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Cultura

10 de Abril de 2016

Me parezco a mi foto, luego existo

Al pobre Narciso no lo dejan descansar en paz. Artistas e intelectuales de todo el orbe recurren a él en busca de metáforas que los ayuden a descifrar el fenómeno: las selfies, máxima expresión de una época en que el individualismo y la cultura de masas se las arreglan para ser lo mismo. Aquí comentamos dos aproximaciones recientes: un ensayo del fotógrafo italiano Ferdinando Scianna, editado por UV, y la muestra colectiva “Sobreexposición”, ya inaugurada en el MAC de Quinta Normal.

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Una mujer se encuentra con una amiga que lleva a un niño en el coche y le comenta: “¡Qué lindo es tu hijo!”. La madre responde orgullosa: “Y esto no es nada, ¡tendrías que verlo en fotos!”.

El chiste parece una caricatura del siglo XXI, pero lo contaba Marshall McLuhan en 1964 para ilustrar cómo la sociedad de entonces, hija de la fotografía, había enajenado la producción de identidad a la reproducción de imágenes. Quien ahora cita a McLuhan es Ferdinando Scianna (1943), destacado fotógrafo y autor de varios ensayos sobre su oficio. El último, “El espejo vacío” (2015), fue recientemente traducido y publicado por Editorial UV, como corolario a la presencia de Scianna en Puerto de Ideas Valparaíso el año 2013.

A Scianna no le preocupa demasiado el futuro de la fotografía, pero sí el de la realidad que está siendo reemplazada por ella hasta el punto donde ambas pierden el foco. A modo de ejemplo, cuenta que el cineasta Marco Ferreri, complicado porque la escenografía del suburbio parisino que había elegido para filmar no transmitía la sordidez de la vida que allí se vivía, descubrió de pronto que esa arquitectura no había sido proyectada para ser habitada, sino para ser fotografiada. “Tengo la impresión de que todo está proyectado para ser fotografiado –escribe Scianna–, o fotografiado para que produzca imágenes que no se parezcan a las cosas sino, por medio de los pertinentes programas de retoque, cada vez más sofisticados, a las fotos para las cuales esas cosas han sido proyectadas”.

A este fenómeno más de un teórico le ha llamado “postfotografía”; no vale ya la foto por la realidad que muestra, sino la realidad por la foto que consigue. Las propias fotos, incluso, pueden ser material para otras fotos. En 2012, el premio Pesaresi de fotoperiodismo recayó en Giorgio Di Noto, cuyo trabajo consistió en recopilar imágenes de las Primaveras Árabes subidas a las redes sociales y luego fotografiarlas con una polaroid y en blanco y negro. Claro que, a cambio de semejantes poderes, la fotografía debió sacrificar su prestigio original: la formidable técnica que imprimía una imagen fiel de la realidad, ahora, todos lo sabemos, es un instrumento para distorsionarla. De ahí que muchos fotógrafos ya quieran ser artistas de museos y no retratistas del mundo (“grave error”, piensa Scianna, artista pero también fotorreportero), tal como la aparición de la fotografía obligó a los pintores a emigrar de los lenguajes realistas hacia otros puramente estéticos.

“El espejo vacío”, ensayo breve, abunda en reflexiones interesantes sobre la relación de la imagen visual con la autoconciencia y la memoria. Su hilo conductor es la evolución histórica del género en el cual Scianna es experto: el retrato. Desde Narciso, que se enamoró de su imagen reflejada en el agua creyendo ver la de otra persona, hemos arribado a la selfie, donde el retrato ya no es un reflejo de la identidad que proyectamos en persona, sino una suerte de espejo a nuestra medida, al que podemos reemplazar por la mirada de los otros justo cuando hemos encontrado la expresión que coincide con la identidad que quisiéramos proyectar. Si a Narciso le era tan ajena la idea del espejo que sólo podía ver a otro, nosotros estamos tan adentro del espejo que necesitamos que otros nos vean por él. Y ojalá se enamoren.

Que la fotografía haya sido la revolución cultural más profunda de la modernidad se debió, en buena parte, a que su origen coincidió con la expansión de la burguesía, y la consiguiente aparición del “individuo” como sujeto social y culturalmente autoconsciente. Así como, producto de este cambio, la gente común comenzó a ser enterrada con su propia lápida, privilegio antes reservado a los notables, la fotografía democratizó el retrato en pintura, hasta entonces de acceso exclusivo a los poderosos.

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Sin embargo, la cámara nunca fue tan generosa como el espejo –ni como el pintor cortesano – para captar lo mejor de nosotros. Traicionera y delatora, le busca la cara de idiota a quien más se esfuerza por esconderla (consulte el lector su foto carnet). “Los fotogénicos siempre son los otros”, apunta Scianna por experiencia. Sus retratados, desde siempre, han puesto en duda su sensibilidad tras ver los resultados. “No sabes retratar mujeres”, le dice su propia mujer cada vez que le saca una foto. La explicación es bien simple: la cámara muestra lo que ven los otros, no lo que queremos que vean.

Bueno, la selfie ha solucionado este problema. Tal como el espejo, nos permite ensayar hasta quedar conformes y así “compartir” con los demás sólo a esa persona que sí nos identifica. Como decíamos, la tecnología que en el siglo XIX dio por fin con una reproducción objetiva y veraz de la realidad, ahora es la mejor herramienta para manipularla en todos sus niveles, se trate de Stalin borrando a Trotsky o del filtro aplicado a una selfie destinada a representarnos en Tinder. “¿Hay todavía dudas de que la cirugía estética es hija del retoque fotográfico?”, pregunta Scianna. Y vaticina que en un futuro no muy lejano, quien prescinda de modificar las partes de su cuerpo que no le gusten será considerado “un fundamentalista reaccionario de la devaluada realidad”.

SOBREEXPUESTOS

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La muestra “Sobreexposición” (hasta el 8 de mayo en el MAC de Quinta Normal) reúne obras de nueve artistas –ocho extranjeros y el chileno Luis Montes– que trabajan en distintos formatos en torno a la saturación de los retratos y autorretratos (ver imágenes). El estadounidense Jason Feifer, por ejemplo, recopila en Twitter e Instagram alegres selfies tomadas en funerales, accidentes o ex campos de concentración, cuyos protagonistas no inspiran más respeto que los autores de las “selfies asesinas” de delfines, cisnes y pavos reales acaecidas este año en Argentina, Bulgaria y China, respectivamente. Por la otra vereda, el español Rafa Sendín retrata a maniquíes que nos miran indiscutiblemente a los ojos, y Luis Montes replica en serie el busto de una afligida escultura pública de Talca. Poéticas en que la realidad y la virtualidad quedan muy confundidas, y piden a gritos el auxilio de prefijos como “híper” o “post” –si todavía sirven de algo– para aliviar su crisis de identidad.

Juan José Santos, curador de la exposición y columnista de The Clinic, atribuye esta saturación a una época en la que el individualismo y el egocentrismo son los ejes que articulan nuestras prioridades. Un individualismo ecléctico, en todo caso, en la medida que su verbo favorito es “compartir”. En su libro, Scianna comenta la impresión que le produjo observar, durante un viaje en tren, a un grupo de mujeres dedicadas a elegir las fotos oficiales del paseo que acababan de realizar (y acto seguido, sacarse más fotos en el tren para elegir las mejores fotos del viaje en tren). Por lo mismo reivindica a Baudelaire, cuyas tempranas diatribas contra la fotografía le costaron un cierto descrédito. Pero si Baudelaire aborreció las fotos por ser el juguete perfecto de una sociedad de masas que empezaba a confundir individuación con alienación, más que perdido, pudo estar adelantado.

Ahora bien, ¿podemos dictaminar tan livianos de juicio que la individuación de las redes sociales es pura falacia, pura alienación? ¿Y que esa necesidad de “compartirse” sea puro egocentrismo? Desde luego, costaría aceptar que individuación y alienación, por definición antónimos, hayan aprendido a comer del mismo plato, transformando al espacio social –y virtual– en una especie de jamón del sándwich, cada vez más homogéneo o diverso según el ánimo del observador… de sí mismo. En “Sobreexposición”, el español Gerard Freixes interviene digitalmente series y películas protagonizadas por Clayton Moore, legendario intérprete de “El llanero solitario”. Freixes elimina a los actores secundarios para dejar al histriónico Moore luchando contra su sombra: protagonista estelar de la nada, admirado héroe de nadie. ¿Cuántos cazadores de likes consiguen parecerse más a la escena original que a la intervenida? Y sin embargo, ¿no son algunos de ellos completamente originales?

Scianna hace notar que, en rigor, siempre hemos configurado nuestra identidad, nuestra conciencia de ser quienes somos, en función de las imágenes que vemos y producimos, incluidas las de nuestro aspecto físico. El punto de quiebre sería que, para pararnos en el mundo, hemos delegado en nuestra-foto-vista-por-otros el poder de ser el fin y no el medio: fotos que no sacamos para capturar un momento nuestro que vale la pena conservar, sino para crear el momento posterior de compartirla. Momento durante el cual certificamos, al menos por un rato, nuestra existencia.

El problema, para Scianna, es que “confiar a los otros la certificación de nuestra identidad y existencia es muy arriesgado”. Y que el vacío del cual nace esta obsesión ya no retrocede ante las imágenes, sino que se alimenta de ellas, como un agujero negro que se traga nuestro reflejo y nos obliga a producir permanentemente uno nuevo, mientras nos vamos vaciando en el intento. Y así podríamos seguir hasta el día en que Narciso descubra, aterrado, que del otro lado de su selfie sólo está él, o sea, nadie.
Otra cosa sería preguntarse si Narciso dejó de bastarse a sí mismo antes o después de empezar a sacarse selfies.

SOBREEXPOSICIÓN
Muestra colectiva. Hasta el 08 de mayo en el MAC de Quinta Normal. Abierto de martes a domingo, entrada liberada.

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