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Opinión

18 de Marzo de 2016

La Universidad Bonapartista: Piratas y corsarios en la fragata de la Nueva Mayoría

Las ficciones de la Nueva Mayoría sobre las bondades del alicaído “régimen de lo público” abundan en recrear todo tipo de universos kafkianos sobre las causas populares. La inventiva de nuestra ancestral elite, especialmente progresista en el uso de la exaltación discursiva, no tiene precedentes en la historia de Chile y todo ello en medio […]

Mauro Salazar
Mauro Salazar
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Las ficciones de la Nueva Mayoría sobre las bondades del alicaído “régimen de lo público” abundan en recrear todo tipo de universos kafkianos sobre las causas populares. La inventiva de nuestra ancestral elite, especialmente progresista en el uso de la exaltación discursiva, no tiene precedentes en la historia de Chile y todo ello en medio de una “modernización individualista” con visos similares a lo que Marx llamó una “Robinsonada” (atomización, jibarización del Estado, matriz productiva des-regulada, etcétera). Más allá de la producción de fábulas, podemos aventurar, que uno de los hitos más relevantes en materia de educación superior tuvo lugar el año 1922. Allí en medio de un apasionado debate sobre el presupuesto fiscal, el Congreso chileno, representado por el Partido Demócrata, un conglomerado de tendencia laica, demandó al Estado partidas adicionales para financiar nuevas Universidades que respondían a una misión confesional y semi-publica; el beneficio recayó en la Universidad Católica y la Universidad de Concepción. De este modo, quedo “estampada” una transferencia de recursos bajo un régimen de provisión mixta. Aquí se asignaba por ley una repartición de partidas; qué dieciochoavos para esta Universidad, qué dieciochoavos para la otra Universidad y así sucesivamente.

El exuberante pensamiento utópico -new deal- buscaba dejar atrás los lastres de la cuestión social de la mano de los tribunos de la reforma. La energía de los sucesos políticos de aquel tiempo –donde predominaba una mesocracia anti-oligárquica-, dejó instaurado un “testamento” que entremezclaba “mecenazgo privado” y “mecenazgo estatal”. Todo ello migro por la fuerza de los hechos y no por la vía de una “sofisticada” elaboración intelectual. La fuerza de los sucesos anticipó por lejos el debate en una eventual “ciudad letrada”. Pese al clima imperante, no asistimos a un “despertar Lastarrino”. De sopetón, la clase política llegaba inadvertidamente a “promover” empíricamente una visión donde lo público y sus territorios –implícitamente- eran absueltos como un problema en construcción que obedece a “contextos”, “procesos” y “experiencias” históricas. La culminación del hito anterior fue la creación del Consejo de Rectores en 1954 (mixtura mediante). A propósito de la dicotomía de la Nueva Mayoría, público-privado, la tentación nos lleva a interrogar nuestro presente a la luz de la historia; ¿Universidad pública o privada en 1922? Cada cual puede sacar sus propias conclusiones y consignar en qué medida el actual debate fue parcialmente zanjado –contexto mediante- bajo aquella corriente de reformas. En principio, no hubo dogmas para admitir la iniciativa de emprendedores, obispos, médicos y filántropos: Federico Santa María, Eduardo Morales, Alejandro Menchaca Lira (et al). Hacia 1970 teníamos un régimen compuesto por 8 universidades, seis universidades privadas o semi-públicas, patrocinadas y financiadas por el Estado desde el año 1950, universidades confesionales, tres de ellas. Ya había migrado la separación entre iglesia y Estado, antes consignada, que abrió paso a una universidad de la burguesía de Concepción, masónica, y en Valparaíso una universidad de un empresario cuya riqueza se había hecho en los periodos de mayor especulación en Chile. Resulta que el cuadro dicotómico de Estado-mercado -a secas- dibujado por la Nueva Mayoría es una vulgarización sociológica, que a lo sumo se agota en el cliché.

Casi un siglo más tarde nuestra “elite progresista” –aquella envilecida “mesocracia” encarnada en la Nueva Mayoría- se hace parte de una inflación discursiva para obrar como una “partera de la verdad” y hacer gárgaras con la “mercancía virtuosismo”; la universidad pluralista brillaba como encarnación del “prurito de la universalidad” (1940-1970). Sin embargo, desde el punto de vista de la cobertura los sucesos nos recuerdan el peso de la noche, a saber, la prestación estatal en el régimen de educación superior no superaba el 8% de la matricula a la altura del año 1958. Ahora bien, ¿estamos en presencia de una Universidad prestigiada y selectiva –ergo excluyente- desde una perspectiva estrictamente cuantitativa? O bien, ¿se trata de una materia que tiene otros alcances sociales que deben ser desglosados para no incurrir en la autocomplacencia napoleónica? Sin perjuicio de lo anterior, el discurso de la “elite reformista” (socialismo neoliberal, eco-comunismo, progresismo y facho-progresismo presentes en una remozada versión del arcoíris) han inducido una inflación de imaginarios democráticos que conviene revisar, porque ahí anida el secreto de un “apareo clasista” cuyo “relapse” son las predecibles dificultades de las reformas –que apelan a una gratuidad sustantiva, inexistente en los años dorados de la propia Universidad nacional. Más aún cuando la FECH –y un PC estatista- promueven una “exaltación discursiva” respecto al componente cualitativo (léase “supremacía ético-política”) del foro universitario que permitía en esos años el acceso a través de ilustres liceos públicos a la “Universidad nacional” –y por esa vía accedían, más allá de lo accidental/puntual, los hijos de torneros-. Pero vamos más de allá de la “fiebre de los indicadores”: la pancarta de las izquierdas nos sugiere capciosamente -¡premio de consuelo¡- que en las aulas de la Universidad de Chile, pese al consabido déficit de cobertura, había una topografía en común, la vieja república, donde convivían cotidianamente el hijo de un tornero, con el hijo de un Diputado…¡y todo ello con cargo a los méritos¡ Qué nos resta decir respecto a esta convivencia horizontal donde moros, masones, laicos, católicos, evangélicos y árabes compartían el mismo ágora, ¿tal retrato es una descripción genuina sobre la interacción pública en aulas contiguas? Podemos derivar de esta copiosa producción de sentido –y sus tráficos simbólicos- una esfera de vida universitaria (¡erase una vez¡) que ponía a resguardo el problema de la segregación hace 45 años generando una “real” movilidad –al decir de Vallejos Dowling y Jackson Drago- para el mundo de los márgenes, o bien, el “bajo pueblo” del que habla Gabriel Salazar. Por fin, la inclusión de los sectores populares, ¿nos permite sostener con certeza que la segregación en su acepción “cualitativa” era definitivamente más reducida en el marco del desarrollismo de Frei-Montalva, en el Socialismo de Allende, respecto a la masificación segregadora del “aluvión neoliberal”?
Más allá de la trampa ideológica, y del clima reformista que se respiraba con el Frente Popular, hay algún tipo de evidencia –cual sea- que confirme el dato o el hecho de una mayor “heterogeneidad social” en la vieja republica con relación a la “Universidad del commodity”, y ello lejos de toda complacencia por los costos de la masificación terciaria. Creo que es hora de ensayar un par de distinciones impopulares.

Si bien, nuestra elite progresista (1960-70) cultivó un “cesarismo progresista” en el plano político e ideológico (la reforma universitaria, la toma de la Universidad Católica, etc) y ello representa indudablemente un “activo” del polo reformista que se encuentra refrendado por la pluralidad ideológica que promovía la “libertad de catedra”, el Senado Universitario y que, finalmente, trasunto en la misión nacional de la Universidad, pese a todo ello, a sus innegables méritos, otro plano es la integración del tejido social; formas de afiliación u asociatividad clasista en clave liberal en el “campo social”. Más allá del aporte de los medios de comunicación universitarios, de las empresas del Estado, y de sus hospitales públicos, ¿La Universidad de Bello era genuinamente heterogénea y diversa en su régimen de inclusión? ¿Cómo pensar la Universidad nacional desde la estructura de clases, ya sea en su variante neo-marxista o liberal-democrática? Más allá de la demagogia estatal ¿es veraz que la Universidad de Chile tenía un cuarto de sus estudiantes provenientes de la educación municipal, y de ese cuarto la mitad procedía de cinco liceos públicos tradicionales que en ningún caso son colegios vulnerables?

A nuestro juicio, para evitar toda piratería conceptual es indispensable constatar si ello se traducía, efectivamente, en una diversidad en el plano de “lo social”. Más allá de la casuística, volvamos a la pregunta sobre la filantropía de la oferta estatal. Al margen del anecdotario; ¿es veraz que panaderos e hijos de senadores compartían la misma sala y el mismo pan? Y ello solo con el afán de aclarar si, más allá del tráfico de imaginarios, el hijo de tornos y el zapatero formaban parte de un movimiento inclusivo –sin apelar a ningún “recurso retórico”. Creo que esto último no está zanjado, no existe a la fecha una opinión definitiva, y la Nueva Mayoría moviliza todo tipo de “atuendos simbólicos” (plebiscitar la gratuidad) para justificar su “apareo elitario” y las cirugías políticas del presente –so pena que sus hijos frecuentan el San Ignacio, el Tabancura y el Verbo Divino agravando la segregación elitaria (¿todo es casuística?). A la hora de la evidencia fue el Gobierno de la Unidad Popular quien tomo nota de esta doble exclusión (empírica y social) que amasaba “indigencia simbólica” e intento abrir tibiamente las aulas a los nuevos actores sociales evitando una “revolución de analfabetos”. Más allá de este intento tardío, podríamos aventurar que la “sala de parto” de nuestros barones políticos (Bitar, Solari, Lagos, Ominami o Burgos, etc.) tuvo lugar bajo ese programa mesocrático –elital y reformista a la vez. Si bien no habría que perder de vista que el gasto público era superior al que heredamos en el marco de la “modernización pinochetista”, tal gasto –dado el tamaño de su impacto- se distribuía en “nichos ilustrados” impulsados por un espíritu laico que, pese a toda la oratoria, fue incapaz de revertir la distribución segregada de la educación superior. ¡Vaya enigma de nuestras burguesías emergentes¡ Cual sea el escenario, la “oferta estatal” –semipública- convivía con proyectos confesionales que no nos permiten reconocer en el modelo chileno un régimen de provisión homogéneo. Quizás semi-público, pero profundamente elitario. Sin duda, y para evitar confusiones, todo ello convivía con la matriz desarrollista, con los grandes relatos, con el mundo de “los MAPU”, los Elenos, la vía guevarista, la DC de Radomiro Tomic, etcétera. Ello abre una última interrogante; ¿era acaso la Universidad de Chile en septiembre de 1973 aquella monumental construcción humboldtiana, inclusiva y popular, la encarnación mitificada del proyecto socialista? ¿Bastaría, acaso, con invocar a Clodomiro Almeyda explicando la teoría del valor (marxista) en un aula de la Casa de Bello como prueba de genuina democratización? Cómo dar cuenta del estatuto de su “selectividad” –elitaria y pluralista al mismo tiempo– sin negar su vocación pública y su innegable fortaleza académica en el ideario latinoamericano. Por todo lo anterior, para mesurar la atmosfera pública y esa peculiar homologación con una “república de los iguales”, es necesario recordar los sucesos del año 1922.

*Sociólogo

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