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Opinión

10 de Mayo de 2016

Columna de Sonia Montecino Aguirre: Lo que por sabido se calla, por callado se olvida

Cruzar los umbrales del atavismo patriarcal y asumir los cambios en las relaciones de género es un deber de todas las universidades, porque ninguna sale invicta a la hora de diagnosticar el acoso sexual.

Sonia Montecino Aguirre
Sonia Montecino Aguirre
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Hemos conocido estos últimos meses, a través del Clinic, denuncias sobre acoso sexual –es decir de hostigamiento reiterado hacia una persona, por parte de quien posee poder, para conseguir una relación sexual o amorosa no consentida- y el principal escenario de estas acusaciones ha sido la Universidad de Chile, tal vez porque allí hay una mayor libertad para expresarse y porque los Estudios de Género tienen un peso en la formación de los(as) estudiantes de pre y post grado y, quizás, porque es la única universidad que cuenta con una Oficina de Igualdad de Oportunidades de Género. Se trata de un problema generalizado en el mundo académico, ya sea privado o estatal, y quizás el más silenciado pues toca los cimientos de las relaciones sociales de género: oculto, disimulado o hipócritamente tratado, el acoso sexual es una realidad en el espacio universitario nacional.

Hoy día aquello que se consideró naturalizado, es decir que los profesores por su posición superior tienen derecho a los “favores sexuales” de las alumnas y que los hombres poseen instintos que no pueden regular frente a las mujeres, ha dejado de serlo. Sabemos que el acoso sexual no solo se da en la relación jerárquica profesor/alumna, sino también entre profesor/secretaria, profesor/profesora, funcionario/funcionaria y alumno/alumna. En el ámbito educacional se produce el encuentro cotidiano entre generaciones, y en él pesan con mayor fuerza las estructuras androcéntricas, patriarcales, machistas y neomachistas, además de egocéntricas, pues tradicionalmente ha sido un mundo de hombres, gobernado por hombres donde recientemente se han incorporado unas cuantas mujeres a puestos de dirección (lo que no significa que ellas tengan conciencia de género: casi siempre han tenido que trasvestirse, simbólicamente, para ser aceptadas en ese reino). De allí que no es extraño que los pactos masculinos (y también los político-institucionales) frente a las denuncias de acoso sexual operen entre la indiferencia y la omisión.

Las instituciones universitarias no están respondiendo a una sociedad en la cual los derechos de las mujeres y su lucha por dejar de ser un objeto sexual, ya forman parte de la cultura y de los nuevos códigos sociales. Las jóvenes con conciencia de esos derechos no aceptan ser avasalladas por los que detentan el poder en el aula o por quienes quieran manipularlas o envolverlas en prácticas perversas. Llama la atención a muchos(as) que a raíz de las denuncias han aparecido testimonios de mujeres que callaron sus experiencias y que ahora se atreven a exponerlas, y hemos escuchado decir que lo hacen por “revancha”. Lejos de ello, estamos oyendo en los pasillos de nuestras facultades relatos y conversaciones entre secretarias y profesoras, entre colegas y entre profesoras y alumnas que narran episodios traumáticos de acoso sexual mantenidos en secreto por el temor a perder el trabajo, a salir mal calificadas, a reprobar un ramo, o por vergüenza. Si no se crean espacios institucionales para encausar estos conflictos y un protocolo adecuado para solucionarlos, este malestar, se convertirá en una queja permanente y en un campo de tensión constante, pues este es el tiempo de los derechos y eso debe ser comprendido por quienes se supone trabajan en el más alto nivel de la reflexión y que tienen como función transmitir no solo conocimientos disciplinares sino una ética de la enseñanza. Esta última dimensión, la de la ética, es la que se resquebraja cuando los pactos de silencio coronan conflictos que tienen como protagonistas a académicos de destacadas trayectorias por un lado, y por el otro, cuando los(as) docentes, tanto los(as) que enarbolan discursos de cambio social e incluso feministas como los(as) que no, se mantienen en discreto margen. Con ello lo que por sabido se calla, por callado se olvida.

Por otro lado, los pesados goznes de la burocracia solo pueden responder con la socorrida “herramienta” del sumario a la cual están atados. Modificar los procedimientos que rigen a una institución pública es arduo, pero debe existir voluntad para hacerlo pues lo que hoy ha estallado en la Universidad de Chile ya fue objeto de alerta hace casi una década, cuando la profesora Cecilia Medina y su equipo del Centro de Derechos Humanos elaboró un primer documento para crear mecanismos de resolución al acoso sexual; más adelante el libro Del Biombo a la Cátedra, los Manuales de la FECH y la creación de la Oficina de Igualdad de Oportunidades de Género, cuyo Manual de Acoso Sexual fue presentado este año, constituyen un camino recorrido, propuestas y voces críticas que han estado atentas a resolver el problema.

Mas, todos estos antecedentes previos demuestran que no basta con la “conciencia”, porque el acoso sexual es un síntoma, quizás el más brutalmente explícito de un orden sexual del poder arraigado en lo más profundo de nuestras comunidades. No puedo dejar de mencionar dos episodios que dan pistas sobre esto: uno, cuando se editó el resultado de una investigación sobre las realidades de género en la Universidad (incluido el acoso sexual), y que se publicó en el libro Del Biombo a la Cátedra, se quiso entregar el texto al CRUCH para que las distintas universidades realizarán diagnósticos similares, el libro nunca llegó porque quedó “olvidado” en el automóvil de una autoridad a la que se encomendó distribuirla, y el otro cuando se cuestionó la metodología que la Premio Nacional de Ciencias Cecilia Hidalgo usó para su estudio sobre las diferencias de los salarios de académicas y académicos (arribó a una brecha del 20%). Podríamos seguir enumerando la resistencia a aceptar que las desigualdades de género, los problemas de acoso sexual, la discriminación, existen aunque queramos negarlos. Los “trapitos sucios” en Chile “se lavan en la casa”, pero esa máxima debe ceder a los nuevos tiempos donde la transparencia de las instituciones es norma y exigencia. Más aún, es preciso que lo “sucio” deje de serlo y para ello hay muchos ejemplos de políticas universitarias e institucionales que regulan y limitan el poder de unos sobre otras.

Cruzar los umbrales del atavismo patriarcal y asumir los cambios en las relaciones de género es un deber de todas las universidades, porque ninguna sale invicta a la hora de diagnosticar el acoso sexual. La lección que nos deja el “descorrido de los tupidos velos” en la Universidad de Chile es que estamos frente a un divorcio entre cultura e instituciones y que las medidas de superficie (el escarmiento del sumario) no serán suficientes si no van acompañadas de transformaciones en las concepciones de género y en reglas respecto a los vínculos entre poder y prácticas de acoso sexual. Estoy esperanzada en que el “por callado se olvida” no triunfe, pues hay una memoria que han recogido las nuevas generaciones de mujeres (y algunos hombres) que se despliega con fuerza en su lucha actual por generar condiciones de igualdad y defensa de su dignidad y derechos como humanas.

*Antropóloga y académica de la Universidad de Chile.
Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales en 2013.

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