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Opinión

18 de Mayo de 2016

Columna de Agustín Squella: Andrés Bello y las buenas Constituciones

“El movimiento social debe influir en las leyes civiles; los legisladores deben modificarlas para ponerlas en armonía con él (...) y no pensamos de otro modo acerca de las constituciones. Deben éstas ser conformes a los sentimientos, a las creencias, a los intereses de los pueblos", escribió Andrés Bello en 1848.

Agustín Squella
Agustín Squella
Por

Andrés Bello

Andrés Bello fue un conservador con arrestos de liberal. O, si se prefiere, fue un liberal contenido por las ideas ampliamente conservadoras de su tiempo, especialmente en Chile, donde vivió desde 1829 hasta 1865, año de su muerte; un tiempo durante el cual el notable venezolano escribió, enseñó, tradujo libros, polemizó, redactó leyes, ajustó tratados, hizo oír su voz en el Senado, entregó un Código, influyó en una Constitución, formuló una gramática y, a ratos perdidos, compuso versos que el pudor dejó inéditos y extraviados en la montaña de papeles de su escritorio. Bello fue también un creyente asaltado por continuas dudas, dudas que cayeron sobre él luego de haber perdido en vida a tres de sus hijos. Todo lo cual hace de Bello un personaje complejo y, por tanto, atractivo. Complejo incluso si se lo analiza en algunas de sus conductas privadas, que estuvieron lejos de corresponder a la imagen de su retrato oficial, a ese “bisabuelo de piedra” sobre el que escribió Joaquín Edwards Bello.

De cualquier cosa fue Bello menos de piedra. Disfrutaba intensamente con la comida criolla, fumaba unos impresionantes habanos, salía al atardecer a dar unos paseos por la Alameda con destino más bien desconocido, y se juntaba con los hermanos Egaña en el fundo que estos tenían en Peñalolén, unas reuniones a las que no siempre estuvieron invitadas las esposas de tan buenos amigos.

A raíz de un artículo de prensa contra la censura de libros y de otro acerca de los excesos de ciertas prácticas religiosas, Bello fue acusado de “corruptor de la juventud” y “propagador de la irreligión”. Él, ni más ni menos, un estupendo educador, director de un colegio en Santiago y primer rector de la Universidad de Chile, en cuya instalación el año 1843 expresó como parte de su discurso que “la universidad no sería digna de ocupar un lugar en nuestras instituciones sociales si, como murmuran algunos ecos de declamaciones antiguas, el cultivo de las ciencias y las letras pudiese mirarse como peligroso desde un punto de vista moral o bajo un punto de vista político”. Un discurso en el que también dijo algo dedicado a los jóvenes: “La libertad, como contrapuesta, por una parte, a la docilidad servil que lo recibe todo sin examen, y por otra a la desarreglada licencia que se rebela contra la autoridad de la razón y contra los más nobles y puros instintos del corazón humano, será sin duda el tema de la universidad en todas sus diferentes secciones”.

En 1948 Bello publicó otro artículo en el periódico “El Araucano”, titulado “Constituciones”, que contiene afirmaciones tan lúcidas como las que se reproducen a continuación. Unas afirmaciones hechas en el contexto de las nacientes repúblicas hispanoamericanas y que nos hacen pensar que si Bello pudiera observar nuestro actual proceso constituyente, sonreiría seguramente con aprobación ante los esfuerzos de un país –o de la parte mayoritaria de él– por llegar a tener una nueva Constitución que no represente la imposición de un sector de la sociedad sobre los restantes, y, en tal sentido, una Constitución muy distinta de la que actualmente nos rige, pero que asimismo no represente una revancha contra quienes impusieron la de 1980.

He aquí algunos párrafos del mencionado artículo de Andrés Bello.

“Hemos dicho, y repetimos, que las constituciones escritas no son a menudo verdaderas emanaciones del corazón de la sociedad, porque suele dictarlas una parcialidad dominante o engendrarlas en la soledad del gabinete un hombre que ni aún representa un partido…”.
“El movimiento social debe influir en las leyes civiles; los legisladores deben modificarlas para ponerlas en armonía con él; pero de que debiesen hacerlo no se sigue que lo hayan hecho definitivamente…”.

“Tales son las opiniones que constantemente hemos profesado acerca de las leyes civiles, y no pensamos de otro modo acerca de las constituciones. Deben éstas ser conformes a los sentimientos, a las creencias, a los intereses de los pueblos: ¿se sigue de aquí que efectivamente lo sean…?”.

“Las constituciones escritas tienen su causa, como todos los hechos. Esta causa puede estar en el espíritu mismo de la sociedad; y la constitución será entonces la expresión, la encarnación de ese espíritu; y puede estar en las ideas, en las pasiones, en los intereses de un partido, de una fracción social; y entonces la constitución escrita no representará otra cosa que las ideas, las pasiones, los intereses de un cierto número de hombres que han emprendido organizar el poder público según sus propias inspiraciones…”.
“Lógico es, y muy lógico, que un déspota, en la constitución que otorga, sacrifique los intereses de la libertad a su engrandecimiento personal y el de su familia. Lógico es que donde es corto el número de los hombres que piensan, el pensamiento que dirige y organiza esté reducido a una esfera estrechísima…”.

“Las constituciones son a menudo la obra de unos pocos artífices, que unas veces aciertan y otras no; no precisamente porque la obra no haya salido del fondo social, sino porque carece de las calidades necesarias para influir poco a poco en la sociedad, y para recibir sus influencias, de manera que esta acción recíproca, modificando a las dos, las aproxime y armonice…”.

Y también estos párrafos, sacados de otro de sus artículos, “Publicidad de los juicios”:

“Si hay algo completamente demostrado por la experiencia es que no debe esperarse subsistencia ni buenos efectos de ninguna Constitución modelada por principios teóricos, sin afinidad con aquéllos que por una larga práctica han adherido íntimamente al cuerpo social…”. “Si las leyes llevan siempre la estampa del régimen bajo el cual se han formado, las nuestras, herencias del despótico imperio romano, amalgamadas con las doctrinas de falsas decretales, fraguadas en siglos de tinieblas y con los fueros de una nación guerrera y bárbara, mal podrían adaptarse al espíritu de nuestras instituciones democráticas…”

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