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Opinión

31 de Marzo de 2016

Editorial: Satisfaction

La Revolución Cubana tiene casi la misma edad que los Rolling Stones, pero el viernes recién pasado cantaron y tocaron con la fuerza del primer día. Cuando a las 20:40 hrs. se encendieron las pantallas gigantes del concierto, comenzó en Cuba el siglo XXI. “Aquí estamos, finalmente”, dijo Mick, “seguros que ésta será una noche inolvidable… Sabemos que tiempo atrás era difícil escuchar nuestra música aquí, pero pienso que los tiempos están cambiando, ¿cierto?” Y un público de pantalones cortos y sin polera –porque los cubanos se cuidan de lo que dicen, pero no del “qué dirán”– contestó que sí. “Esto es el final de una etapa y el comienzo de otra”, me dijo Jon Lee Anderson, que hace dos décadas le sigue los pasos a los avatares de esta isla: “no llegaría a decir que es el final de la etapa represiva de la Revolución cubana, pero hay dogmas que están quedando atrás, y ya veremos si también la entrada de nuevos dogmas. De algún modo, Cuba comienza a ser como los demás”.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL-640

Los Rolling Stones nacieron en abril de 1962, seis meses antes de la Crisis de los Misiles. Ese año pudo estallar la Guerra Nuclear. Los rusos les apuntaban a los EE.UU. con proyectiles instalados a 90 millas de Miami. Un año antes, Cuba había ingresado a la órbita soviética. Fue entonces cuando Norman Mailer le escribió una carta a su admirado Fidel Castro –a quien veía “como si el fantasma de Cortés hubiera aparecido en nuestro siglo montando el caballo blanco de Zapata”–, una carta desesperada en que le pide que no renuncie a la revolución entregándose a los brazos de la URSS: “Es usted el único que puede mostrarle al mundo que un revolucionario no le pertenece a nadie (…) Si no recibimos ninguna noticia –le dice–, eso significaría que ya no le importan quienes desean creer en usted, significaría que ha perdido todo interés en todo, salvo en su odio a Estados Unidos”.
El nombre de Fidel fue el gran ausente en la visita que Obama acaba de hacer a Cuba. No lo mencionó ni él ni Raúl, el hermano que al sucederlo en el poder una década atrás parecía destinado a ser su sombra de mediodía, y que hoy figura poniendo fin a la última escena de la Guerra Fría. Hace tiempo, en realidad, que el nombre de Fidel apenas suena en la isla. “Hasta de Chávez se habla más”, reclamó mi amiga Mariela, “ya parece que nadie se acuerda de él”. “Para mi hijo de 20 es un viejito de barba y buzo”, me dijo Sergei, “o el héroe de unas imágenes de archivo en blanco y negro que, cuando aparecen, él cambia de canal”. Es un tema de especulación, entre los más atentos al acontecer, cuál será el verdadero estado de su cabeza. Desde que tuvo esa explosión de diverticulitis en 2006 –cuando gotas de sangre mojaron sus pantalones mientras conmemoraba el 26 de julio en el Cuartel Moncada, y más tarde se desplomó en Holguín– ha sido evidente el deterioro de su salud. Evidente y escondido, como las luciérnagas, porque rara vez se deja ver. Los más viejos, en cambio, lo conocen, lo intuyen, hasta diría que lo huelen detrás de la toma de ciertas medidas o silencios. “¿Qué estará pensando?”, agregó Mariela. ¿Qué pensaría de la declaración de paz que Obama había hecho en el Gran Teatro? ¿De su reconocimiento de los errores norteamericanos, de su llamado a las nuevas generaciones (entre las que se incluyó) a superar una historia de la que no eran responsables, a tomar las riendas de su destino? A las 10:25 pm del 27 de marzo, Fidel Castro Ruz, que firma con fecha y hora, respondió: “Obama pronunció un discurso en el que utiliza las palabras más almibaradas para expresar: ‘Es hora ya de olvidarnos del pasado, dejemos el pasado, miremos el futuro, mirémoslo juntos, un futuro de esperanza. Y no va a ser fácil, va a haber retos, y a esos vamos a darle tiempo; pero mi estadía aquí me da más esperanzas de lo que podemos hacer juntos como amigos, como familia, como vecinos, juntos’. Se supone que cada uno de nosotros corría el riesgo de un infarto al escuchar estas palabras del presidente de Estados Unidos.” Tenía razón Norman Mailer: “ha perdido todo interés en todo, salvo en su odio a Estados Unidos”.
La Revolución Cubana tiene casi la misma edad que los Rolling Stones, pero el viernes recién pasado cantaron y tocaron con la fuerza del primer día. Cuando a las 20:40 hrs. se encendieron las pantallas gigantes del concierto, comenzó en Cuba el siglo XXI. “Aquí estamos, finalmente”, dijo Mick, “seguros que ésta será una noche inolvidable… Sabemos que tiempo atrás era difícil escuchar nuestra música aquí, pero pienso que los tiempos están cambiando, ¿cierto?” Y un público de pantalones cortos y sin polera –porque los cubanos se cuidan de lo que dicen, pero no del “qué dirán”– contestó que sí. “Esto es el final de una etapa y el comienzo de otra”, me dijo Jon Lee Anderson, que hace dos décadas le sigue los pasos a los avatares de esta isla: “no llegaría a decir que es el final de la etapa represiva de la Revolución cubana, pero hay dogmas que están quedando atrás, y ya veremos si también la entrada de nuevos dogmas. De algún modo, Cuba comienza a ser como los demás”. Una luna llena aparecía y desaparecía entre dos franjas de nubes a las espaldas de la explanada de la Ciudad Deportiva, donde a comienzos de 1959, cuando todo era esperanzas, los milicianos ajusticiaban a los esbirros de Batista. “¡Ustedes están escapados!”, gritó Jagger, que se encargó de averiguar las palabras de los veinteañeros en un país gobernado por viejos. Keith Richards saludó golpeándose con el puño la cabeza, el corazón y la entrepierna, en lugar de levantarlo como una piedra amenazante, y la abrió para arañar una guitarra vieja, como la historia ésta, de madera mil veces rasguñada. Aquí el rock and roll recuperaba su fuerza originaria. La lengua afuera de los Rolling Stones, que ha cobrado millones de dólares alrededor del mundo, volvía a llenarse de sentido. “Me sentí tan vivo como hace tiempo no me sentía”, me confesó Grillo, el editor del Caimán Barbudo. “You can’t always get what you want”, cantaron ellos, y aunque pocos de los presentes podían traducir la letra de la canción, todos sabían que era cierto. Mick Jagger se puso una boina que a muchos nos hizo pensar en la del Che Guevara, pero en vez de vociferar “Hasta la victoria, ¡siempre!”, entonó Satisfaction. Una manera muy modesta de expresar la maravilla que esa semana habíamos experimentado.

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