad a los criollos de rango, pero quedando advertidos por la detención de sus cómplices. De este modo, el complot sería abortado en su origen, los miembros menos influyentes serían sacados de escena sin que la sociedad colonial lo advirtiera y los sujetos de elevada posición social guardarían silencio por su propia seguridad.

Berney y Gramusset fueron detenidos con el máximo secreto. Los interrogatorios se realizaron en la más absoluta reserva, los procesos se mantuvieron en la sombra y los acusados no dispusieron ni de abogados. Interrogados por separado, Berney supuso que habían encontrado la Constitución y que esa era la causa de su prisión. Creyéndose perdido, confesó todo. Gramusset negó las acusaciones y se mantuvo en esa posición. Develada la trama gracias a la atolondrada confesión de Berney, los franceses fueron enviados rápidamente a Valparaíso, embarcados a Lima y de ahí al Consejo de Indias, en España. Para que no quedara evidencia alguna de la conjura, Gramusset fue remitido con su mujer, sus hijos pequeños, una criada y hasta “dos chinitos”. Su desaparición fue completa.

Cinco años después, el Rey Carlos III informaba a la Real Audiencia de Chile que Antonio Berney se había ahogado en el naufragio del buque que lo trasladaba a España. Antonio Gramusset, por su parte, había fallecido en un calabozo del castillo de Cádiz. Agregaba finalmente que, a pesar de la gravedad de los delitos, su real gracia había perdonado a los franceses de la pena de muerte y perdición de bienes. Curioso indulto para dos muertos pobres, sin tumba y condenados al olvido.

Setenta años más tarde los hermanos Amunátegui, revolviendo el caos de los archivos de la Real Audiencia, descubrieron el proceso judicial y desentrañaron la conspiración, bautizándola como de “Los Tres Antonios”, nombre de una calle de Ñuñoa que sugiere al transeúnte un trío de cantantes de boleros. Hoy es posible ver estos papeles, con un compendio de nuestra primera Constitución Política, en el Archivo Nacional de Santiago.

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