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Opinión

28 de Abril de 2016

Editorial: El desprecio

A fines de los 80 se expandió en Chile el negocio de la ropa usada. Los pobres accedieron a ropas de marca que antes sólo podían tener los ricos. Recuerdo que entonces escuché a madres burguesas quejándose porque a simple vista les costaba saber quién era quién. Después vino la moda de los raperos, y […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL-644

A fines de los 80 se expandió en Chile el negocio de la ropa usada. Los pobres accedieron a ropas de marca que antes sólo podían tener los ricos. Recuerdo que entonces escuché a madres burguesas quejándose porque a simple vista les costaba saber quién era quién. Después vino la moda de los raperos, y fueron los adolescentes acomodados quienes comenzaron a vestirse a la usanza de los pobres del Bronx, con pantalones sueltos que les caían hasta los muslos y zapatillas sin cordones, imitando la pinta desastrada con que salían los negros de la cárcel. Fueron los años en que las clases sociales homologaron su aspecto. A fines de los 90 comenzó a expandirse la internet. Para cuando Bachelet terminó su primer mandato, ya llegaba a casi todos lados. Chile fue el país de América Latina en que más rápidamente se masivizó Facebook. Por esos años se hablaba de más de siete millones de cuentas. En agosto del 2010 se produjo una marcha contra el gobierno de Sebastián Piñera. Fue para reclamar contra la aprobación de la central termoeléctrica de Barrancones. El cambio que provocaría en la temperatura del agua amenazaba la vida de las ballenas, los delfines y los pingüinos del lugar. Fue la primera movilización convocada por las redes sociales de la que se tenga memoria en Chile. El año siguiente se llenó de marchas: contra Hidroaysén, por la diversidad sexual, de cristianos, y las más grandes de todas, las estudiantiles. También salieron a marchar los zombis. Llegaron a deambular cerca de 10.000 muertos vivientes por el centro de Santiago. Ya se ha dicho muchas veces: los gobiernos concertacionistas, con el de Piñera como corolario, habían marginado de sus decisiones a un mundo de ciudadanos que ahora reclamaba su lugar en la discusión. Al menos yo leí así ese año de movilizaciones: el inmenso grito de “¡aquí estoy!” emitido por generaciones crecidas en una democracia que no los consideraba –les había dado, pero no escuchado– y por otros muchos desoídos. Para entonces, la expansión de las comunicaciones llegaba infinitamente más lejos que nunca antes. Jamás la información estuvo al alcance de tantos. Desde entonces hasta ahora, buena parte de las noticias e investigaciones importantes se han originado en medios digitales. The Clinic, sin ir más lejos, ha encabezado dos: Peñailillo con Soquimich y el Milicogate. Cíper tiene varias para poner sobre la mesa. No somos nada parecido a un país culto. Nunca lo hemos sido en verdad. Tuvimos una clase media pequeña pero profesional y con personalidad (hoy desaparecida), y una clase alta aristocratoide y patronal, impermeable al diálogo con unos subalternos a los que consideraba muy lejanos. Durante las últimas décadas, fueron muchos los que aumentaron su poder adquisitivo, aunque las diferencias de ingreso no se estrecharan. Y fueron más todavía los que tuvieron acceso a una información que hasta poco antes era sólo privilegio de los patrones. La Encuesta de Desarrollo Humano hecha por el PNUD el 2013, advirtió que no era la desigualdad de ingresos la que más molestaba a chilenos y chilenos: “son las desigualdades de trato (que algunos sean tratados con más respeto y dignidad que otros), las que más molestan”, aclaró. Hoy existe una amplia clase media definida simplemente por su rango de ingresos, que se siente muy parecida a la elite, poseedora de casi los mismos saberes que ella, conectada con el mundo por un mismo celular, y tan atenta o desatenta a sus aconteceres como un hijo de familia bien. Sus miembros exigen ser considerados y escuchados, no como antes, al alero de demandas revolucionarias o proletarias, sino de otro modo; ya no como clase sino como individuos, como vecinos, como familias. A la elite chilena le está costando demasiado entender esto. Aceptar que vive en un país (un mundo) distinto al de antes, donde el trabajador estaba para obedecer sus órdenes, el feligrés las del obispo, el militante las del dirigente y el ciudadano unas leyes generadas a su espalda. Se trata de una revolución muy distinta a la que conocimos antes, si acaso se le puede llamar así, en tiempos de las vanguardias iluminadas. De ahí que cueste tanto, de derechas a izquierdas, convencer a los que se han acostumbrado a tener el micrófono en sus manos, que este proceso de participación ciudadana para empezar a darle forma a la Constitución que tardará años en nacer, está llamado a ser más que un subterfugio, más que una trampa de política pequeña; está llamada a ser una puesta al día, la rearticulación de un diálogo amplio, un inédito ejercicio de democracia mucho más interesante que esa miseria utilitaria a la que quieren condenarla los agoreros presos de la vanidad o los intereses económicos o ideológicos. Es difícil que funcione. Si son pocos los que participan, será fácil ignorar sus conclusiones, y por casi todos los parlantes del foro resuenan los ataques para desprestigiarla. Es increíble la cantidad de mentiras que se han echado a correr. Todos los reparos que le ha hecho al proceso el Consejo de Observadores han sido tomados en cuenta por el gobierno (con las necesarias peleas mediante), pero hay medios de comunicación que prefieren insistir en lo contrario, intelectuales que con tal de defender sus tesis iniciales se restan de todo entusiasmo, políticos que inventan trampas y alharacas para ver una cloaca donde está la mesa servida, miembros de la Nueva Mayoría que reman en contra para asegurarse un lugar de honor a la hora del fracaso. Es como si una bandada de moscas sobrevolara la invitación. Como si estuvieran ellos, los que hablan, y los otros a los que no quieren escuchar. Unos le llaman desconfianza, yo creo a estas alturas que su nombre correcto es petulancia.

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