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Cultura

2 de Mayo de 2016

Así nos entró la cumbia

Es, en la práctica, el baile nacional, pero no hace tanto tiempo. Llegó a mediados del siglo XX colada entre otros ritmos latinos, luego acá la simplificamos, armamos el trencito y rápidamente se convirtió en el género festivo por excelencia, como si nunca otro ritmo de baile nos hubiera identificado de verdad. ¿Qué tienen en común Chile y la cumbia? Cuatro investigadoras, tiesas pero cumbiancheras, cuentan la historia del fenómeno en el libro “¡Hagan un trencito!”.

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Lectura de foto: Los Cumaná, referentes para las agrupaciones cumbiancheras de la Cuarta Región, mostrando su bajo Framus, c.1972.

En los años 50, cuando despunta la época dorada de la bohemia tropical, un amplio espectro de ritmos afrolatinos llegaba a Chile luego de haber sido adaptados en sus países de origen al repertorio bailable de blancos y gringos, de la mano de una naciente industria discográfica. Desde ritmos ancestrales afroyorubas, como los toques de santo, hasta híbridos de exportación como el chachachá y el merengue apambichao, pasando por cumbiones, merecumbés y guarachas, se mezclaban en las partituras de las orquestas repartidas a lo largo del país y entre las distintas clases sociales.

La revuelta de estilos se hizo aún más intensa en los años 60 y entre los ritmos tropicales pronto hubo lugar para influencias brasileñas, argentinas y colombianas, o bien para boleros, pasodobles, valses y hasta baladas-rock de Sandro. Pero de todo este enredo –protagonizado por músicos de smoking y bailarinas de plumas– se aprovechó el estilo menos ostentoso, aunque el más dúctil para adaptar su fisonomía y conquistar a un pueblo que iba a preferir un pulso cuadrado y pegadizo a los contrapuntos tropicales.

Entonces, ¿cuál fue el secreto de la cumbia “a la chilena”? ¿Qué nos llevó a sentirla propia con tanta naturalidad, aun cuando la mayoría de sus clásicos fueran compuestos en el extranjero? Y por cierto: “¿En qué momento pasamos de esta intensa cultura bailadora y parrandera a una escena más bien cartucha, que la cumbia logró alborotar poniéndonos a bailar ‘haciendo el tony’, ‘corbata en la cabeza’?”.

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Lectura de foto: Los inicios del Conjunto de los Hermanitos Palacios en Talca, c.1949, base de la futura Sonora Palacios.

Son las preguntas que guiaron a las autoras de “¡Hagan un trencito!” (Ceibo Ediciones), ambicioso libro que reconstruye las memorias cumbiancheras del país desde mediados del siglo XX hasta finales de la dictadura. Es el resultado de una larga investigación realizada por cuatro cientistas sociales de distintas disciplinas –Lorena Ardito, Eyleen Karmy, Antonia Mardones y Alejandra Vargas– que durante seis años persiguieron a los viejos cultores de la cumbia para armar el puzzle de sus recuerdos, en busca de algo más que un itinerario musical. “La simpleza y trivialidad de la cumbia son solo su cáscara”, advierten. En sus más de 500 páginas, el libro compila decenas de entrevistas, un abundante archivo de fotos (ver galería) y algunos ensayos de las autoras para poner en el contexto de sus épocas los testimonios de Amparito Jiménez, Tommy Rey, Hernán Gallardo, el fallecido Juan “Chocolate” Rodríguez, Samuel “Banana” Arochas, Héctor “Parquímetro” Briceño, Valentín Trujillo, entre muchos otros.

El equipo de investigación se autodenomina “Tiesos pero cumbiancheros”, y en esa definición habría estado la fórmula del éxito de la cumbia. Porque si bien –de acuerdo a los testimonios que recogieron– en la época del “bailarín de los zapatos blancos” los chilenos no parecíamos tan tiesos como nos reconocimos después, el tropical bailable tenía un sesgo excluyente: para salir a la pista, había que saber bailar. Los demás debían aplaudir o envidiar desde afuera.

Eso fue lo que cambió cuando en los años 60, impulsada sobre todo por la Sonora Palacios, apareció la cumbia “a la chilena”, de menor cadencia rítmica o “más militar en su cuadratura”, con el pulso acentuado en el tiempo fuerte. Y no menos importante: sin el aire melancólico de la cumbia tradicional colombiana, que acá no parecemos necesitar. Alegría a la vena, inmediata, para un público dispuesto a convertir en un grito de euforia incluso los compases de “Un año más”, concebida por Hernán Gallardo como una balada nostálgica en tonos menores.

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Lectura de foto: Los Fénix, 1967. Esta agrupación oriunda de Chuquicamata fue un referente de la cumbia en el norte del país, destacando por su sonido sicodélico y clara influencia peruana.

Otro factor clave fue la aparición de la figura del animador, responsable de orientar el baile –y de empujar a los tímidos a la pista– con piruetas verbales y juegos coreográficos. Un combo anímico y musical que supo imponer su estilo frente al prejuicio de productores que aún consideraban a la cumbia rasca o “para quintas de recreo”. “De este modo –se explica en ‘¡Hagan un trencito!’– el popular género va estableciendo una frontera simbólica con el tropical de las grandes orquestas, que situará a la cumbia en sus diversos estilos como un género simple, vulgar y populachero, contrapuesto por ese imaginario mítico y elegante del ‘tiempo de las orquestas’ cuyo swing es evocado con emotiva melancolía por el maestro Carmelo Bustos […] Mientras se profundizaba el prejuicio hacia la cumbia, se ampliaba su arraigo entre los sectores sociales por ella aludidos. Proceso que fue muy claro para Eduardo Carrasco, como deja ver cuando explica la elección de ritmos cumbiancheros y tropicales en el repertorio político de Quilapayún incluido en sus Canciones Contingentes: ‘Esos ritmos eran populares, y los elegimos porque queríamos ser escuchados’”.

Así las cosas, y para fastidio de cuequeros y salseros –los primeros vieron invadidos sus espacios tradicionales, los segundos aún lamentan que la rusticidad de este ritmo obstruyera el desarrollo de la salsa en el país– la cumbia se fue apropiando de la escena no sólo en Santiago, sino también en las regiones que creaban sus propias versiones del género, distintas a la “sonora” capitalina. Particularmente en el norte, expuesto a la influencia peruana, y donde destaca el puerto de Coquimbo como epicentro de la cumbia regional, representado en primer lugar por Los Vikings 5.

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Lectura de foto: Los Vikings 5, c.1971. Gran referente de la cumbia coquimbana, con su peculiar estilo de guitarras picaítas.

Sin embargo, hay un aspecto donde todos los estilos de cumbia se vuelven igualmente chilenos, y así lo hacen notar los propios cultores. En palabras de Carlos González: “Uno baila todo igual. O sea, como decía un compañero una vez, no existe cumbia nortina, cumbia centrina, cumbia sureña: todos bailamos igual, pasos básicos nomás. Casi todos bailamos parados, no nos desplazamos en la pista”. “Como aleteando”, agrega Adelqui Silva.

La dictadura no significó un traspié para la suerte de la cumbia. Su presencia televisiva, de evidente efecto placebo en el contexto de esos años, la volvió aún más transversal. “Logró amenizar la cotidianidad en campos y ciudades¬ –relatan las autoras del libro–, en tomas de terreno y en nuevas casas de subsidio, en barrios históricos y hasta en los barrios altos, como recuerda Adelqui Silva: ‘Pachuco metió el ritmo para allá, para el barrio alto, pasao la Plaza Italia para allá. Le gustaba a los rubiecitos de ojos azules y a los morenitos de acá’”. Los únicos perjudicados fueron los conjuntos que no supieron entrar en la escena televisada del momento, aunque el arraigo popular de algunos es tal que, sin notoriedad mediática, siguen siendo indiscutidos en mercados, ferias y centros nocturnos. Ahí están los coquimbanos Albacora, profetas en su tierra que no han necesitado seducir a los productores de Santiago.

“¡Hagan un trencito!” lleva sus memorias hasta el año 1989, y por lo mismo advierte que habrá que contar también el auge noventero de la cumbia sound en el norte, de la “nueva cumbia chilena” en el centro o de la cumbia ranchera en el sur. Si el hiphop o el reggaetón son reflejos más ilustrativos de los cambios de época, la cumbia parece serlo de aquello que permanece, tal como ha ocurrido con su esencia: no define la identidad individual de casi nadie, pero no hay ritmo que le compita en reflejar la chilenidad de casi todos, por alguna extraña razón que entiende cualquiera.

¡Hagan un trencito!
Siguiendo los pasos de la memoria cumbianchera en Chile (1949-1989)
Lorena Ardito, Eyleen Karmy, Antonia Mardones y Alejandra Vargas
Ceibo Ediciones, 2016, 525 páginas.

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Lectura de foto: La orquesta Ritmo y Juventud en el Cerro Santa Lucía, c.1959. El libro rinde homenaje a dos de sus cultores, hoy fallecidos: Jose Arturo Giolito y Juan “Chocolate” Rodríguez, segundo y tercero de izquierda a derecha, respectivamente.

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Lectura de foto: La Sonora Palacios, con Tommy Rey al frente, en la boîte Mon Bijou, Santiago, 1964.

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Lectura de foto: Hernán Gallardo, autor de “Un año más”, en los años 90.

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Lectura foto: Amparito Jiménez, la “Reina de la Cumbia” que popularizó canciones como “La pollera colorá”, acompañando a Tommy Rey y la Sonora Palacios en Boîte El Mundo, 1967.

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Lectura de foto: Iván Díaz tocando junto a la vedette porteña “La Antillana”, en la época de oro de la bohemia tropical.

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