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Cultura

17 de Mayo de 2016

Crónica de Benjamín Galemiri: Un champagne por un monólogo

Años de alcoholizada resistencia cultural en el Pedagógico y sus alrededores son los que evoca Benjamín Galemiri en esta crónica inundada de humor y pánico. El sexo podía ser entonces la vía de escape para un anarquista de salón que cantaba La Marsellesa en un francés impecable, pero no lo más importante para la marxista de cuna aristocrática que se le cruzó en el camino.

Por
UN-CHAMPAGNE

En mi sincopada juventud pertenecí a un movimiento llamado ACU, Agrupación Cultural Universitaria, mientras estudiaba Licenciatura en Filosofía durante la repelente dictadura. Ese movimiento buscaba patética y también tristemente la resistencia cultural a Pinochet y sus seguidores que, lamentablemente, eran muchos. Nos juntábamos en salas kafkianas imposibles de encontrar (aparentemente, porque a veces nos sorprendían a causa de un soplón) a escuchar las lecturas de manadas de poetas que muchas veces estaban cargados de un panfletarismo que daba vergüenza; gracias a Dios había otros que resistían a la dictadura con un poco de humor. También había músicos demasiado melosos, malos seguidores de Víctor Jara, cuyas canciones eran interrumpidas por la aparición de asquerosos carabineros –todavía hoy, año 2016, no puedo soportarlos– que venían a dispersarnos y disparaban sus Uzis con balines que a veces eran balas de verdad. Así fue como mataron e hirieron a muchos de mis compañeros. Luego se llevaban presos a amigos que tratábamos de salvar. Hasta que finalmente encontramos un antro perfecto para nuestras ridículas manifestaciones culturales, naturalmente un poco demodés. ¿Cómo íbamos a cambiar el Estado criminal con nuestro artesanal show?

Mientras esto sucedía, yo hacía mis películas de amores eróticos que, según mi espíritu naif, suponían una profunda crítica a la dictadura. Hombres y mujeres buscando el amor desbocado para olvidar el horror. Tenía fans femeninas, sobre todo alumnas de Literatura, de mente bastante más amplia que mis compañeras de Filosofía, que consideraban a mis películas muy pequeño burguesas.

Nos encontrábamos en los patios del Piedragógico, siempre temiendo a los soplones, que estudiaban Filosofía pero delataban. Un día uno de esos malditos al que no sé por qué le gustaban mis peliculitas (seguramente porque eran un poco pornográficas) se me acercó y me dijo muy serio: “Si sigues pavoneándote en voz alta contra el presidente Pinochet, te va a llevar la CNI”. Quizás este acto desopilante me salvó la vida. Mi dilema es que no quería deberle nada a este soplón hijo de puta. No tuve otra opción que comunicárselo a mis compañeros. Mis prédicas antifascistas siguieron pero, por miedo a ser tan bocón, en menor volumen.

En las aventuras de las protestas me escondía siempre detrás de las valerosas jovencitas destinadas a tener un futuro increíble, para no ser arrestado. Una vez tuvimos que armar una ronda para que no se llevaran al orador principal, un poeta permanentemente borracho que había atravesado la frontera del miedo. No pudieron llevárselo, éramos como cien, en mi caso siempre protegido por las bellas chicas. Pero al día siguiente cayó preso y estuvo en cana dos años. Cuando salió era otro, torturado miles de veces en la parrilla, más otras barbaridades de las que solo hablaba cuando estaba muy pero muy borracho.

Todos éramos borrachos en esa época para olvidar por un instante el estado siniestro en el que vivíamos. Íbamos a nuestro búnker democrático, refugio ideal para cómicos aspirantes a intelectuales de ultraizquierda, aunque yo me calificaba de anarquista de salón tipo Proudhon, autor de esa frase que tanta envidia le daba a Marx: “La propiedad es un robo”. Cerca del Piedragógico estaba el muy pobre Café Pushkin, al que curiosamente nunca entraban los repugnantes militares y fétidos carabineros. En ese lugar se hablaba de filosofía, por ejemplo polemizar con el gran filósofo alemán pero hijo de puta nazi hasta el tuétano Martin Heidegger, que escribió esa obra maestra llamada “Ser y Tiempo”. Hablábamos de arte, de Ingres, de Modigliani, de Rembrandt, de Matta, de Neruda, de Parra. Por cierto terminábamos borrachos cantando la Internacional y yo como buen snob cantaba la Marsellesa, en mi perfecto francés que me atrajo a varias féminas comunistas que iban a esquiar a la nieve. ”Háblame en francés que me excito”. Así eran las jovencitas en esa época oscura, escalofriantes, dispuestas a todo y sin ninguna moral sexual. “¿Para qué el beaterismo?”, decían erotizadas y llenas de ilustración.

Por esos días conocí a la hermosísima Brigitte, egresada con una impresionante tesis de grado “Deleuze, Sartre y Husserl: una visión a-moderna” que algún tiempo después le publicaron los mismos profesores que coqueteaban con Pinochet. Era genial, aristócrata, vivía sola, tenía mucho dinero de la familia. Era una marxista a la italiana, con automóvil deportivo, con fiestas ampulosas de toque a toque donde se desparramaba todo el semen y las siete mesetas orgásmicas de las mujeres, con viajes relámpago a toda Europa. En una de esas salidas, me mintió diciéndome que iba a París, pero en realidad fue a Miami y compró ropa hasta hartarse. Desde allá me telefoneó para irnos juntos a Nueva York. No sé por qué obedecí como un rastrero y partí al aeropuerto de Miami. Llegamos a Nueva York tomados de la mano, como Bob Dylan y la Joan Baez. Obviamente la Gran Manzana me cambió la vida para siempre, aunque en mi interior seguía amando más París. Hicimos el recorrido hippie, fuimos a etílicos recitales de rock and roll, pude ver finalmente en persona a mi adorado Bob Dylan, mientras mi Brigitte seguía comprando a destajo. Hasta que una noche nos asaltaron a las cuatro de la mañana. Quedamos sin nada –ella, porque yo no tenía ni uno– y tuvimos que volver al horroroso Chile, donde los criminales ponían a sus seudo intelectuales a cargo de las universidades y donde el pedófilo Paul Schäfer entrenaba a los CNI para torturar, sobre todo con su arma favorita, el perro mermelero que violaba a las mujeres, inventado por la Gestapo.

Una noche en casa de Brigitte, habíamos comprado botellas de champagne, scotch y mucho pisco peruano. Nos emborrachamos tanto que ella comenzó a actuar frente a mí, totalmente envuelta en alcohol, y me rogaba que le lanzara frases (yo ya era un dramaturgo premiado) para hacer lo que ella llamaba “un champagne para un monólogo”. Caminaba como una felina por su casa, con su bellísimo traje negro que abría inmediatamente mi apetito sexual. La deseaba mucho más ahora que se revelaba como una gran actriz, mientras yo, su dramaturgo, le dictaba frases. Luego se lanzó majestuosamente al suelo, cual una Pina Bausch, y abrió sus piernas en 180 grados, colmando mi excitación. Ese champagne nos llevó a besarnos lentamente durante una hora. Afuera se escuchaban disparos de los putos militares chilenos, pero ella continuaba besándome como una forma de apagar ese terror. Sabía cómo contener a un hombre, qué digo a un hombre, a cien al mismo tiempo.

La mierda era que ella tenía un novio. Y cuando terminamos nuestros erotiquísimos ósculos, comenzó a llorar como a una niña culposa. Me llevó a su cama y puso una especie de separación entre nosotros. Recordé el maravilloso cuento de Olegario Lazo, cuando un general le pide a un capitán que lleve a su hermosísima mujer a Temuco, donde llegan a las dos de la mañana y sólo encuentran disponible una habitación single. Una vez en la cama, el capitán pone su espada entre ella y él, como advirtiendo que por ningún motivo. Pasado un breve instante, la mujer del general, con los dedos del pie, empuja la espada al suelo. El resto ya se lo pueden imaginar. En el caso mío no sucedió nada.

Lo pasamos mal en esa época de apagón cultural, de sangre por las calles y por el río Mapocho, que yo filmé muchas veces porque con un gran amigo íbamos a realizar una película a lo Herzog. Pero él se metió a la guerrilla y no supe más, hasta que apareció flotando con su novia en Los Queñes, producto de un enfrentamiento falso. Muchos de mis amigos tomaron las armas para luchar contra ese régimen de mierda. Eran valientes, y también mis amigas guerreras. Pero los civiles hijos de la gran puta delataron a destajo y con eso llevaron a la desaparición a amigos muy queridos.

Una vez iba entrando al Piedragógico y escuché a dos chicas de Filosofía que rumorearon: “Mira, ese es Galemiri, el que hace películas como las de Bergman”. Me comparaban con un coloso del cine mundial, pero era un comentario en mi contra: en plena dictadura, yo ocupado del heterosexualismo a outrance que vibraba en mis testículos. Pero yo estaba convencido de que eso podía salvar a muchas personas. Enrabiado, hice una especie de remake chileno de “La Naranja Mecánica” que se llamó “El Jardín de la Selva”. Contaba la historia de un criminal que envidia la caja de la felicidad política que tienen unos niños y se lanza contra ellos, los hace sangrar pavorosamente y sale corriendo con la caja. El hecho es que un niño agónico logra dispararle con el arma que dejó botada y lo hace rodar por el suelo como una gallina cobarde. Entonces aparece un fotograma en blanco y negro (el filme era en color) que se hizo leyenda en las aulas universitarias, porque el color pasado a blanco y negro era obviamente una parábola menor del horror que vivíamos.

Con esa película me transformé en un cineasta de la resistencia democrática. Los distribuidores se la llevaron a Europa y fui invitado a varios países europeos a hablar contra Pinochet. Pero yo no podía contenerme y decía que ese personaje era mi padre. “Non, c´est Pinochet”, me decían los paternalistas franceses. Tenían razón, pero me encantaba joder un poco a los parisinos en un francés impecable. Cuando volví a Chile, una corte de damiselas me rodeaba y ahí estaban las desgraciadas que me tildaron de bergmaniano, mirándome con esos ojazos chilenos tan hermosos. Naturalmente las perdoné.

La inmensa belleza de Brigitte volvió a invitarme a su casa. Esa noche tomamos varios licores de alta graduación, de nuevo mucho champagne y nuestra tensión sexual creció hasta un punto irresistible. De nuevo ella comenzó a llorar por engañar a su novio, pero el caso es que me tomó de la mano, me condujo a su cama y se lanzó sobre mí. Nuestras lenguas jugueteaban entre aromas a alcohol y anís, y de pronto me ordenó: “Penétrame”. Desde luego lo hice feliz, al fin era mía. Ella gimió como una pequeña niña y siguió gimiendo cuando mis embates iban en aumento, haciendo la posición del misionero pero con muchas variantes. Llegaba a gritar de placer, pero nunca la escuché decir “te amo”, en cambio mi combustión erótica me llevó por esos parajes complicados y le dije varias veces “te amo, te amo”. Estuvimos dándole a la cosa llamada hacer el amor cuatro horas, porque yo había aprendido de mis tíos que hay que resistir el chorro de semen horas y horas. Hasta que ya no pude más. “Me voy a ir”, le dije, “ándate”, me dijo ella, “primero tú”, dije enfáticamente, pero ella susurraba a mi oído aguzado “ándate, no temas nada, todo estará bien”. “No, por favor, ándate tu primero”. Hasta que sus movimientos ondulantes de caderas me desprotegieron y me derramé en su vagina como un adolescente.

Afuera se oía el ulular de los repugnantes militares, y ella dijo: “Este es un día perfecto para morir, ¿no crees?”.

Era el maldito champagne que nos había llevado a todo este espectáculo casi teatral.

De pronto, como en un flashazo, recordé que era el momento de chuparle el clítoris, porque eso la trastornaría. Y como están húmedas, la penetré, sin masturbarla. Es el falo el que debe rozar su clítoris con ternura primero, luego con fuerza, otra vez con ternura, otra vez como un león. Mientras tanto le decía cosas bellas pero también pornográficas. Al final tuvo varios orgasmos y me premió con una maravillosa fellatio. Luego me dijo: “La mitad de lo que me dijiste para excitarme me gustó, pero la otra era demasiado basura”. Tenía razón.

Pero luego, mientras seguíamos tomando champagne Valdivieso, me dijo algo muy pavoroso.

–Hay cosas más importantes que el sexo.

–¿Qué cosas?

–Mi novio es un detenido desaparecido.

Ahí comprendí que todo lo que había hecho por mí era para sublimar su dolor.

Entonces se puso de pie y, con la ayuda de mis parlamentos, hizo el monólogo más bello de la historia sobre su vida, la mía, el estado militar, sus padres, el sexo, su novio, las violaciones que había recibido de su padre, y pareció que ese monólogo finalmente la liberaba de su miedo a la dictadura, pero también a la desaparición de su amado novio. A esa hora estábamos extremadamente borrachos, éramos una dupla de batalladores llena de miedo y la muy hermosa Brigitte se me pegó y se puso a llorar intensamente, mientras mirábamos la bóveda del cielo negra, oscura, presagiando más torturas, más carnicería, otro vaso de champagne con mucho pisco, y la borrachera que nos había unido y la había salvado a ella de la culpa.

Un champagne para un monólogo triste, crepuscular, humorístico también.

Un brindis con champagne por Brigitte, que siguió la carrera de actuación, llegó a ser una gran actriz y que me enseñó que el dolor de una mujer se podía redimir. Cuando acabó la dictadura se fue a París y ahí tuvo hijos y esposo al que engañaba muy seguidamente. Cuando yo iba a ver mis estrenos parisinos, nos juntábamos a recordar los viejos tiempos, y aunque siempre reíamos, ninguno de los dos pudo olvidar ese monólogo, ni ese champagne.

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